Las comidas de Jesús son signos liberadores capaces de acoger a los que siempre se les ha impedido participar de la mesa con los otros.
Lc. 7:34; 15:1-2 - “Vino el Hijo del Hombre que come y bebe y decís: Este es un hombre comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores… Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Este a los pecadores recibe y con ellos come…”.
En todas las sociedades el hecho de comer es la primera forma de iniciar y mantener relaciones humanas. Cuando se descubre cuándo, dónde y con quién se come, se pueden deducir ya todas las demás relaciones entre los miembros de esa sociedad. Por tanto, disponer de estos datos es conocer la naturaleza de ese mundo. Hablando de las sociedades judía y greco-romana, observamos que la postura de estar reclinados en la mesa requería de alguien que sirviese pero, además, el diverso rango de los invitados venía indicado por el anfitrión en el hecho de servir a la mesa un vino o un alimento de peor calidad a quien se consideraba de rango inferior. Casta y desigualdad a la orden del día.
La forma de comer, por tanto, vinculaba con el propio grupo y con su historia. Existían alimentos que llegaban a ser emblemáticos de un grupo social y que no podían faltar en determinadas celebraciones colectivas. Por tanto, había siempre una relación entre, por una parte, la forma de comer, lo que se come, con quién, dónde y cuándo se come y, por otra, el grupo al que se pertenece, con sus tradiciones, sus normas y su visión del mundo1. La comida es un código que encierra mensajes de diferente nivel sobre las relaciones sociales existentes en una sociedad, sobre su forma de jerarquía y estratificación, sobre las barreras establecidas con otros grupos y sobre las condiciones en que éstas se pueden traspasar.
No pocos se extrañan, y no sin razón, del espacio que ocupan en el evangelio la mesa y las comidas. Jesús se dejó invitar con agrado por numerosos amigos y conocidos. Fue huésped de recién casados de Caná que le invitaron, junto con su madre y sus discípulos (Jn. 2:1-2). También lo fue de Marta y María cuando iba camino de Jerusalén (Lc. 10:38). Y, luego, fue invitado de honor en la cena festiva que siguió a la resurrección de su hermano Lázaro (Jn. 12:2). Jesús aceptó sentarse a la mesa con prósperos fariseos que no eran necesariamente amigos suyos (Lc. 7:36; 11:37) y estos encuentros le brindaron la ocasión de enseñar lecciones extraídas de la misma realidad.
La observación del comportamiento de aquellos que envidiaban los puestos más destacados en la mesa invita, según Jesús, a una reflexión seria: es necesario ser comedidos y prudentes, porque a nadie le resulta agradable oír que ha ocupado un puesto más elevado del que le corresponde (Lc. 14:9). Al mismo tiempo, el Señor hace un elogio de la gratuidad en torno a la comida volviendo del revés los usos habituales2: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos; no sea que te inviten ellos para corresponder y quedes pagado. Al contrario, cuando des un banquete, invita a los pobres, los lisiados, los cojos y ciegos y dichoso tú entonces porque no pueden pagarte…” (Lc. 14:12-14).
El hecho de comer con publicanos y pecadores (Lc. 5:27-39) es un dato constatado en la vida de Jesús, que le costó críticas feroces. Jesús se expresó no sólo a través de palabras, sino también con “signos proféticos” realizados en momentos muy especiales que pusieron de manifiesto aspectos claves de su mensaje y de su proyecto. Pues bien, la comensalidad abierta de Jesús, sentarse a la mesa con gente estigmatizada e impura religiosa y socialmente, era el signo más claro y provocativo del carácter abierto del reino de Dios.
Jesús no respeta las normas. Come con publicanos y pecadores; se hospeda por propia iniciativa en casa de un jefe de los publicanos, un pecador público (Lc. 7:32-50). La etiqueta no puede ser más estigmatizante: “Comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores” (Lc. 7:34) ¿Por qué actúa Jesús así? Sencillamente, porque quiere hacer presente a un Dios misericordioso, que se acerca a todos para ofrecer su amor y, con ello, deja abolida toda legitimación religiosa de la marginación de unos y de la superioridad de otros.
El Dios de Jesús no es el santo al que se acceda por medio de separaciones de lo profano, que es lo que pretendían las normas de pureza. Los movimientos de renovación religiosa existentes en el judaísmo del aquel tiempo eran de carácter exclusivista, es decir, pretendían reforzar las normas de pureza para garantizar la “santidad” de Israel. Sin embargo, el movimiento de Jesús es inclusivo; se dirige a todo el pueblo sin excepción y, particularmente, busca la cercanía de los tenidos por pecadores e impuros, es decir, de los marginados del sistema.
En la raíz del anuncio de Jesús acerca del reino de Dios se encuentra la presentación de un Dios dirige una mirada hacia la realidad de manera que descubre en ella posibilidades inéditas, que critica lo establecido y promueve un movimiento contracultural y espiritualmente alternativo. Entramos así en un nuevo mundo en el que la dignidad y la aceptación del ser humano no le vienen de su status social, ni de su poder jerárquico, ni de su imagen religiosa, sino de la invitación que se le hace a ocupar un lugar en la mesa. Y esa invitación se hace a todos y cada uno.
Sin embargo, la celebración del reino no puede ignorar la existencia del antirreino, por eso Jesús concede gran importancia a que se sienten a la mesa aquellos a quienes habitualmente el antirreino separa de ella. En las parábolas recalca que en el reino participan del banquete aquellos que nunca fueron invitados: “Los pobres, los ciegos y los cojos” (Lc. 14:21). Y por eso también las comidas de Jesús son signos liberadores capaces de acoger a los que siempre se les ha impedido participar de la mesa con los otros. Por eso el antirreino reacciona y sus defensores se escandalizan de que Jesús subvierta el orden sagrado establecido. Contra su hipocresía, Jesús responde irónicamente3: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos” (Mr. 2:17). Que los pobres estén a la mesa con el mismo status que todos los demás es el gran gozo de Dios y eso es lo que hay que celebrar sobre la tierra. Ese es el mensaje transformador que Jesús viene a traer, resumido en su sentida oración:
“En aquella misma hora Jesús se regocijó en el Espíritu, y dijo: Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos, y las has revelado a los niños. Si, Padre, porque así te agradó” (Lc. 10:21).
Cuando Jesús nos habló de cómo hacer memoria de su vida, muerte y resurrección no lo hizo enseñando en el camino, como era su costumbre, tampoco a través de un discurso formal, como en el Sermón del Monte, ni a través de las parábolas, sino cenando, compartiendo mesa y mantel con los discípulos. Y lo hizo por varias razones:
1. Para que relacionemos el centro del evangelio del reino con la vida compartida, la igualdad, la fraternidad y el amor que han de acompañar la proclamación: Todos comemos del mismo pan y bebemos de la misma copa:
“La copa de bendición que bendecimos ¿No es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos ¿No es la comunión del cuerpo de Cristo? Siendo uno solo el pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel mismo pan” (1 Co. 10:16-17).
2. Jesús transformó con su vida y su enseñanza el valor de la comida dándole un nuevo sentido inclusivo y no discriminador, acogedor y no segregador, universal y no exclusivista. Por tanto, la tarea de la iglesia ha de ser practicar la misericordia compasiva y la comunidad de mesa sin distinción de lengua, tribu, pueblo o nación, porque con este proceder de contraste visibiliza y encarna el reino de Dios hasta su consumación:
“Os digo que desde ahora no beberé más del fruto de la vid, hasta que lo beba nuevo con vosotros en el reino de mi Padre” (Mt. 26:29).
Notas
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