La nueva normalidad nos va a obligar a tomar decisiones y como cristiana sé que mi decisión compromete mi fe frente al mundo.
Los seres humanos somos de extremos. Para casi cualquier cosa en la vida nos ubicamos en un punto entre los dos polos de un continuo. También está pasando frente al coronavirus en medio de esta desescalada, como sucedió en el confinamiento y, antes de esto, relacionado con cualquier otro asunto. Pensemos en un aspecto de la vida, el que sea y, si lo analizamos detenidamente, podremos verlo con claridad. Hay posiciones que se ubican una en las antípodas de la otra, y luego, entre medias, están todos los demás, más o menos cerca de uno de los extremos. Son los que llamamos “del montón”, precisamente por eso mismo.
Da igual si se trata rasgos de nuestra personalidad, aspectos físicos, capacidades adquiridas... casi todo se distribuye alrededor de una media con la posibilidad real también de alejarse de ella y ser extremistas. Aplícalo a lo que quieras: los que trabajan a todas horas y los que huyen del trabajo como de la peste, los que se desviven por ayudar a los demás y aquellos a quienes los demás no les interesan en absoluto... y así con todo.
Algunas de esas distribuciones son, simplemente. Vienen marcadas y eso hace que no tengamos gran cosa que opinar de ellas. Pueden sernos beneficiosas o perjudiciales, las disfrutamos o las sufrimos. Hay personas, por ejemplo, que acumulan múltiples factores de riesgo que les acercan a poder padecer un cáncer, frente a otros cuya genética parece protegerles frente a esta enfermedad y sobre eso, hay poco que opinar. Pero hay otros muchos ámbitos en los que estar colocados en un lugar u otro de la distribución es algo que decidimos y, la verdad, muchas veces elegimos mal. Nuestra postura frente a la pandemia y la nueva normalidad es una de esas cosas en las que tenemos que posicionarnos.
Eso significa que podemos optar por el equilibrio, porque sabemos que en los extremos tenemos muchas posibilidades de equivocarnos. Sin embargo, hallar ese equilibrio es algo en lo que estamos poco entrenados. Nos dejamos llevar por lo que nos piden las emociones, que son volátiles, aparecen bruscamente, casi de forma violenta a veces, que nos llevan hacia donde nos apetece o queremos, pero no siempre hacia donde necesitamos y que nos empujan a salirnos del camino de lo acertado para colocarnos en la cuneta del extremismo.
En esta situación que estamos viviendo, particularmente desde la desescalada ahora y a pocas jornadas de volver a la llamada “nueva normalidad”, efectivamente vamos a seguir siendo más “normales que nunca”, seguiremos la distribución normal que marca la estadística (así se llama, de hecho, desde el punto de vista matemático) y tendremos dos extremos dignos de considerar: los sin ley, en un lado del continuo, y los que buscan probabilidad de riesgo cero, de otro.
Ahora bien, ¿existió alguna vez realmente ese riesgo cero, o quizá es una ilusión de control en nuestra mente, muy alejada de la realidad? Porque, si nos damos cuenta, por razones diferentes, en ambos extremos está asentada esa idea. En los primeros, porque no lo contemplan. En los segundos, porque creen ciegamente que esa posibilidad existe. ¿O quizá es solo lo que quieren creer?
Hoy me pregunto dónde estamos nosotros entre estos dos puntos. ¿Examinamos esta cuestión desde una perspectiva también espiritual, los que somos cristianos? La nueva normalidad nos va a obligar a tomar decisiones y como cristiana sé que mi decisión compromete mi fe frente al mundo, determina lo que cuento de Dios a aquellos que, quizá no me escuchan, pero me observan.
Por muy atrayente que pueda resultar la idea de confiar en la llegada de una situación realmente propicia, por muy idealizada que podamos tener esa normalidad que hemos perdido y a la que seguimos aspirando aún, sin darnos cuenta del punto en el que estamos, creo que hemos de aprender a vivir agradecidos y con gozo y paz cualquiera que sea nuestro momento, incluido este, incierto y que no sabemos cuánto va a durar.
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