Hoy se habla de inteligencias múltiples, de habilidades sociales, de cuánto éxito se alcanza... pero la sabiduría ha quedado desterrada.
Habrán notado en cuanto han leído el título que me he permitido cambiar el tiempo verbal que normalmente usamos para esta frase. “Es de sabios rectificar” es la forma más habitual con la que nos recordamos este principio. Hoy, sin embargo, es tan escasa la especie que representan los sabios y los que rectifican que se me antojaba complicado expresarme en presente y en general, como si esa fuera nuestra naturaleza, como si fuera la más frecuente de las expresiones de conducta que observamos en otros y en nosotros mismos. Si hace pocos días reflexionábamos, entonces, acerca de lo que significaba ser necios a día de hoy, ejemplificándolo en solo algunas de sus múltiples variantes frente al coronavirus y la crisis que viene con él, esta semana pensaba en la contraposición de esto, que no es, ni más ni menos, que la sabiduría.
Hoy nadie usa esa palabra, al menos no fuera de los contextos de espiritualidad o religión. En un sentido, tiene su lógica, porque la sabiduría va mucho más allá de la inteligencia o la listeza de cada cual. Tiene todo que ver con qué relación mantenemos con esa espiritualidad y, más que con ella, con Dios mismo, porque a Él no le vale cualquier espiritualidad. Le interesa la que Él puso en nosotros y la que pasa por Jesús como salvador.
“El principio de la sabiduría es el temor de Dios”, escribió alto y claro uno de los sabios más relevantes de la historia, Salomón (en su Libro de Proverbios 1:7), a los que creyentes y no creyentes se siguen referenciando teniendo en cuenta, precisamente, esa cualidad en él. Una, por cierto, que no traía de serie, sino que pidió a Dios mismo y que disminuía conforme se separaba de esa fuente. De ahí su propio declive. Curiosa “coincidencia”.
Cuando Salomón pidió sabiduría a Dios al comienzo de su reinado (1ª Reyes 3:3 en adelante), la pidió, además, para diferenciar lo bueno de lo malo, lo que convenía de lo que no, porque de otra forma sabía que no había manera de acometer el gobierno de aquel pueblo que tenía frente así y que su padre, David, había regido con justicia y rectitud delante de Dios. ¡Cuánto mejor podría irnos si nuestros gobernantes tuvieran a bien, no solo rectificar -lo cual les reposicionaría frente a la terrible crisis de credibilidad en la que se encuentran frente al pueblo que gobiernan- sino también poder pedir sabiduría a Dios para discernir lo bueno de lo malo, hacer justicia y ser rectos de corazón!
Pero no pensemos los gobernados que esto no aplica a nosotros. Nuestros gobernantes suelen ser el reflejo de lo que somos como población demasiadas veces. De hecho, son una muestra estadística de población muy interesante y, con mucha probabilidad, altamente representativa del resto. Cada cual de nosotros gobierna sobre su parcela particular: algunos somos padres, otros jefes, otros hermanos mayores y, sin duda, cada cual ejerce también sobre sus propias inclinaciones, motivaciones, deseos y conductas. ¿Podemos imaginar, siquiera, el giro de 180 grados que supondría para cualquiera de nosotros poder ser gobernados, no por nuestros intereses, sino por la sabiduría? ¿Y así poner bajo dominio nuestra propia conducta y corazón, necios ambos tantas veces, porque nuestra necedad nos sigue a todas partes?¿Cómo repercutiría eso a nuestro entorno directo?
Mientras la sabiduría esté asociada a Dios y a tenerle en cuenta, me temo que seguirá permaneciendo en el exilio en la que la hemos colocado. Esa asociación directa entre Dios y la sabiduría la mantiene permanentemente apartada de nuestro camino y también de nuestro vocabulario cotidiano, porque no queremos nada ni nadie que nos recuerde que pueda haber algo más que nosotros mismos a lo que debamos referenciarnos. Hoy se habla de inteligencias múltiples, de habilidades sociales, de cuánto éxito se alcanza... pero la sabiduría ha quedado desterrada, porque si tiene que ver con tener en cuenta a Dios, no la queremos. Y pocos escenarios tan propicios a darnos cuenta de este destierro como el que estamos viviendo ahora con la Covid-19.
Pensemos, por ejemplo, en nuestras casas, como padres, en cada una de las veces que, sabiendo que nos hemos equivocado con nuestros hijos, no corregimos nuestra dirección. Lo hacemos constantemente. Ninguno de nosotros nos atreveríamos a suscribir que somos perfectos pero, sin embargo, escasas son las ocasiones en que los padres nos “humillamos” a reconocer una falta delante de nuestros vástagos. Procuramos más bien “dar ejemplo” ocultando nuestras miserias, engañándoles sobre nuestro recorrido personal para no perder autoridad y mucho menos darles ideas... y no dando un modelo de arrepentimiento, reconocimiento, confesión y petición de perdón. Dejamos la cosa pasar como si no sucediera nada, dando por hecho que lo que no se habla no ha acontecido. Nuestros hijos, ninguno de ellos tonto, por cierto, van tomando buena nota... y cuando nos queremos dar cuenta, no solo hemos perdido la autoridad frente a ellos (la de verdad, la que se gana con integridad y coherencia), sino que puede que lleguemos a ser conscientes de que nadie les ha enseñado a reconducir su camino o, por lo menos, nosotros no lo hemos hecho. Y ya no se podrá rectificar, porque para eso también hay un tiempo propicio.
De igual forma sucede con la “clase política” o quienes nos dirigen, sea cual sea el ámbito. Esto, por cierto, incluye al liderazgo de las iglesias, de los ministerios y a la hora de relacionarnos unos con otros en cualquier esfera de la vida. La crisis de credibilidad llega, no solo cuando mentimos constantemente y vivimos vidas faltas de integridad, sino también y en gran manera cuando, debiendo rectificar, somos incapaces de bajarnos del caballo de nuestro orgullo. Quien alguna vez lo probó, sin embargo, sabe bien del efecto paradójico que se produce en uno y en los demás cuando reconocemos nuestras faltas. Pero nos sigue dando miedo y lo evadimos una y otra vez.
Es cierto que siempre puede producirse “fuego amigo” al mostrarnos vulnerables, porque los espacios que nos hemos creado alrededor son de todo menos espacios de gracia y comprensión donde es fácil confesarse y rectificar. Sin embargo, más allá de esos que solo aprovechan el momento de corregirse del de enfrente para hacer sangre y penalizar el gesto, muchos otros sentirán restauración y tendrán la convicción de que quien reconoce su error puede ser mucho más confiable. Cada vez que alguien reconoce su falta de manera honesta, sus palabras suben en el ranking de credibilidad. Se hace vulnerable porque apuesta por la verdad. Detrás de esto hay una razón muy sencilla: quien es capaz de reconocerte un error no tiene la necesidad de mentirte y eso le hace más confiable. Quien por el contrario se parapeta constantemente en su mentira engordada a lo largo del tiempo, no solo no engaña a nadie y se va cargando del más absoluto ridículo, sino que se desploma al abismo más profundo donde habitan los mentirosos patológicos que acabaron creyendo sus propios engaños.
Elegir entre ser necios o sabios... Difícil decisión. Si lo pensamos mejor, elegir entre vivir de cualquier forma o, por el contrario, de una que funciona, aunque sea contra-intuitiva, quizá no lo sería tanto. Sin embargo, si seguimos decidiendo dejar a Dios fuera de esta encrucijada, me temo que ya hemos escogido. Y no de la mejor forma.
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