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Vista de topo, memoria de pez

Lo fácil era salir al balcón a aplaudir. Eso no cuesta nada. Lo difícil es ser personas responsables y consecuentes.

EL ESPEJO AUTOR 10/Lidia_Martin 07 DE JUNIO DE 2020 18:00 h
Foto de [link]Kate Trifo [/link] en Unsplash.n Unsplash.

Desgraciadamente, uno de los efectos del coronavirus sobre nosotros no está siendo el de cambiar nuestra vista o nuestra memoria para mejor. Ese no es uno de los síntomas extraños que lo acompañan. Somos en general de visión corta y de peor capacidad para recordar. Y pensaba en que hubiera sido francamente genial que todo esto que está sucediéndonos hubiera cambiado eso para bien, dándonos mayor perspectiva y recursos para no caer en lo mismo. Porque esto no ha dejado de suceder, sino que sigue pasando. No hemos dejado atrás la pandemia; estamos conviviendo con ella, aunque nuestros ojos y recuerdo prefieran mirar para otro lado.



Cuando miramos alrededor en estos días y vemos cómo en pocas semanas muchos se han olvidado prácticamente de lo vivido y se entregan sin reservas a una nueva normalidad que tiene toda la pinta de un regalo envenenado, la decepción es inapelable. Me recuerda trágicamente a lo que se escuchaba insistentemente, una y otra vez, en los primeros días de confinamiento, en que la negación de lo que se venía era evidente y la preocupación sobre el aburrimiento y los bares era lo único que inquietaba a muchos. Hoy, pareciera que toda nuestra obsesión por cambiar de fase se debe más a cuestiones de ocio y tiempo libre que a las que más peso deberían tener por el bien de todos. 



Y, ojo, no voy a negar la realidad evidente de que los cambios de fase ayudan claramente a la economía de las ciudades, comunidades y países y eso también hay que abordarlo. Pero de poco sirve reactivar la economía si te mueres por el camino. No puede ser a cualquier precio. Debe haber un término medio entre lo que queremos conservar y reactivar a nivel económico y olvidarnos de lo que ha significado el colapso total del sistema sanitario que ha tenido que dejar morir gente porque no había manera de atenderla. Qué poco sol ha tenido que darnos, qué pocos cafés hemos tenido que tomarnos en una terraza, para que todo lo anterior, toda la oscuridad vivida, se nos haya borrado de la memoria. Quizá es que nunca terminó de instalarse en ella, que pasamos tan de puntillas y de forma superficial por lo que estaba sucediendo, que ni siquiera llegó a hacer mella, ni en nuestras retinas, ni en nuestros recuerdos.



Que les pregunten, sin embargo, a los sanitarios que se han estado dejando la piel por nosotros. Ellos sí han tenido que observar sin descanso el deterioro, desgaste y fallecimiento de miles de personas. Han tenido que vivir en sus propias carnes el desgarro de tener que elegir quién vivía y quién moría. Han tenido que irse a su casa día tras día a “descansar” sin poder pegar pestaña, porque cuando una realidad tan fea entra por los sentidos no lo hace sin dejar un reguero de estupefacción, shock y trauma a su paso, una huella de memoria imborrable. Esa sí que no desaparece como la nuestra, tan dudosa como etérea. Por supuesto, les aplaudíamos. Porque somos gente maja, solidaria y que reconoce su papel, aparentemente. Pero como suele pasar con estas cosas, uno no tarda en retratarse. Lo fácil era salir al balcón a aplaudir. Eso no cuesta nada. Lo difícil es ser personas responsables y consecuentes, con capacidad de ver más allá de su ombligo y de aprender de sus errores e irresponsabilidades para no seguir condenando al resto, que evidentemente nos importa poco. Demasiadas veces, nuestro propio yo parece ser el único prójimo que conocemos y ni siquiera lo cuidamos lo suficiente. 



En un sentido, nadie de a pie podía prevenir lo que se venía. Quizá los que se mueven en otras esferas, en alguna medida. Pero ahora, después de lo vivido, no tenemos excusa. El primer golpe te pilla desprevenido. El segundo, cuando viene del mismo lugar, te alcanza porque le dejas. Antes de que la amenaza se haya ido para no volver estamos celebrando su desaparición. Y nos esperan, me temo, feas sorpresas, como las que acompañan siempre a los que deciden no ver o no recordar, solo que no serán exclusivamente para ellos, sino para los que menos culpa tengan también. A los que se sitúan en el lado de los prudentes, además, los del otro frente les llaman exagerados, lunáticos o paranoicos. Lo que se lleva, igual que antes de la pandemia, es ser lanzado, impetuoso y vivir el momento (que parece más bien “reventar el momento” a base de adrenalina y darnos gusto al cuerpo). Si reflexionas, piensas o incluso osas pedir un poco de cordura y diligencia en medio de esto, se te tacha de aguafiestas, persona non grata para el grupo, “tóxico”, que es una de esas palabras para todo ahora. 



Como suele pasar en la vida en general, escogemos los peores ejemplos a seguir. Dan igual las recomendaciones de los que saben, o lo que ven los que han peleado desde la primera línea de batalla. Podríamos haber escogido imitar la vista del águila, que se superpone a la dificultad para verla desde arriba, con perspectiva y amplitud. Quizá la del gato, que siendo un gran cazador, aún así, no abandona el vigilar su presa demasiado rápido dando por hecho que la alcanzará. Lejos quedamos del camaleón, que es capaz de visualizar objetivos a la par que, desde otra perspectiva, está captando las posibles amenazas. Nosotros no vemos ni lo que tenemos justo delante. Como el topo, apenas distinguimos, en el mejor de los casos, entre luz y oscuridad. Tantas veces, ni siquiera eso. Estamos tan metidos en nuestros propios túneles que ya no somos capaces tampoco de desenvolvernos fuera de ellos. Ahora bien, ¿nos preguntamos alguna vez cuánta belleza, posibilidades y vida plena se pierde uno viviendo entre túneles, por muy reconfortantes que nos resulten? ¿De cuánto de todo eso priva al resto cuando las cosas se hacen de cualquier forma? ¿Y si tuviéramos la capacidad de ver mucho más allá y de recordar lo que vemos, como para poder vivir de otra manera?



Los humanos somos criaturas de grandes capacidades, pero también de extremos claroscuros. Las personas hoy no se recuerdan “está prohibido saltarse las distancias de seguridad”. Más bien dicen “La gente lo hace” y siguen su vida. Ese pequeño matiz lo es todo, sin embargo, porque es el minúsculo clavo ardiendo al que necesita agarrarse nuestra mente para legitimar lo que no es aceptable. Lo hacemos en todos los campos y lo venimos repitiendo, sin descanso, desde el Edén. Por supuesto, no hemos aprendido nada más allá de autoengañarnos pensando que en eso hemos evolucionado. Si el otro lo hace, parece que sigue estando bien. Lo normal hoy es, de hecho, lo que hace todo el mundo. La mayoría marca la norma. De forma que las normas han de plegarse a las mayorías y las minorías están destinadas a dar un paso atrás si no quieren morir por aplastamiento general. Ahí, entre las minorías, están los que quieren hacerlo bien.



Y aquí andamos, sobreviviendo. Esa palabra debería tener para nosotros un efecto renovado, relevante y reverente, de alerta, más estando tan reciente lo peor vivido hasta el momento dentro de la pandemia. Pero no es así. Nos fallan los sentidos y nos falla la estación de operaciones a donde llega la información recopilada por esos sentidos, que atiende de manera defectuosa a lo superficial en vez de a lo profundo, alterando lo que deberían ser las verdaderas prioridades de la gente de bien que creemos ser. Pero nos falla principalmente el corazón cuando minimizamos lo importante para darle vía libre a lo que nos dé adrenalina y sensación de libertad a cualquier precio. Somos más esclavos que nunca de nuestras propias necesidades creadas y de nuestro corazón entenebrecido. Hemos desaprovechado una (nueva) oportunidad en medio de esta crisis por coronavirus para aprender a hacer las cosas de manera diferente y nos tiene que pasar mucho más que esto que nos ha sobrevenido para que cambiemos. 



Me reitero en el pronóstico oscuro en el que me posicionaba hace unas semanas al respecto de si la humanidad maduraría frente a esto o no. Al corto de vista y de recuerdo, con escasa capacidad de aprendizaje y nula sabiduría, la Biblia le llama necio. En algunas traducciones más actuales, directamente se le llama tonto. 




  • No solo dice en su corazón “No hay Dios” (Salmo 53:1), 

  • sino que cree que lo que hace está bien y no escucha el consejo de nadie (Proverbios 12:15). 

  • Defiende su postura desde la agresividad, porque la razón y la legitimidad le han abandonado (Proverbios 12:16) 

  • y su diversión está en hacer necedades (Proverbios 10:23). 

  • Sin embargo no suele querer ver que su final viene asociado a su mucha necedad y que él mismo prepara el camino de su destrucción (Proverbios 5:23).



Hoy cierro esta reflexión con palabras más directas aún de parte del propio Salomón, que son más relevantes que nunca para nosotros en estos días que vivimos: 



“¿Hasta cuándo, oh simples, amaréis la simpleza, y los burladores se deleitarán en hacer burla, y los necios aborrecerán el conocimiento?” (Proverbios 1:22).



Ciertamente, es como para hacernos pensar...


 

 


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