Mucha gente que nunca se planteó que hubiera un Dios siquiera, no solo lo valoran porque sienten alguna necesidad en medio del caos, sino que por primera vez están alzando su vista al cielo.
Todo ha cambiado de unas semanas aquí en nuestras vidas. Uno de los aspectos que más llama la atención del coronavirus es que es difícilmente predecible y sobre cada persona actúa de formas absolutamente diferentes. También sucede esto mismo en nuestra faceta espiritual, seamos o no cristianos, como reflexionamos a continuación. Y se están produciendo con ello cambios a nivel más o menos sutil, más o menos evidente, que van a marcar el devenir de los acontecimientos que tenemos cada cual de nosotros por delante. Cuando nuestra espiritualidad da “positivo” en coronavirus, esto puede llevarnos a sintomatología de muerte y también, en ocasiones, de vida en mayúsculas.
Mucha gente que nunca se planteó que hubiera un Dios siquiera, no solo lo valoran porque sienten alguna necesidad en medio del caos, sino que por primera vez están alzando su vista al cielo, o se están poniendo de rodillas para iniciar una plegaria, aunque solo sea “por si acaso”. Unos, quizás, de forma sincera. Otros, porque se acuerdan de Santa Bárbara cuando truena, como dice el refrán. Solo Dios lo sabe y no es cosa nuestra juzgarlo. Pero piden, en cualquier caso, porque saben que solos no pueden y eso es un gran cambio para el autosuficiente ser humano del siglo XXI en el primer mundo. Es más, incluso saben que no tienen mucho “derecho” a acercarse a alguien a quien han ignorado sistemáticamente desde siempre, y hasta piden perdón de forma general, como en un intento de tocar una aldaba o llamar con los nudillos a la puerta antes de entrar a una casa. Dos cambios interesantes: reconocer la necesidad y acercarse con cierta prudencia.
La opción de litigar con la divinidad en medio de esto es otra alternativa para muchos. Lo hacen personas que muchas veces pasan de Dios olímpicamente el resto del tiempo pero que, cuando se ponen las cosas feas, le echan en cara su ausencia, ser “ajeno, distante, y abandonarnos a nuestra suerte”. A veces lo hacen otros que no le ignoraron mientras la cosa fue bien, pero que se decepcionan de este Dios que no ven aparentemente y que permite ciertas cosas como lo que estamos viviendo. Esta alternativa también es una que se aviva en estos días. Ellos no piden clemencia porque no tienen nada de qué arrepentirse, ni piensan en que cualquier clase de perdón deba alcanzarles. Sí piden (o exigen más bien) lo que creen que debe suceder. El agradecimiento está fuera de su panorama visual y de su corazón, en cualquier caso, y Dios es una especie de esclavo o títere al que se le ordenan cosas esperando que las haga o que, al menos, se digne a responder. Su cambio, entonces, consiste en pasar de la indiferencia absoluta a la exigencia más descarnada.
Los que prefieren no ver nada trascendente en medio de todo esto, quizá se están reafirmando, aunque no todos, en su negación de cualquier realidad más allá o que se relacione con la posibilidad un Dios (y mucho menos con un Dios que dice amarnos, como el del cristianismo). Se enardecen los debates sobre ateísmo en tiempos así, por ejemplo en las redes, lo cual siempre me ha llamado la atención. Si Dios es inexistente, ¿por qué se le dedica tanto tiempo, y más en medio de una pandemia?¿No es una contradicción? Si alguien no existe y, por tanto, no importa a nadie, ¿a qué tanto debate y beligerancia? Cuando una creencia se comparte a otros bajo la intención de compartir salvación, se entiende, como en el caso de los cristianos, que quieran convencer a otros. Pero, ¿qué sacan los que no creen de que los demás tampoco lo hagan? Nunca antes se había conocido un ateísmo tan proselitista como en los últimos años, creo. Su cambio tiene que ver con intensificar su posición anti-Dios. En un sentido, es el cambio más anodino y conservador de todos, porque tiene que ver con el “más de lo mismo”. Pero es un cambio, al fin y al cabo.
Algunos, por el contrario, tendrán la oportunidad de encontrarse, en medio de esta pandemia, con un Dios que ni siquiera sabían que existía. No tendrá nada que ver con el Dios que les había contado la religión. Ese Jesús al que quizá estén descubriendo en estos días se les habrá presentado de manera cercana y certera, pero también transformadora, porque Él no deja ningún corazón intacto a su paso cuando hay disponibilidad y deseo de conocerle. En esos casos, incluso en medio del caos por coronavirus, en las más oscuras circunstancias, estaremos presenciando el mayor milagro de todos: el del paso de personas de muerte espiritual a vida eterna más allá de estas fronteras nuestras.
Otros, creyentes en Cristo de tiempo atrás, que quizá han olvidado aquel encuentro personal con Jesús que les cambió la vida, pero que no se ocuparon demasiado en crecer en la fe, sino que fueron viviendo de rentas, optan por irse desmarcando de ese evangelio victorioso del que hablaban a todas horas. Vivieron sin profundizar en la palabra, sin una buena teología del dolor, sin haberse preparado para el día malo que pasamos y hoy, desde un “no entender nada” han entrado en un estado profundo de decepción con Dios. El problema no era de concepto de victoria del que hablaban, porque efectivamente, por vida o por muerte, somos más que victoriosos en Cristo Jesús, pero aquello no significa lo que habían imaginado. Solo contemplaban la opción “en vida y si todo va bien”. Y como este, otros muchos principios que repetimos los cristianos como mantras sin entender lo que verdaderamente significan (sin ir más lejos, el famoso “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” de Pablo a los Filipenses). Su cambio es que pasan de la euforia al desencanto, dejando muchos cadáveres espirituales por el camino, por el mal testimonio que eso trae al mundo que no nos escucha, pero nos observa de cerca. Cuando no somos serios con nuestra fe, no es nuestro nombre el que queda comprometido. Es el de Dios mismo. Si fueron de nosotros o nunca lo fueron, de nuevo, no es algo que hayamos de juzgar. Solo el Señor lo sabe. Pero esta situación está visibilizando algunos aspectos muy interesantes de nosotros que desconocíamos. Para el Señor eran del todo manifiestos. Para nosotros, un misterio que recién estamos presenciando.
Otra cantidad de estos que creemos en el Dios de la Biblia y que nos llamamos cristianos, estamos redescubriendo a nuestro Dios de una forma diferente en esta crisis. No sin dificultad, evidentemente, viendo cómo nuestro ánimo decae a ratos, y a otros observando cómo el Señor nos rescata de nosotros mismos, de nuestras dudas y de nuestras torpezas. Como nunca antes estamos pudiendo decir “De oídas te había oído, mas ahora mis ojos te ven”. Ese es nuestro cambio, pero hemos de recordarnos que hemos de mirar que no caigamos, porque nunca somos tan débiles como cuando nos sentimos fuertes. Es en nuestra debilidad, por el contrario, que Su fuerza se hace más patente y nos permite descansar.
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