Pocas culturas han exaltado tanto el conocimiento y la razón como la griega.
La letra mata. Y escuché en otra ocasión que la buena letra también mata. Realmente, no hay nada nuevo bajo el sol. El día que Adán y Eva quisieron tomar del fruto del árbol del bien y del mal, de ese árbol del conocimiento, se dieron cuenta no solo de cuánto no sabían sino también de cuán poco podía ese conocimiento satisfacer su verdadera necesidad: una genuina relación con Dios.
Pocas culturas han exaltado tanto el conocimiento y la razón como la griega. Occidente, en general, y Europa, en particular, le deben a Homero, Hesíodo, Sócrates, Platón y Aristóteles, entre otros muchos, este legado.
La antigua civilización griega (tercer milenio a. Cristo - S. VI d. de Cristo) creyó que el ser humano sería más libre, más autónomo y más auténtico cuanto más conociera la verdad, a la que solo podría acceder a través de la educación.
No puedo imaginar con cuánta alegría y liberación abrazaron el evangelio aquellos griegos que aceptaron por medio de la fe el sencillo mensaje de Jesús: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida". Así, sin más razonamientos que ese.
En general, los griegos no confiaban ni en un Dios ni en muchos. A pesar de que la sociedad era politeísta, desconfiaban de los dioses, pues estos podían jugar malas pasadas a los hombres. Así, pues, sería el hombre, el ser humano, quien debería ocupar el lugar principal, el centro de todo. La perfección no la representaba un dios, sino el mismo ser humano.
La herencia de ese racionalismo y antropocentrismo ha pervivido a lo largo de la historia de la humanidad. Por ejemplo, en Europa, se pasó del teocentrismo medieval al humanismo y antropocentrismo renacentista que partía del modelo heleno.
En España, podemos hablar de importantes humanistas cristianos como los hermanos Valdés, Juan y Alfonso, y también el célebre burgalés Francisco de Enzinas quien, además de discípulo de Felipe Melanchthon, acometió desde la casa de su maestro, en 1541, la primera traducción del Nuevo Testamento del griego al castellano.
Todos estos humanistas cristianos amaban a los autores clásicos con tanta pasión como para dedicar gran parte de su vida a traducirlos. Manejaban el griego y el latín como su lengua materna. Sin embargo, entendieron que tales conocimientos, por altos que fueran, no eran sino solo un vehículo, un instrumento a través del cual dar la gloria a Dios, por quien estuvieron también dispuestos a jugarse la vida. Sus intenciones no eran difundir solo conocimiento sino transmitir la vida y la esperanza de la Palabra a todo el pueblo.
Volviendo a la huella helena, ¿quién no ha escuchado alguna vez el "cogito ergo sum" de Descartes? "Pienso, luego soy", o también "pienso luego existo". El debate sobre el sentido de la existencia individual desde la razón se alargó también hasta el XVIII, la Ilustración, época en que se vuelve a mirar al pasado grecolatino con el fin de reflejarlo en todo tipo de arte, dando lugar al Neoclasicismo.
En la actualidad, el pensamiento, la filosofía y la cultura griega siguen muy presentes. La libertad de conciencia que se defiende hoy en día en Europa es un regalo de los griegos. Basta echar un vistazo alrededor del planeta para darse cuenta de cuáles son los países y culturas que no han recibido esto que nosotros damos por tan asentado en nuestra sociedad: que todos los individuos son igualmente libres para opinar, decidir y votar.
Al mismo tiempo, es griego también el deseo de potenciar la individualidad, sí, pero en beneficio de la comunidad. Será la polis, la ciudad, el lugar ideal en donde cada ciudadano vive en sociedad, intercambia opiniones y redacta leyes que después se compromete a cumplir. En definitiva, el ciudadano hace política y gobierna, de ahí la democracia, el gobierno de todo el pueblo, es decir, el conjunto de individuos que viven en comunidad. El individuo será más autónomo cuántas más leyes tenga que beneficien a la vida comunitaria.
Por último, no podemos entender la cultura griega sin esa búsqueda constante del bien, de lo bello y, en definitiva, de la verdad. Así, el ser humano, máximo exponente en el que se debe concretar todo, es siempre representado en la escultura desde la perfección estética.
No puedo evitar dar el salto a nuestros días y comparar aquella búsqueda de perfección con el afán que existe en la actualidad con el culto al cuerpo, por ejemplo. O también, la exaltación de la razón a través de la cual, cada vez más, la fe va quedando relegada, pareciera, a una especie sectaria de locura.
El sabio Salomón advierte en Eclesiastés que "el mucho estudio es fatiga de la carne"; quizá por eso concluye su libro advirtiéndonos que "el fin de todo discurso es este: teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque esto es el todo del hombre". Al fin y al cabo, más allá de la razón, sin fe es imposible agradar a Dios.
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