Empezamos a ser conscientes de algunos elementos de luz que reconocemos como buenos y que producen en nosotros los mejores afectos.
El tema que quiero abordar hoy asumo que es, como poco, polémico. Más aún ahora que todavía estamos en medio de toda la miseria y devastación que está trayendo consigo la crisis que atravesamos por el COVID-19. Porque como muchos habrán intuido del propio título, pienso en los claroscuros que la situación trae y traerá consigo y eso no es fácil de explicar sin herir sensibilidades. Por una parte, odiamos esta situación con todas nuestras fuerzas. Por otra, aunque tímidamente, empezamos a ser conscientes de algunos elementos de luz en medio de todo ello, elementos que reconocemos como buenos y que producen en nosotros los mejores afectos, pero que han de mencionarse con mucho cuidado, porque el asunto es altamente sensible. Procedo con el mayor cuidado, pues y espero no equivocarme.
Toda presencia de una sombra requiere, a su vez, una luz. Es un principio físico fundamental que a menudo se nos pasa desapercibido. Sucede que se nos escapa, sobre todo, cuando estamos demasiado rodeados de oscuridad por una gran sombra. Ya saben, todas no son iguales, y esta es muy, muy grande. En esos casos, el propio miedo y lo que vemos de forma inmediata se apoderan de nosotros y nos hablan en el lenguaje del pánico: “no hay salida, no hay nada bueno en medio de la sombra o la oscuridad”.
Sin embargo, algo sucede en nosotros en medio de esa tiniebla. Nuestros ojos se acomodan, nuestra creatividad empieza a funcionar, entresacamos lo precioso de lo vil y nos hacemos mucho más sensibles a cualquier rayo de luz o esperanza. Eso, siempre que uno funcione como debe, claro (porque, si nos “encabezonamos” en no querer ver, no veremos). El cansancio, el tedio, la desesperación parecen invadirlo todo en el tiempo oscuro, pero no son el final y hasta a esto nos acostumbramos pasado un tiempo prudente. Mientras estamos en sombra, creámoslo o no, somos cambiados y ese cambio, aunque doloroso, resulta vital muchas veces para la supervivencia. Paradojas de la vida que no dejan de ser ciertas por el hecho de que cueste comprenderlas.
Solo quien ha estado a oscuras puede verdaderamente percibir la luz. Y se aprecia mejor cuando se echa de menos. Es lo que nos gustaría que pasara con todo esto: que las tinieblas que nos rodean nos ayudaran, en alguna medida al menos, a valorar de manera diferente toda la luz que suele estar cerca y que, sin embargo, apreciamos tan poco. Llámese “luz” de manera genérica a todo lo que normalmente nos acompaña y no sabemos valorar: tiempo, nuestras casas y familia, naturaleza, espacios comunes, libertades, salud, relaciones personales, trabajos y excesos económicos... y pensemos si, en medio de toda la miseria que vivimos ahora, podemos reconocer que a estas cosas, en demasiadas ocasiones, no les hacemos ni el más mínimo caso. En general, nos sobra todo, venimos de vuelta, parece. Es más, maltratamos todas ellas a todas horas, dándolas por sentadas, como si pudieran adquirirse con facilidad en la tienda de cualquier esquina. Hoy, tímidamente parece, empezamos a comprender que no es así, aunque nuestra memoria es corta, así que no lancemos las campanas al vuelo, porque la cordura durará poco.
Descubro en estos días, desde la ventana que me proporciona la consulta de psicología, la inimaginable maravilla de la vida que se abre paso en medio del dolor, incluso en medio de la pérdida de seres queridos, inmersos en la incertidumbre y la profunda duda que crea tener familiares o amigos en jaque, algunos entre la vida y la muerte. Y este es el punto más sensible, del que no me atrevería a hablar ahora si no fuera porque no hablo en vacío, sino que describo lo que tengo la oportunidad y el privilegio de ver de cerca, estupefacta por la sorpresa de esa luz que se abre paso imparable. De entre todas esas ruinas y cascotes, la esperanza irrumpe donde parece no haber ninguna, porque como decíamos, toda sombra implica una luz y esa luz aparece más brillante que nunca en medio del dolor. Perder cosas y personas, personas y cosas, nos está enseñando a valorar diferente las unas y las otras. Se reflexiona, por fin, lo que en vida de algunos no se reflexionó. Se crece lo que, apoyados indebidamente sobre garantías etéreas e inexistentes, no podía crecerse antes. Se descubren fortalezas y paz incomprensibles en medio de la consideración de que la vida es compleja y frágil, pero merece la pena vivirla y hacerlo generosamente, sobre todo cuando se mira al sitio correcto.
Al hablar de intensidad de vida, la tendencia general sería hacerlo desde la perspectiva hedonista en la que nos hemos instalado en los últimos años como sociedad del primer mundo. De hecho, eso y solo eso, es lo que muchas personas están echando de menos en el encierro. Los que echan de menos prácticamente la fiesta y los bares, apelan a su constante aburrimiento como el drama mayor de estos días y siguen buscando la trampa a la ley para saltarse los límites de la cuarentena, esos no cambiarán. De ellos no se puede pedir más porque de donde no hay, no se puede sacar. Alguno de este tipo, en medio de la más profunda necedad, y más allá de echar de menos cierta normalidad, me decía hace algunas jornadas que esto “ni le iba, ni le venía, sino que simplemente no tenía que ver con él”. Del egoísta, ciertamente, tampoco espero nada. Pero descubro que, cuando incluso desde esos puntos de partida tan poco “aprovechables” el dolor y la ruptura se abren paso sin cuartel, en ocasiones y no pocas, algo pasa dentro: la naturaleza de la persona cambia y se dispone a abrir los ojos para contemplar una realidad que, desde el exceso de luz, le resultaba paradójicamente velada. Era necesario un mazazo.
En este momento, desde donde escribo, contemplo cómo la naturaleza se abre paso, ahora que nosotros los humanos hemos tenido que replegarnos. Pienso en el camino de no retorno que hemos emprendido hace unas semanas y aunque, como todos, puedo añorar ciertos aspectos de la normalidad, me intento hacer a la idea de que a lo mejor que podremos aspirar será a una nueva normalidad que vendrá con nuevos claroscuros. No lo digo como algo negativo, sino más bien como algo que creo beneficioso, porque aunque el cambio nos aterra, Dios trabaja en medio del cambio de una forma espectacular y relevante. Él no cambia, pero usa el cambio y nos recoloca.
Hay bendición de Él detrás de cada momento oscuro. Esto me recuerdo en estos días. La hay incluso cuando lo que afea la escena es la enfermedad y la muerte. No se me malentienda: nada borra la huella de devastación que todo esto está dejando en los corazones, vidas y familias de muchos afectados. Pero en medio de toda esa sombra, aparece como pocas veces antes la luz de la solidaridad, de la cercanía de los que verdaderamente son como hermanos para uno. A través de los que lloran con nosotros, Dios se hace palpable y visible de una forma extraordinariamente sobrenatural si tenemos la disposición a ser sensibles a Su misericordia. Por que Él está con nosotros en medio de los que nos ayudan (Salmo 118:7). El desierto es extenso, la sequedad es mucha, pero la promesa de agua viva en el interior se hace más y más obvia cuanto más profunda es la sed y más vasta la necesidad y su voz es como el silbo apacible que necesitamos que nos musite al oído.
Por gracia natural, incluso quienes no tienen a Cristo pueden entrever en las rendijas que deja todo este dolor algo de bueno. Poder verlo sin vendajes es el regalo, sin embargo, de quienes podemos mirar la vida con los nuevos ojos que nos han sido dados. ¿Puedes verlo? ¿Puedo verlo yo? Por los ojos de la fe vemos la bondad de Dios en todo esto, por Su gracia nos recordamos que para los que le amamos, todas las cosas nos ayudan a bien. ¿Es esto una realidad para nosotros ahora? ¿Lo creemos en medio del dolor? Sabemos que el que ama nuestras almas no nos desampara en el día malo, y que el Dios de los cielos no se ha desentendido de nosotros. Nos conoce por nombre, nos dice “Mío eres tú, daré naciones por tu vida”. Así que, dicho “a las bravas”, entonces, no me alegro del “cómo”, claro está, pero en un cierto sentido, me alegraré del “qué” y amaré la fuente de la que procede, que no es el COVID-19, sino el Señor mismo, si llegamos a ser suficientemente sabios como para aprender a gestionarlo desde la perspectiva correcta. No solo después, cuando esto pase, sino desde este mismo momento, aquí y ahora, cuando la oscuridad es patente.
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