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El compromiso de Jesús

Nos hizo sus amigos. Para que tuviéramos su identidad, para ser como Él.

MUY PERSONAL AUTOR 8/Jacqueline_Alencar 12 DE ABRIL DE 2020 20:00 h

Introduzcámonos en el pasaje que relata el momento en que, después de ser arrestado, Jesús es llevado al sumo sacerdote, donde también se reunieron los principales sacerdotes, los ancianos y los escribas. Y vemos que Pedro estaba allí mientras los sacerdotes y todo el concilio buscaban testimonio contra Él, para entregarle a muerte. Podían haber decidido quitarle la libertad, negarle disfrutar de la bella luz del sol, de los atardeceres, de los lirios del campo, pero ellos querían la pena capital. Y Pedro estaba ahí. Y muchos dieron falso testimonio contra Él. Seguro que entre esos había de aquellos que le seguían en medio de las multitudes, cuando estaba de moda por las aldeas de Galilea. ¿Cuántos se habrían alimentado con el milagro de los panes y de los peces? 



Dice en Marcos 14.60-61a: “Entonces el Sumo sacerdote, levantándose en medio, preguntó a Jesús diciendo: ¿No respondes nada? ¿Qué testifican estos contra ti? Mas Él callaba y nada respondía”.



Más adelante, Pedro, quien se encontraba en el patio, ante la pregunta de si él era uno de los que andaban con Jesús, lo niega tajantemente. ¿Recordaría Pedro cuando Jesús habló acerca de que “nadie muestra más amor que quien da la vida por los amigos” (Jn. 15.13)? Incluso comienza a maldecir y a jurar que no le conocía. Y era Pedro el que de seguro le amaba. Menos mal que Jesús había descendido a nuestra realidad para sentir como uno de nosotros, aunque sin pecado. Él era perfecto, pero no miraba con aires de superioridad a los más débiles; entendía, aunque también era contundente en sus postulados, lo demostró cuando dio la vida por los enemigos, transformándolos en amigos. Nos hizo sus amigos. Para que tuviéramos su identidad, para ser como Él. ¡Ay, qué difícil!



Jesús pudo librarse de todo esa ignominia; de ser objeto de burlas e insultos. Pero él tenía una misión encomendada por el Padre y quería terminarla y poder decir: “He acabado la obra que me diste que hiciese”. Su Padre había amado de tal manera al mundo que lo entregaba a Él para que pagara el precio de nuestro rescate. Su amor pudo más al ver nuestra miseria, apresados por las cadenas de la esclavitud. Y no titubeó ante el mandato, dio la cara sin pedir nada a cambio. Nos respaldó, era nuestra garantía y vía libre para entrar en el Lugar Santísimo, por el camino nuevo y vivo que Él nos abrió a través de su carne. 



Más tarde, ante Pilato, callaba. Ya se vislumbraba el final tortuoso, pero aun en soledad siguió adelante. Estaba dando la cara por nosotros. Entendía que los que le seguían tuvieran temor, pánico ante la autoridad terrenal; tal vez les asustaba perder sus trabajos, a sus hijos, pues no era fácil la vida bajo el yugo romano. Entendía nuestras miserias.



Su amor era tan grande, sufrido, dispuesto a soportarlo todo. Él sabía que le esperaba la gloria y eso era más que la finitud del esplendor de este mundo. 



Ahora, yo me pregunto, si aun siendo gratis nuestra salvación, tenemos un compromiso ineludible como dice el apóstol Pablo en Romanos 12.1, “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional”.  Significa entrega total a Dios; y si esto es verdad, significa que debo encajar la otra pieza del puzzle: amar a mi prójimo como a mí mismo. Debo estar trabajando para alcanzar la estatura de Cristo. Ya lo dijo Él, “Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor” (Jn. 14.9). Nos hizo sus amigos, pero la amistad exige acción. Cristo pagó el rescate para liberarnos del viejo hombre, es decir, dejamos algo, para comprometernos con algo. Y ello implica llevar un estilo de vida de acuerdo a Su modelo dejado para nosotros. Tenemos el compromiso de ser luz en el mundo, en la sociedad en la que estamos insertos, y todos deben ver que somos una comunidad en la que las personas viven juntos en armonía y bajo unos parámetros éticos y morales. Y eso implica un compromiso como el de Cristo.



Tenemos su palabra que responde a cada uno de nuestros pasos, y arraigados a ella podemos ser transformados y a la vez lograr que otros lo sean también, viendo su reflejo en nosotros. Y es esta palabra la que nos dice que el amor no hace mal al prójimo y que el cumplimiento de la ley es el amor. Entonces debería apoderarse de nosotros la compasión. Solo así es posible ver cada rostro humano como parte del multiforme rostro de Dios, lo cual requiere un proceso paulatino, a medida que vamos prosiguiendo hacia la meta ansiada desde que abrimos la puerta de nuestro corazón a Jesús.  Vemos el rostro de Dios en los colectivos marginados, en los parados, los trabajadores que están en situación de ERTE, los enfermos de estos días, las familias que lloran a sus muertos, los que luchan en primera fila de esta guerra contra un enemigo invisible, los niños huérfanos o en situación de desamparo; los presos, las minorías… 



Cuesta. Pero es como una convulsión cuando en esa palabra encontramos algo que refleja de esa forma de ser de Cristo. Y es que no solo le importaba el mensaje que exponía, sino que le importaban los seres humanos que recibían ese mensaje. Y es ahí donde entendemos su compromiso de, más tarde, dar la propia vida. Le importaba lo que les iba a pasar luego de su partida, por eso ya antes les había dicho que no se quedarían solos, sino que les iba a mandar un compañero para que pudieran correr hacia esa perfección, hacia esa madurez en Él. Y les dejaba su poder, porque quedaba trabajo por hacer, y no sería fácil. 



Dar la cara significa muchas veces perder todo lo alcanzado si las cosas no tienen final feliz. Siempre hay otro que tomará nuestro lugar cuando intentemos no atender el llamado, pues Dios cumple sus propósitos con o sin nosotros. Él pone y Él quita. Y es aquí donde se nos prueba si somos siervos fieles. Si estamos dispuestos a dar la cara por Sus planes aun en medio de gran tribulación.  



Es complicado, lo sabemos. Dar la cara por el árbol caído y no hacer leña de él. Interceder, pedir clemencia, comer con él, aunque eso signifique dañar nuestra reputación, perder privilegios, oportunidades; incluso amigos y afectos. Dar la cara y no avergonzarnos de hablar de nuestro Señor.



Todo para oír: “Yo fui aquel por quien diste la cara”, cuando llegue el día final: Yo fui aquel que sentaste en el mejor lugar, rompiendo todas las reglas del protocolo mundial… Aquel que pusiste en un lugar privilegiado a pesar de su sencillez, más bien andaba con andrajos y rebuscando en los contenedores repletos de derroche. Yo fui el que acompañabas cogido del brazo, exhibiéndote sin reparos. Yo fui el pequeño de carita triste abandonado, maltratado con el que compartiste tu hacienda para que tuviera Esperanza, más allá del arcoiris. 



Qué gozo el de Cristo cuando dice: “He acabado la obra que me diste que hiciese”. Pero no todo quedó ahí. Nos dejó instrucciones para llevar a la práctica su ejemplo. Para que diésemos continuidad a su misión hasta el final. Acabar la obra que nos encomendó. 



No es fácil seguir las pisadas del Maestro cuando nos deparamos con la realidad, pero su ejemplo nos anima a intentarlo. 



Un abrazo fraternal para Todos, celebrando que Él vive, y, por tanto, nosotros tenemos con Él vida en abundancia. ¡Y no estamos solos!


 

 


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