No hay gurú, ni sabio, ni gobernante poderoso que pueda superar la enseñanza que el Mesías nos transmitió.
No hay educación sin encuentro. Y tampoco suele haber desencuentros sin algo de falta de educación. Vivimos tiempos difíciles en los que no es fácil recibir un legado que valga para hoy, para mañana y para siempre. ¿Podemos transmitir a los que nos rodean algo que no pase de moda, que no caduque y sea útil en cualquier momento?
Todos necesitamos compartir algo valioso con nuestros seres queridos. Y cuando digo valioso, no me refiero a lo que el dinero puede comprar, sino a lo que va más allá de lo material. ¿Podemos dejar una herencia que no se agote nunca en manos de las personas que amamos? No me refiero a una gran joya. Tampoco a una propiedad.
La necesidad de dejar un legado es común a cuatro importantes culturas antiguas:
la hindú, la china, la egipcia y la hebrea. Aunque todas presentan claras diferencias, también tienen aspectos comunes: por ejemplo, la conciencia de que tienen un legado doctrinal que debe transmitirse a la siguiente generación. Ese conocimiento se valora como si fuera un tesoro y, en consecuencia, debe transmitirse fielmente a través de personas concretas que actúan en calidad de maestros.
En la antigua cultura hindú, el principal peso recae sobre el gurú, máximo responsable de engendrar en el discípulo un sentido de trascendencia que le permitirá adentrarse en el aprendizaje. El discípulo depende mucho de la acción de su maestro. Solo él puede nutrirle de un mantra que deberá repetir. Este aprendiz debe esforzarse, pero el peso principal de la enseñanza la sobrelleva una sola persona: el gurú. Desgraciadamente, no hay gurú ni mantra que nos pueda librar de nuestros mayores temores.
La antigua cultura china es más pragmática y menos idealista que la hindú. No persigue la espiritualidad, aunque su concepción religiosa es politeísta. El maestro no es el que enciende la mecha en el discípulo, como en el caso hindú. Es más bien el aprendiz quien debe desde su interior reclamar y exigir al maestro. Este a su vez, puede orientar e incluso dar una serie de reglas exteriores basadas en la paciencia, la meticulosidad y la cortesía. La antigua educación china entiende que el exterior se cambia desde el interior y, en este sentido, el maestro no deja de ser un agente externo condicionado por el deseo de aprendizaje y la voluntad de su aprendiz. Si este no dispone del equilibrio interior, ¿cómo logrará el exterior? Ni Confucio, ni su discípulo Mencio, ni siquiera Lao Tsé han podido compartir una enseñanza que vaya más allá de una concepción filosófica y religiosa nihilista que exalta la inacción.
Así que, todo el exagerado poder que la cultura hindú otorga a su gurú, la antigua china se lo entrega al discípulo, no al maestro.
La antigua cultura egipcia diversifica la transmisión de su legado doctrinal a través del faraón, el visir, el sacerdote y el escriba. Todos son representantes de algún tipo de poder, por lo tanto, la enseñanza se transmite desde una clase alta en la que el faraón es el máximo educador. Esta cultura fusionó lo trascendente con lo práctico. Toda su enseñanza, aun la que tiene que ver con el conocimiento científico (la astronomía, las matemáticas o la medicina) no queda al margen de lo religioso. Parece claro que ninguna de las seis dinastías egipcias logró dejar un legado imperecedero. Por el contrario, centraron su enseñanza en el culto a sus dioses, la música, la astrología, el cuidado del cuerpo y la escritura. Hemos encontrado faraones momificados que hablaron de la resurrección, pero sus cuerpos presentes indican lo contrario.
Más conocida, seguramente, nos resulte la antigua cultura hebrea. A diferencia de las otras tres, Dios mismo, el Dios de Israel, se erige como el Gran Maestro, aquel que dictamina cuál es el tesoro que debe transmitirse de generación en generación:
“Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es. Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas (Deuteronomio 6: 4-9)”.
Algo excepcional que distingue a la cultura hebrea del resto es que Dios mismo es quien acude al encuentro no solo de cada individuo sino también de la comunidad. Dios es el Gran Maestro que enseña a su pueblo por dónde ha de ir.
En el Antiguo Testamento, Dios se presenta como amigo de Abram y le comparte una bendición que afectará a toda la humanidad. No existe ninguna cultura, distinta de la hebrea, en la que un dios se revele de manera personal a un individuo para enseñarle el camino que ha de seguir no solo él sino todo un pueblo; y no solo un pueblo, sino toda la humanidad.
No hay ninguna cultura antigua, excepto la hebrea, en la que un dios acuda al encuentro del ser humano convirtiéndose también en humano. El Creador acude al encuentro de la criatura. El Gran Maestro divino se convierte en maestro humano, “con minúscula”, para enseñarnos lecciones eternas: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.
Jesús, el Hijo de Dios, el Verbo, se hizo carne y habitó entre nosotros. No hay gurú, ni sabio, ni gobernante poderoso que pueda superar la enseñanza que el Mesías nos transmitió. Tampoco hay maestro distinto de Jesús, que muriera por sus discípulos y después resucitara para dejarles el mayor de los legados, un mensaje lleno de esperanza: la vida eterna.
Él entregó voluntariamente su vida, murió en la cruz, y al tercer día resucitó. La tumba quedó vacía. Antes de partir, regresó una vez más al encuentro de los suyos, para que vieran su victoria y aceptaran el reto de vivir impartiendo una lección que no caduca: “id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15). Pero además, nos aseguró que no estaríamos solos.
Definitivamente, no. No existe un legado mayor que este. No hay una enseñanza que pueda superar en tiempo y en calidad la verdad del Evangelio, ni la fuerza y el poder de la Palabra de Dios: “mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho”.
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