El principio de la Sola Scriptura también ha llevado al protestantismo al ‘libre examen’ de la Escritura y ha provocado una falta de aprecio a la tradición.
La «Sola Scriptura» es una garantía de que nada que se halle en oposición a las enseñanzas de Cristo y de los apóstoles sea finalmente considerado un dogma por la Iglesia. En este sentido, considero esta «Sola» un principio útil y necesario para la fe cristiana.
Sin embargo, esta «Sola» es un arma de doble filo cuando no se entiende correctamente. Este principio ha llevado al protestantismo al ‘libre examen’ de la Escritura y ha provocado una falta de aprecio a la tradición, dando lugar a abundantes interpretaciones, diversas y, en ocasiones, contrarias, del Texto Sagrado. Este es un hecho innegable a partir de la Reforma Protestante. Con razón el reformador Samuel Werenfels dijo: “Hic liber est in quo quaerit sua dogmata quisque, invenit et pariter dogmata quisque sua” (“es este un libro en que cada uno busca sus dogmas y, de igual manera, encuentra sus propios dogmas”).
Esto, con demasiada frecuencia, dirige a los creyentes y a las denominaciones o instituciones religiosas a un choque frontal, pues todos tratamos de demostrar la legitimidad de nuestras interpretaciones personales. Es decir, unos individuos se enfrentarán a otros, y unas instituciones ‘lucharán’ con otras por defender ‘su’ verdad personal, aquella a la que han llegado de forma privada a través del libre examen’.
Finalmente, y de manera inevitable, esto lleva al principio de tolerancia, en el que reconociendo que nadie es infalible, debe tolerarse lo que cada uno confiese de la fe cristiana (en el modo en que su conciencia le exija). Tal principio, acompañado por el creciente relativismo de la posmodernidad, ha producido cristianos de ‘manga ancha’, que aceptan sin problema y, a menudo, con agrado, cualquier novedosa y atractiva interpretación del texto bíblico. Y, quien no acepte este principio de tolerancia, es automáticamente catalogado de intolerante, retrógrado o inculto. Me pregunto qué pensarían Jesús, los apóstoles y los primeros creyentes de esta práctica tan extendida en la actualidad, en relación con la fe cristiana y con el consejo de Dios que nos ha sido revelado.
Hoy, es común ver cómo las denominaciones históricas del protestantismo en España levantan feroces críticas contra el evangelicalismo y contra aquellas denominaciones con menos historia a sus espaldas. Es cierto que muchas de sus críticas –no todas– son legítimas y oportunas. Qué duda cabe que esta ‘manga ancha’ está dando lugar al surgimiento de incontables sectas pseudo-cristianas que, apartadas de esa fe histórica de la iglesia, ‘columna y baluarte de la verdad’, solo manchan el testimonio cristiano ante el mundo e interpretan a su antojo las Sagradas Escrituras. Pero, por otro lado, no les vendría nada mal a estas denominaciones históricas del protestantismo español hacer un autoexamen. Pues aquello que tanto critican podría convertirse en el cáncer que crezca dentro de ellas. La realidad actual de estas denominaciones históricas del protestantismo cada vez tiene menos que ver con sus orígenes, con su historia. Esa ‘manga ancha’ también se encuentra dentro de sus filas. Muchos de sus ministros han renunciado a las posiciones históricas de sus denominaciones y a las creencias evangélicas fundamentales e innegociables de la fe histórica. Se jactan de ello en virtud de una supuesta erudición de la que los demás, quienes pensamos diferente, por supuesto, carecemos. Son rápidos en denunciar los excesos y los desvaríos teológicos de algunas ‘iglesias’, como por ejemplo el falso evangelio de la prosperidad –y, ¡qué bien que lo hagan!–, pues tales enseñanzas atentan contra el fundamento de la fe cristiana, pero paradójicamente ‘tragan el camello’, pues se confiesan seguidores de aquellos teólogos que, apartándose de la fe histórica, negaban la autoridad de las Sagradas Escrituras, ponían en duda la veracidad histórica de los relatos neotestamentarios o que, directamente, negaban uno de los pilares fundamentales de la fe cristiana, a saber, la resurrección física y literal de Jesucristo en la historia. Si esa es la nueva erudición, ¡que Dios nos libre de ella! Pues, profesando ser sabios, se hicieron necios. Es probable, quizá, que hoy, en virtud de ese ‘libre examen’ de la Escritura y de ese principio de (falsa) tolerancia, llamemos ‘grandes teólogos’ a personas que, a luz de la enseñanza bíblica, no serían sino ‘anatema’.
Sigamos el consejo paulino: “Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema” (Gá 1, 18). Y aquí, todos los individuos, todas las denominaciones, debemos hacer autoexamen a la luz de Cristo y de la revelación escritural.
“No permitáis que nadie os atrape con filosofías huecas y disparates elocuentes, que nacen del pensamiento humano y de los poderes espirituales de este mundo y no de Cristo” (Col 2:8).
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