Tanto sufrimiento de tantos en tan corto espacio de tiempo nos deja perplejos, indefensos y con más preguntas que respuestas.
Dios mío, Dios mío ¿Por qué me has desamparado?... En tus manos encomiendo mi espíritu… Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados…”. (Mt. 27:46; Lc. 23:46; 2 Co. 5:19).
Es casi imposible recordar un momento de nuestra historia reciente en el que la enfermedad y la muerte no se nos hagan presentes con todo su dramatismo. Tanto sufrimiento de tantos en tan corto espacio de tiempo nos deja perplejos, indefensos y con más preguntas que respuestas. La condición humana se interroga por las causas últimas de esta tragedia: ¿Qué explicación tiene? ¿Dónde se encuentra su origen último? ¿Puede esta catástrofe encajar en nuestras reflexiones racionales? Si no es así, el siguiente paso en este itinerario de búsqueda, a menudo suele ser buscar y encontrar algún chivo expiatorio al que podamos hacer responsable de lo que ocurre.
¿Dónde está Dios? ¿Por qué permite esto? Si Dios es bueno y poderoso ¿No puede evitarlo? Si no puede, entonces habría que poner en duda su omnipotencia ¿No quiere evitarlo? Si no quiere, hay que poner en cuestión si se trata de un Dios de amor. Pero si puede y quiere ¿Por qué sigue existiendo tanto sufrimiento inasumible para los hombres y mujeres de este mundo?
En realidad, la lógica que utilizamos para plantear todas estas preguntas que nos inquietan, la necesitamos también para pensar acerca del Dios en el que creemos. Si él tuviera que intervenir en el universo cada vez que con nuestro quehacer rompemos la armonía de la creación provocando tanto dolor y sufrimiento, el Creador sería comparable a alguien sentado a los mandos de una gigantesca “video consola” rigiendo los movimientos, las decisiones y los destinos del mundo deshumanizando su propia obra original. Pero no lo hace así.
Dios se abstiene de estar interfiriendo continuamente en todo lo que sucede en la tierra, decidiendo no humillar a los soberbios, ni aplastar la injusticia1, ni manipular las consecuencias que se derivan del mal, y lo hace por razones para las que no tenemos la respuesta definitiva. Por eso, la fe nos ofrece la opción de seguir confiando en Dios en medio de las contradicciones y catástrofes de la historia, al mismo tiempo que aceptamos los límites de nuestra propia humanidad para explicar las cosas que suceden.
Jesús pronunció unas palabras cuyo significado puede ofrecernos un poco de luz para comprender el obrar de Dios:
Mt. 10:29-31 - “No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre. Pues aun vuestros cabellos están todos contados. Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos”.
[destacate]¿Dónde se encuentra Dios en medio de este sufrimiento? En la cruz obtenemos la respuesta[/destacate]Al leer este texto de inmediato introducimos el concepto de “la voluntad de Dios” ¿no es cierto? Sin embargo, eso no es exactamente lo que dice. Jesús habla de que Dios no deja que nada muera en su creación sin que él esté presente. Lo que aquí entra en juego es la presencia de Dios y no su voluntad. Curiosamente, estas palabras del Señor son pronunciadas en medio de graves advertencias a sus seguidores en cuanto a que los azotarán, arrestarán e incluso los matarán por causa de la proclamación del evangelio del reino (Mt. 10:16-25)2. Todo esto sucederá no porque Dios lo haya planificado así, sino porque forma parte del precio del discipulado en medio de un mundo incrédulo, injusto, perverso y violento. Lo que no les va a faltar jamás a los discípulos, pase lo que pase, es la presencia muchas veces silenciosa de Dios trayendo consuelo, fortaleza y esperanza, incluso aunque paguen el precio de perder la vida.
Volvamos a la pregunta del principio ¿Dónde se encuentra Dios en medio de todo este sufrimiento? ¿Podemos verle? ¿Nos es posible seguir creyendo que está ahí y sigue siendo un Dios de amor, justo, santo y misericordioso? En el drama del Calvario resonó una pregunta que ha recorrido tiempo y espacio hasta nuestros días y que, en momentos como estos, se nos hace más presente que nunca. Ante el grito de Jesús en la cruz: “Dios mío, Dios mío ¿Por qué me has desamparado?” ¿Dónde estaba Dios? La respuesta es ésta: “Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles a los hombres en cuenta sus pecados…”. (2 Co. 5:19)
El silencio de Dios junto a Cristo no es un callar de impotencia, ni de indiferencia, sino su decisión última de enfrentarse al pecado, al mal y a la injusticia desde el amor que hace posible la entrega de Jesús en la cruz por nosotros, por nuestros pecados y por nuestros sufrimientos. Por consiguiente, el Dios que se revela en la cruz no es un Dios que quiere el sufrimiento de los hombres, sino un Dios que es capaz de aceptarlo en si mismo para verlo erradicado para siempre de la existencia humana. Lo que da valor salvador a la cruz no es el sufrimiento, sino el amor de Dios que no se detiene ni siquiera ante él3. Si creemos esto, entonces podemos saber con toda certeza que no existe noche oscura, ni infierno de la existencia en el que Dios no se haga presente sufriendo con nosotros, llorando nuestras lágrimas y acompañándonos en el camino hasta el final.
Notas
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