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¿Por qué nos volvemos locos?

Constantemente estamos bajo el influjo de las circunstancias, expuestos al dolor y a que un cambio de ritmo nos tire al suelo de forma irreversible.

EL ESPEJO AUTOR 10/Lidia_Martin 15 DE MARZO DE 2020 15:05 h
Gente haciendo cola en un supermercado en respuesta a las medidas de prevención para controlar el coronavirus. / Twitter @martinfd78

En días como estos, en que la histeria colectiva parece hacerse con el control, uno se pregunta el por qué de cierto tipo de reacciones. El hombre y la mujer modernos parecen, en general, ajenos al bien y al mal, seres que funcionan en modo automático y que salen de su letargo exclusivamente para darse gusto al cuerpo y mirar su propio ombligo. Nada más les perturba, ni reconocen el vacío que les inunda. El placer y la auto-contemplación forman parte casi siempre del orden del día y todo lo que le suceda al de al lado nos suele traer bastante sin cuidado. Sin embargo, cuando algo se presenta como fuera de control, como estos días sucede de forma tan evidente, entonces el mismo ser al que parecía no afectarle nada, ni nadie, entra en pánico, se vuelve loco. La gran cuestión es... ¿cuando algo se presenta fuera de control? ¿De verdad? ¿Es que, acaso, algo estuvo alguna vez bajo nuestro control? 



Las nuevas generaciones de jóvenes ahora tienden cada vez más a no salir de la adolescencia. De hecho, ya desde muy pequeños aspiraron a serlo y por eso cada vez se entra antes en esa etapa convulsa y “privilegiada” a la vez del “quiero hacer lo que deseo y retrasar lo posible tener que tener responsabilidad por ello”. Y estamos en medio de una especie de fábrica de inmadurez que no para de producir. Pero esto no es solo cosa de los jóvenes, no vayamos a pensar. Muchos adultos, quizá una vez responsables y comprometidos, vuelven otra vez a las filas de esa adolescencia añorada y, aprovechando la coyuntura de una sociedad que lo único a lo que aspira es a estirar el bienestar y que se proyecta siempre hacia el próximo fin de semana, o las siguientes vacaciones, se afincan en esa etapa de inmadurez perpetua, deseando que nada pase y nada llegue. Así, la enfermedad, el dolor y la muerte siempre nos pillan desprevenidos, porque hemos decidido no prepararnos.



[destacate]Nuestra vida es más que el aquí y el ahora.[/destacate]Estancamiento. Ese es uno de los términos que, creo, nos viene describiendo a la perfección como sociedades occidentales en los últimos años. Híper-desarrollados en el ámbito de lo médico y lo tecnológico, pero más y más incapaces de enfrentar los avatares normales que se nos presentan en la vida. Créanme que, a la luz de lo que veo cada día, no lo hacemos mejor con los años. Vamos para atrás. El problema es que no queremos saberlo, ni nos enteramos, porque preferimos mirar hacia otro lado. Otro signo de inmadurez, en definitiva. Eso es propio de la edad infantil, pero no del adulto que se supone que somos.



Por eso, cuando pasan cosas como estas del coronavirus (o el Ébola, o la Gripe A en su momento, o las miles de crisis a las que nos tenemos que enfrentar como especie finita, que no tienen por qué ser solo enfermedades, sino un macetero que se nos caiga en la cabeza mientras caminamos) la gente se vuelve literalmente loca. De repente caen en la cuenta de que la vida no fluye de forma tan evidente como pensaban, pero lejos de reflexionar, se lanzan al supermercado. Y se enfrentan, pero de forma equivocada, con que no tienen el control. Nunca lo tuvieron, esa es la sorpresa. Pero pensaron que sí y eso era suficiente. Ahora, ante la evidencia de la amenaza, patalean, se entregan a la desesperación y se lanzan a la calle en un esfuerzo frenético por que nada les pille desprevenidos. De nuevo, alargar el espejismo, pero poco más.



Hace ya unas cuantas décadas que no nos gusta pensar en la enfermedad y en la muerte. Evidentemente, nunca fue el pasatiempo favorito del ser humano, pero hace unos años era, al menos, algo que se contemplaba en el escenario no tan futuro y, sobre todo, imparable. Nuestros abuelos y abuelas lo tenían claro, y nuestros padres también. Los hombres y mujeres del siglo XXI, sin embargo, viven en una especie de ilusión de invulnerabilidad y de inmortalidad que, cuando se viene abajo por escenarios como estos y otros, les hace entrar en el mayor de los agujeros negros, y se ven absorbidos por él... a menos que tomen las decisiones correctas. 



Quizá la principal diferencia respecto a otras crisis cotidianas es que el coronavirus se nos sale de los esquemas y, principalmente, que nos salpica a nosotros de forma directa. Eso es lo que nos duele principalmente, como buenos egoístas que somos. Es lo que nos brota de forma natural, incluso en el mejor de los casos. El único prójimo que conocemos somos nosotros mismos. Con excesiva frecuencia, los problemas simplemente son de otros y, por tanto, hacemos lo posible por legitimar nuestra indiferencia al mirar hacia otro lado. Eso sí, cuando algo nos ataca de frente y a la cara, o lo parece, para amenazar nuestra tranquilidad y calidad de vida, nuestro estado de bienestar que no es más que un estado de letargo ante la realidad de la fragilidad de la vida, nos saltan los plomos literalmente y, como consecuencia, asaltamos los supermercados. La información y la desinformación no ayudan. Pasan cosas todos los días. La diferencia es que no se nos cuenta a diario y al milímetro, generando en nosotros esa distorsión de la realidad por la que solo existe lo que nos pasa a nosotros. El coronavirus se sale de nuestra zona de comodidad y requiere soluciones nuevas que aún no han llegado. Como eso nos toca de cerca, dormimos con un ojo abierto y atentos a cualquier dato. Ahora sí. Sin embargo, el gran drama al que deberíamos enfrentarnos más pronto que tarde es que hemos distorsionado la historia de principio a fin y no solo en el tiempo reciente. La muerte (y no el coronavirus) nos toca a todos y en cualquier momento. Es lo único que podemos tener 100% claro desde que nacemos y hacia eso caminamos. 



De esto hemos vuelto a ser conscientes en nuestro contexto evangélico español esta semana con un escenario especialmente doloroso por la muerte, repentina e incomprensible humanamente, de una persona muy querida, Aida Pelegrín, de 40 años, esposa de Daniel Corral y madre de cuatro niños que se enfrentan ahora a un escenario de incertidumbre pero que puede ser vivido y lo es desde ya, desde la plena certidumbre de ser sostenidos por el Único que sí controla los acontecimientos. Ese es su testimonio y el que quiero hacer trascender. No tuve el gusto de tener relación personal con ella, pero tengo un recuerdo y relación entrañable con los Corral desde mi infancia a pesar de la distancia, y la tragedia en esta semana nos dejó a muchos cientos sin palabras. Nada auguraba, humanamente hablando, la muerte de alguien tan joven, ni el drama asociado a su muerte, no tanto por ella, que está mucho mejor, sino pensando en quienes quedan, que están peor, evidentemente, desde que ella no está. 



Incluso sin conocerla de cerca, sí la conocían mi marido y otros con los que estos días compartía ratos de recuerdos que escuchaba con atención.  Pero no solo por lo que ella representaba como mujer especial que era, sino por Aquel hacia donde apuntaba su vida. Siempre me conmueven los relatos humanos, especialmente cuando puedes ponerles rostro, nombres, apellidos... Soy consciente, aunque solo parcialmente, del drama al que se enfrenta la familia en estos momentos. Pero si algo me queda claro en medio de todo lo escuchado, es que Aida vivía su vida intensamente, sin anestesias de las que se llevan ahora, consciente de su fragilidad y de la realidad de su muerte, que podría llegar, como la nuestra, en cualquier momento, como ha quedado patente. Por eso tomó en vida las decisiones que tomó, para que sus reacciones no dependieran de la desesperación en el día malo que siempre llega, sino del Dios que controla las circunstancias de los que se van primero y también de los que se quedan. 



Cuando se vive la vida consciente de la enfermedad y de la muerte, no obsesionándose, pero tampoco evadiéndola para no pensar, y se toman decisiones de fe al respecto de cara a la eternidad que todos enfrentaremos, algo distinto se produce que va más allá de la comprensión. Ver testimonios de vida como estos te retan, te desafían y te apuntan directamente si no has tomado decisiones parecidas. También si ya lo has hecho. Una vida vivida a la luz de la conciencia de lo que somos produce una revolución del alma que nos dirige hacia el único lugar de donde proviene la esperanza: de arriba mismo, no como el que observa desde allí lo que sucede abajo sin que le toque de cerca, sino como el Dios que se hace hombre para sufrir lo que se padece aquí abajo en toda su extensión y profundidad, más aún que la nuestra, solo que venciendo al gran enemigo que es la muerte misma, venga de donde venga y en el formato que toque.



Recordar a quienes pelearon bien la buena batalla no carga el mérito sobre ellos, sino sobre Aquel en quien depositaron su confianza. Por eso no me da miedo hoy honrar a quienes el Señor usa para enseñarnos. Nada de eso le quita gloria al Único que la merece. Esta reflexión no pone el acento en Aida, entre otros muchos, aunque nos reta y desafía su ejemplo y nos invita a dar gracias por su vida. Es hacia el Señor mismo, a quien servía y amaba, al que se dirigen mis pensamientos al recordarla, tímidamente, a ella. Y no nos duelen prendas de llorar con los que lloran y por su pérdida misma, por bien que se encuentre ahora mismo, porque se la echará de menos y el vacío será inapelable. Es ahí, justo en ese llorar con los que lloran y reír con los que ríen, que nos acercamos más y más al Maestro y su forma de andar sobre este mundo nuestro, en el que tan difícil es encontrar algo de cordura y equilibrio, tanto en la risa como en el llanto.



Al hombre y la mujer del siglo XXI, aparentemente, no los contiene nadie. O eso viven creyendo. Se sienten invulnerables, infranqueables, dueños de su propio destino, capitanes de su propio barco. Pero algo tan pequeño como un virus puede tumbarnos, a la vista está. Y no estamos preparados para enfrentarlo sin tener en cuenta a Cristo. La amenaza sobre nuestra vida no se llama coronavirus, o al menos no se llama solo así. Constantemente estamos bajo el influjo de las circunstancias, expuestos al dolor y a que un cambio de ritmo nos tire al suelo de forma irreversible. A veces ni siquiera hace falta un elemento externo que nos bloquee la vida: basta que nuestro corazón deje de latir, o nuestros pulmones de respirar. La vida es breve, pero nosotros, modernos por demás, solo captamos de esa afirmación el carpe diem, que es lo que nos interesa. Sin embargo, nuestra vida es más que el aquí y el ahora.



[destacate]Una dependencia patente, una calma sensible, una espera confiada, es lo que impactará este tiempo de confusión.[/destacate] Los cristianos a veces no nos diferenciamos demasiado del resto en cuanto a esa expresión en latín, tristemente. Nuestro mensaje parece ser distinto en la apariencia, nos referenciamos a la eternidad constantemente, pero la manera en la que vivimos nuestras vidas a menudo se aleja del todo de ese corazón que realmente descansa en Dios. Y circulamos bulos por internet, como todo el mundo, y publicamos tonterías varias en las redes sociales, como todo el mundo, y nos lanzamos a prácticas que se parecen más al curanderismo o a la histeria colectiva que a cualquier otra cosa, como todo el mundo. Y eso es lo que le llega a quienes tenemos alrededor, que no nos oyen, por cierto, pero nos observan constantemente. Por eso no convence lo que decimos, porque los discursos y las acciones vacíos de contenido son pura cosmética, pero no la obra del Espíritu actuando en nosotros. 



En el otro extremo de nuestros muchos desequilibrios como cristianos, podemos caer en la trampa de querer transmitir tal sensación de invulnerabilidad frente a lo humano por tener a Cristo en nuestras vidas, que nos hacemos insensibles ante lo evidente: el dolor de la enfermedad, del sufrimiento y, llegado el momento, de la separación por la propia muerte. Ésta nos llega a todos sin excepción de formas más o menos antinaturales. Pero cuando tomamos esa actitud superior (aunque seguramente bienintencionada, lo cual nunca fue suficiente) parece que el asunto no va con nosotros y nos podemos mostrar hacia fuera desde alguna clase de superioridad moral que pretendemos que impacte por ser simplemente distinta. Creo honestamente, y a la luz del Jesús que veo en los evangelios, que Él no lo hubiera hecho. Si pensamos que lo que impacta es hacer ver que nos duele menos, creo que no hemos terminado de ver a Cristo en medio de su día a día, llorando con los que lloraban, riendo con los que reían.



Es en medio de todo esto, cuando es tan difícil hallar equilibrio para tomar las mejores decisiones, que la figura de Cristo se eleva, de nuevo, inigualable. Y nos deja perplejos por su sencillez y su profundidad: frágil por ser hombre, invencible por ser Dios, teniendo poder también sobre la muerte y la enfermedad. Un Jesús que lloraba ante la muerte de su amigo Lázaro, pero que no tenía prisa porque sabía que no llegaba tarde. Un Jesús roto ante el sufrimiento que le aguardaba en el Calvario, pero plenamente dispuesto a entregarse a la voluntad de su Padre celestial, del que era constantemente dependiente, aunque pidiendo que, si era posible, pasara de Él aquella copa de sufrimiento. Un Jesús reactivo ante la realidad de la muerte llegando en algunos casos de forma especialmente antinatural, como fue el caso de la hija de Jairo, corta en edad. Y su respuesta, clara y contundente, que no lo fue menos por aparentemente hacerse esperar: “No temas, cree solamente” (Marcos 5:36). Palabras de plena actualidad para el cristiano y el no cristiano hoy, porque a ninguno nos sobran.



Jesús, a diferencia nuestra, sabía cuán frágil es la naturaleza humana que decidió tomar, y por eso una y otra vez dependía de formas prácticas de Quien todo lo sustenta, incluso siendo Él mismo Dios. Quizá nos creemos demasiado fuertes... Cada cabello cuidado, cada pájaro alimentado, cada lirio majestuosamente vestido... cada circunstancia controlada y sostenida por el Dios del Universo, que no se ha desentendido de este mundo aunque el mundo se haya desmarcado de Él. Lo que impactará este tiempo difícil de confusión y desesperanza es una dependencia patente, una calma sensible, una espera confiada, una vida anclada en la realidad consciente de que nunca pudimos añadir un codo a nuestra estatura, ni empezaremos a hacerlo ahora, por mucho que nos volvamos locos. 



Es en estos momentos en los que se manifiesta de Quién (o de qué) dependemos. Y entonces dan absolutamente igual nuestras palabras, nuestros elaborados discursos de iglesia, porque lo que se observa son nuestros hechos y se nos sigue conociendo por nuestros frutos. Preocupación en dependencia constante, actividad sin frenesí para los asuntos del Reino, pero sin perder de vista que estamos en el mundo aunque no seamos de aquí, ni permaneceremos aquí por tanto tiempo como pensamos, porque estamos, como peregrinos, de paso. Acciones de compasión en medio de un mundo roto, un corazón movido y sensibilizado por el Evangelio y no endurecido para señalar. Estas y otras consignas que nos dirigen hacia el Único que da palabras de vida en medio del caos, ahora y siempre: Jesús mismo, hecho carne, habitando entre nosotros, primicias de la resurrección, Rey sobre todo y todos, enfermedad y muerte incluidas. 


 

 


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