Mi relación con César Vallejo viene de Jesús Aquino. Y mi relación con Jesús Aquino, viene de la Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos.
Mi relación con Jesús Cristo viene de mis padres. Mi relación con César Vallejo viene de Jesús Aquino. Y mi relación con Jesús Aquino, viene de la Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos. Mis padres, Vallejo y Aquino merecen todo mi aprecio y respeto. Cada uno en su tiempo y en sus formas, han significado algo para mi vida. La mía. La íntima. Esa que se vive en la singularidad del ser teniendo como único compañero e interlocutor al Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, que es también el Dios de mis padres, de Vallejo y de Aquino. Y mío.
Mis padres, como Vallejo y como Aquino, fueron gente sencilla. Estructuraron su familia al estilo antiguo: él trabajando en su taller de mueblería en el centro de la ciudad donde vivíamos; y mi madre encargada del hogar y de atender a sus tres hijos. No eran gente de mundo; eran gente de iglesia, de trabajo, de taller, de cocina y artesa, de lavar la ropa y de zurcir calcetines; de preparar una tizana al hijo resfriado y de poner una botella con agua caliente en la cama donde habrían de dormir sus muchachos aquellas frías noches de los inviernos del sur chileno.
Ambos ya emprendieron el viaje eterno. No regresarán aunque sí nos volveremos a encontrar un día más allá del sol.
Fueron mis padres quienes me formaron para que resultara como soy. Y aunque aún no me referiré a Vallejo ni a Aquino, me parezco mucho a ellos. Casi diría que bien podríamos formar una trilogía de gente humilde, trabajadora, quitada de bulla, preocupada de las necesidades de otros más que de las propias. Sensibles al dolor ajeno y sustentadores silenciosos del propio.
Para hablar de César Vallejo tengo que quitarme el sombrero. He estado leyendo algo de sus poemas, tanto los citados por Aquino en su libro como los que he buscado y encontrado en las redes sociales. Y leyendo acerca de él, ahora con más atención que como lo había hecho antes, siento cómo se desmorona en mí, la impresión que de alguna manera se había asentado en mi depósito mental de conceptos. Siempre había visto a Vallejo como un misántropo. Solo contra el mundo. Tropezando con gente con la que no tenía ninguna intención de relacionarse. Un hombre nacido para sufrir. Decepciones, abusos, fracasos, tristezas. Que me perdonen mis hermanos peruanos por lo que estoy diciendo. Pero estoy describiendo lo que para mí, ignorante de los valores éticos, cristianos y morales de un hombre digno del mayor respeto, había sido César Vallejo.
Ahora he descubierto, sin duda alguna mucho más tarde que ustedes, que César Vallejo fue un grito permanente y desesperado contra el dolor humano. Fue, a su modo, una especie de moderno buen samaritano. Ese que se detiene junto al camino para dar aliento al desanimado, para curar las heridas del asaltado, para sacrificar su propio bienestar en un intento de poner sobre su cabalgadura al herido, llevarlo a la posada donde habrían de cuidarlo no sin antes sacar de su propio bolsillo lo que aquella atención significaría.
César Vallejo fue una protesta andante contra las injusticias humanas. Y toda esa angustia que corroía su alma, la volcaba en su expresión física. Y en sus poemas. Cuánto sería su dolor cuando llegó a decir que había nacido el día en que Dios se había enfermado. Esta sola declaración del poeta nos lo revela como un alma terriblemente sufriente.
César Vallejo fue por el mundo buscando algo parecido a la felicidad. Y en no pocas ocasiones, en lugar de hallar alegría encontró dolor, angustia, muerte. Como cuando tropezó con la Guerra Civil Española. Fue tal su tristeza al ser testigo de lo que estaba ocurriendo en España, que no pudo resistir el impulso de escribir, parafraseando las palabras de Jesús en el Huerto de Getsemaní horas antes de su muerte, “España, aparta de mí este cáliz”. Un poema lamento.
“Niños del mundo, está la madre España con su vientre a cuestas; está nuestra madre con sus férulas, está madre y maestra, cruz y madera, porque os dio la altura vértigo y división y suma, niños; está con ella, padres procesales”.
Su amargura no fluía de un espíritu con signo negativo, sino de un espíritu con signo positivo pero incapaz de establecerse definitivamente en algún punto de su universo sufriente.
Para escribir un ensayo como el que salió de la pluma de Jesús Aquino, se requieren, a lo menos dos cosas: Una, identificación con la vida y obra del poeta. Y otra, una convicción profunda de la fe cristiana fundamentada en lo que fue el quehacer de JesusCristo mientras estuvo en la tierra. Y sigue siéndolo aun después de su ascensión. Insisto en este punto: nadie podría identificar con la propiedad con que Aquino identifica a Vallejo con Jesús, si no tiene una fe profunda tanto en uno como en el otro. Y una convicción inamovible del amor de Jesús por los pobres, los marginados, los sin voz.
Mucho se ha escrito sobre Vallejo; mucho se ha dicho de él. Muchas opiniones se han vertido sobre su carácter y su forma de ver la vida. Pocos, sin embargo, han hecho lo que Aquino hace en su ensayo: establecer un vínculo espiritual entre el poeta y el Salvador; entre Vallejo y Jesucristo. Y sobre la obra de aquél, subyace la obra de éste.
Para leer al Vallejo salido de la pluma de Aquino, hay que ponerse en el lugar del poeta. Conocer y entender su agonía existencial. Seguir, con un reverente recogimiento del espíritu los pasos que va dando a través de sus poemas. En un espíritu de permanente meditación. En un intento de desentrañar los valores espirituales que subyacen en cada línea, en cada pensamiento, en cada palabra. De la misma manera y con la misma actitud se debe leer a Jesucristo. Solo así se podrá penetrar en los profundos mensajes de ambos. Ellos tienen mucho que decir. Nosotros, tenemos mucho que aprender.
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