Incluso cuando acertamos acercándonos a la fuente correcta y procurando imitarle, desacertamos en la manera de hacerlo y reproducirlo.
Aprovechando que consideraba en semanas anteriores acerca de cómo, en el deseo de seguir a Jesús y sus pasos, no podemos perder de vista que jugamos “en ligas distintas”, que Él es Dios y nosotros solo humanos, he querido en esta ocasión darle un par de vueltas más a esa idea, no solo porque me parece sugerente, sino mucho más que esto, principalmente porque tiene grandes implicaciones para nuestra vida como cristianos y de cara a lo que trasladamos hacia fuera también.
Ser discípulo de Cristo, o seguidor de Jesús, no es una tarea fácil. Significa seguir sus pisadas, andar como Él anduvo.
Lo hemos elegido desde la convicción de que necesitamos un Salvador, pero principalmente ser salvo significa, no tanto un ticket de entrada al Cielo, que es como algunos parecen considerarlo, sino más bien entender claramente que necesitamos ser salvos de nosotros mismos y nuestras inclinaciones cada día y darle a nuestra vida un giro de 180 grados.
Un cambio de rumbo que nos lleve, quizás, en una dirección completamente opuesta a la que pensábamos inicialmente que tomaríamos, pero que sin embargo se alza frente a nosotros de una manera espectacular en ese nuevo itinerario que escogemos al seguir a Jesús.
Tenemos entrada al Cielo, perfecto, pero vamos de camino a la ciudad celestial y aún no hemos llegado. El camino es arduo y difícil.
En el proceso nos encontramos mil y una situaciones en las que se pone a prueba nuestra fe, no tanto para curtirnos -aunque vaya si lo hacen- sino para que nosotros mismos seamos capaces de valorar si realmente vivimos conforme a lo que decimos creer. Dios ya lo sabe, por cierto.
Lo supo incluso desde antes de la fundación del mundo, antes también de que Jesús entregara la vida por nosotros con nombres y apellidos.
Así que la confirmación o la decepción son más bien para nosotros; a Dios nadie le decepciona, porque nadie le pilla por sorpresa, ni se espera nada diferente de nosotros, porque Él lo sabe todo. Somos lo que somos, sin más, y tardamos bastante en descubrirnos en líneas generales.
Cuando en medio de todo eso procuramos vivir la vida que Él vivió y escogemos seguir sus pasos, lo hacemos de manera absolutamente parcial, pero no nos damos ni cuenta.
Es como si de alguna manera, quizá no voluntaria, pero muy evidente por otra parte, escogiéramos qué parte de su camino vamos a reproducir y cuál nos vamos a tomar un poco menos en serio.
Algunas partes de ese camino, creámonoslo ya, ni siquiera las vemos. No somos ni mínimamente conscientes de ellas, así que difícil lo tenemos para acertar. Algunos se fijan mucho en la santidad, pero quizá no prestan tanta atención al amor y la compasión con la que Jesús trataba a quienes le rodeaban.
Otros ponen el énfasis en su poder y en la forma en la que se enfrentaba al mal, pero no se fijan en cómo se oponía al mal en todas sus formas, incluso las religiosas, y no nos consideramos entre los malos de aquella película, porque para nosotros los malvados siempre son otros.
En otras ocasiones nos apasiona la caridad y misericordia de Jesús con las multitudes, pero quizá nos cuesta amar a quienes tenemos más próximos, como nuestra familia o quienes nos han hecho mal de forma particular.
Y así en un largo etcétera. Es en ese sentido en que, incluso cuando acertamos acercándonos a la fuente correcta y procurando imitarle, desacertamos en la manera de hacerlo y reproducirlo.
En el mejor de los casos, pues, incluso cuando podemos por pura gracia aproximarnos algo más al carácter de Jesús y vemos algo de Él reflejado en nosotros, estamos aún así a años luz de cualquier parecido razonable.
Incluso aunque hiciéramos las mismas cosas, con total seguridad nuestras motivaciones serían completamente diferentes. Haría aguas en nosotros nuestra actitud, aunque la conducta visible pudiera asemejarse a la que Él tuvo, como nos pasa en tantas ocasiones.
Nuestros pensamientos, por otro lado, no son sus pensamientos, es evidente. Y no sentimos las cosas como las sentía Él. Su sujeción al Padre era absolutamente incomprensible para nosotros, incluso entendiendo por qué lo hizo: ¿cómo, siendo Dios, y teniendo el Universo a sus pies, fue capaz de tener esa sumisión absoluta al Padre y se dejó hacer para que por sus heridas fuésemos nosotros curados? ¿Qué clase de amor es ese que, aún con todos nuestros esfuerzos y puesta en el asador toda nuestra capacidad, no somos ni seremos capaces de comprender jamás?
Si entendiéramos que prácticamente cada aproximación a Él es, no pura coincidencia, porque no creemos en ello, pero sí una obra incomprensible del Espíritu en nosotros, tendríamos algo más de temor al hacer, decir, pensar y reproducir ciertas cosas, incluso bajo el pretexto de que “estamos imitando al Maestro”.
Me explico:
Sus retiradas y apariciones no hubieran sido como fueron, si hubiéramos tenido que programarlas nosotros, o sus discípulos, sin ir más lejos. No hubiera habido, por ejemplo, espacio para los niños. O para las mujeres. O para los pecadores y apestados de su época. Él sabía cada tiempo, cada momento, cada necesidad... y conocía también la urgencia de cada golpe de efecto que recordaba a quienes le acompañaban, e incluso hoy a nosotros, que las cuestiones del Reino se mueven por una economía muy diferente a la nuestra.
Jesús podía llamar “Hipócritas” a los fariseos del momento (hoy habemos otros, por cierto, porque no nos hemos extinguido aún) y podía enfrentarse a un Pedro diciéndole “Apártate de mí, Satanás” al ser sus palabras más herramienta del infierno que del cielo pero, ¿podemos nosotros hacer esto mismo sin incluirnos a nosotros en primera persona en todo momento, para ser verdaderamente justos? Me temo que no...
Nosotros que juzgamos hacemos lo mismo. Esa es la realidad aplastante. Por eso, incluso en la imitación del Maestro a aparente rajatabla, hemos de recordarnos a menudo que eso no es posible porque nuestras naturalezas son diferentes.
Y que hay ciertas cosas a las que no se nos ha dado permiso, como juzgar, porque requerirían de una naturaleza que aún no disfrutamos en su absoluta plenitud. En el mejor de los casos discernimos algunos apuntes, pero del todo incompletos.
Así que el temor y el temblor son nuestros mejores compañeros en este camino nuestro como peregrinos. Somos una nueva creación y eso nos permite poder vislumbrar cosas que antes nos eran ocultas. Pero solemos olvidar con facilidad que aún estamos sujetos a este cuerpo de muerte y que demasiadas cosas quedan fuera de nuestros sentidos.
Ni intentando parecernos a Él, nos parecemos. Nuestros juicios son injustos. Nuestras palabras son necias. Nuestros intentos son incompletos. Nuestra comprensión, muy vaga.
Nuestra visión, demasiado corta. Nuestras expectativas, mayores que las que nos permite la realidad que vivimos y nos rodea, pero mucho más la que aún perdura en nosotros, muy a nuestro pesar.
Y así en un largo etcétera que nos lleva, una y otra vez, a la misma conclusión: que seguimos en “ligas diferentes” porque nunca hemos sido de la misma y que, ni siquiera acertando al intentar acercarnos, acertamos de verdad en cuanto a certeros. Efectivamente, más allá del trabalenguas, es tan difícil como parece.
¿Cuáles son nuestros autoengaños, incluso aquellos que nos son más ocultos? Probablemente los que nos hacen creer que nos estamos acercando, aunque sea un poquito, a la verdadera medida de su gloria. Alta es, no podemos comprenderla. Es inmensa, y no nos queda al alcance ni siquiera de nuestras mejores motivaciones.
Es vasta y tan amplia que no podemos abarcarla. Y profunda, con lo que en el mejor de los casos no podemos llegar a pasar de la superficie. Asumamos nuestra condición: Él es Dios, y yo soy hombre, o mujer, pero humano, al fin y al cabo.
Y ni siquiera el hecho de seguirle puedo o debo usarlo como parapeto o excusa para hacer las cosas como las hago. Con la mejor intención de imitarle y reproducir sus pisadas, a veces cometemos las mayores tropelías a golpe de Biblia. Porque lo hacemos apisonando a otros que no las hacen como yo las haría o, mejor aún, como creo que las haría Él.
Y sospecho, de verdad, que en aquel día en que estemos frente a Él, nos llevaremos sorpresas todos, porque ninguno estábamos en el pleno uso y posesión de la verdad, ni siquiera en los temas que tenemos tan meridianamente claros como el agua. ¡Cuánto más en todos aquellos que son polémicos, paradójicos y controversiales!
Aprendamos entonces de Él, que fue manso y humilde, que sirvió y amó por encima de todos los posibles debates teológicos que pudo haber tenido y no tuvo.
Y recordémonos, en medio de nuestros “santos combates”, que sólo Dios es verdaderamente santo y sabio por encima de todo y de todos. “Otra liga”, en definitiva.
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