La verdad nunca cambia, sin embargo, la ciencia, en su búsqueda de la verdad, está siempre cambiando.
La Biblia no es un libro de ciencia pero la información que aporta es verídica. Es evidente que nadie estudia la Biblia para construir un avión o una computadora. El lenguaje bíblico no es científico. Pero la Biblia no es enemiga de la ciencia y nunca habla mal de ella. Cuando Pablo le dice a Timoteo, por ejemplo, que evite los argumentos de la falsamente llamada ciencia, (Reina-Valera) no se refiere a lo que hoy entendemos por “ciencia”, sino al conocimiento (gnosis) que produce un falso intelectualismo. A perder el tiempo en discusiones teológicas o religiosas inútiles (1 Tim 6:20). Pablo estaba censurando a los gnósticos de su tiempo, no a la ciencia moderna.
La verdad nunca cambia, sin embargo, la ciencia, en su búsqueda de la verdad, está siempre cambiando. No hay nada más inútil que un libro de ciencia antiguo. Por ejemplo, los libros de genética o de biología que usábamos cuando yo estudiaba en la Universidad de Barcelona (a finales de los 70) están tan desfasados que hoy no sirven para nada (bueno, quizá para hacer historia de la ciencia). Y lo mismo pasa con los libros de informática, medicina, tecnología, electrónica, etc. Bebidas o medicamentos que pensábamos que eran buenos para la salud, ahora resulta que causan cáncer. Es evidente que las investigaciones científicas están continuamente descubriendo aspectos nuevos de la realidad y, por tanto, la ciencia cambia constantemente.
En cambio, si hubiéramos leído la Biblia hace mil años habríamos visto que decía exactamente lo mismo que dice hoy. De hecho, esto podemos comprobarlo al estudiar los manuscritos bíblicos de la antigüedad. La Escritura no afirma lo que la ciencia o el conocimiento humano de aquella época creía, como dicen algunos. Dios comprende todas las cosas mucho antes de que el hombre las descubra y sus reglas o leyes no cambian. Si la Biblia fuera un libro humano, no inspirado por Dios, cabría esperar que estuviera llena de datos científicos erróneos de aquellos tiempos. Pero no es así.
Hay múltiples detalles en las Escrituras que reflejan un misterioso conocimiento natural, muy superior al que se tenía generalmente en la época en que éstas fueron escritas. Cosas como, por ejemplo, que el aire pesa. En Job 28:25 -libro escrito unos dos milenios antes de Cristo- leemos que Dios dio peso al viento. Sin embargo, esta realidad física no se descubrió hasta el siglo XVII después de Cristo. Antes de esta fecha se pensaba que el aire no pesaba. Fue precisamente el físico y matemático, Evangelista Torricelli, -el inventor del barómetro de mercurio en 1643-, quien introdujo mercurio en un tubo cerrado, en el que previamente había hecho el vacío en su parte superior. Al colocar dicho tubo invertido sobre una cubeta abierta llena de mercurio, vio como éste ascendía por el tubo y dedujo que era el peso del aire atmosférico el que lo hacía subir. Ahora bien, ¿cómo pudo saber Job este fenómeno físico que no fue descubierto hasta miles de años después? ¿Quién se lo reveló?
Hoy sabemos, por la segunda ley de la termodinámica que fue definida en 1859 por el matemático alemán Rudolf Clasius, que los objetos materiales envejecen y tienden a desordenarse con el tiempo. Es lo que se conoce en física como entropía o grado de desorden. Las estrellas se apagan, el calor se disipa, los materiales envejecen, se mezclan y amalgaman. Solamente cuando se añade más energía a los sistemas se puede ganar de nuevo más orden. Pues bien, miles de años antes de que se descubriera esta ley termodinámica, el salmista escribió: “Desde el principio tú fundaste la tierra,
y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, mas tú permanecerás; y todos ellos como una vestidura se envejecerán; como un vestido los mudarás, y serán mudados” (Sal. 102:25-26). Mientras que el profeta Isaías escribió también: “Alzad a los cielos vuestros ojos, y mirad abajo a la tierra; porque los cielos serán deshechos como humo, y la tierra se envejecerá como ropa de vestir, y de la misma manera perecerán sus moradores; pero mi salvación será para siempre, mi justicia no perecerá” (Is. 51:6). ¿Cómo pudieron saber estos hombres de la antigüedad cosas que en su época no se conocían y que no se descubrieron por la ciencia hasta mucho tiempo después?
Lo mismo ocurrió con el ciclo del agua en la naturaleza (Ec. 1:7; Job 36:27), las corrientes oceánicas (Is. 43:16-17; Sal. 8:8), la clasificación en géneros y especies de los animales y plantas (Gn. 1:21), el misterioso vuelo de las aves con menor gasto energético (Is. 40:31), la composición química del cuerpo humano cuyos elementos están también presentes en el polvo de la tierra (Gn. 2:7), la sangre como fuente de vida (Lv. 17:11), las medidas sanitarias adelantadas a su tiempo cuando aún no se conocían los microbios. Como la cuarentena (Lv. 13:45-46; Nm. 19), esterilización (Lv. 6, 11, 12, 13 y 15), circuncisión (Gn. 17:12), lavamientos (Lv. 15:13), el uso de plantas medicinales (Ez. 47:12), medidas anti estrés (Fil. 4:6), el vino como terapia (1 Ti. 5:23; Lc. 10:34), el uso de alimentos peligros (Lv.), etc. La probabilidad de que estas nociones científicas ocurrieran por casualidad es tan insignificante que cae fuera de la razón humana. Se trata, más bien, de un conocimiento que permite pensar que detrás de los hombres y mujeres de la Biblia había una sabiduría singular que les reveló tales secretos. ¿De dónde procedía tal sabiduría? Muchos dicen que quizás fueron los extraterrestres, pero semejante respuesta sólo contribuye a alargar el problema porque, al ser éstos también seres naturales, habría que explicar su origen en otros mundos. Y, si ni siquiera conocemos el nuestro en la Tierra, ¿cómo explicar también el suyo? La respuesta más lógica es la que nos ofrece desde hace miles de años el libro del Génesis: Dios.
Profundicemos ahora en algunas de estas evidencias biológicas que sugieren la inspiración divina de la Biblia. Las Sagradas Escrituras están siendo menospreciadas e injuriadas en la actualidad por parte del llamado Nuevo ateísmo. Se dice que sólo se trata de una colección de mitos y leyendas antiguas inventadas por los hebreos y los primeros cristianos pero sin relevancia para el presente. Por desgracia, también algunos cristianos han empezado a dudar de la veracidad del A. T. y sólo reconocen la revelación del N. T. Sin embargo, tales críticas no hacen justicia a la originalidad y singularidad de la Palabra de Dios. La Biblia es un libro misterioso y único que, además de la revelación o el plan de Dios para el ser humano, contiene verdades que no fueron descubiertas por la ciencia hasta miles de años después de ser escritas. Veremos, en próximos artículos, algunas de tales evidencias biológicas y sanitarias, propuestas en la Biblia, que ponen de manifiesto la inteligencia sobrenatural que hay detrás de ellas.
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