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Egocentrismo y propósito

Bajo la queja de no tener propósito en nuestra vida, se esconde demasiadas veces un enfoque mucho más egoísta de lo que nos gusta reconocer.

EL ESPEJO AUTOR 10/Lidia_Martin 15 DE FEBRERO DE 2020 09:00 h
Foto de [link]Vlad Kutepov [/link] en Unsplash.

Uno de los elementos que está tras buena parte de los problemas depresivos y de ansiedad que la gente trae a consulta es la sensación -si no convicción- de falta de propósito en la vida. Dicho en sus palabras, “Creo que mi vida no vale para nada”, “No encuentro propósito en lo que hago”, “No sé a qué aspirar” y una infinidad de sentencias similares. Todos en algún momento, quizá, hemos podido sentir algo parecido en momentos oscuros de nuestra vida. Pero cuando una sensación como esta se arraiga fuerte dentro de nosotros, la cosa puede complicarse sobremanera.



No es en ese momento, sino mucho antes, en que hemos de ocuparnos en el asunto del propósito de vida. De hecho, deberíamos aprender desde niños (y en eso tenemos mucho que hacer y decir los padres) a vivir con esa visión de utilidad, propósito, destino... que tantas veces echamos en falta porque estamos subidos a una vorágine ya desde pequeños en que parece que nuestro sino en la vida es acumular, pagar facturas y mantenernos lo suficientemente distraídos como para no darnos mucha cuenta del tipo de existencia que estamos llevando.



[destacate]

Darse a los demás es también una forma de adoración.

[/destacate]Sin embargo, esa es la que estamos alimentando, pretendiendo que deje de ensanchar sus tentáculos cuando no dejamos de lanzarle comida. No vamos a menos en esta locura de sobrevivir sin vivir: vamos a más. Y por mucho que intentamos autoengañarnos y opacarnos esa realidad, algo dentro de nosotros se revuelve como diciendo a gritos “No me engañas, una vida así no merece la pena”. Efectivamente, así es, y por eso nuestras emociones, coherentemente con lo que perciben, reaccionan llamándonos a un cambio urgente que casi nunca interpretamos como tal. En esos casos nos peleamos con la tristeza o la ansiedad, nos pegamos con el mensajero, en cierta manera, pero posponemos lo que desde el principio el mensaje nos llamaba a hacer: detenernos, mirar con atención a nuestra vida y descubrir propósito donde no lo ha habido, quizá, durante mucho tiempo.



El gran drama en el que pensaba en estos días a colación de esta reflexión, sin embargo, es que cuando finalmente nos decidimos a hacer lo que hay que hacer y buscar propósito donde realmente se encuentre, nos equivocamos no solo en la forma de buscarlo, sino principalmente en el lugar hacia el que miramos. Vivimos en un mundo tan centrado en sí mismo y esa forma de hacer y vivir está tan enraizada en nosotros -también los cristianos- que no nos damos ni siquiera cuenta de que nos lleva la corriente. Y esa corriente, en un siglo y sociedad como los nuestros, nos lleva a buscar el propósito de vida en nosotros mismos y no fuera. Craso error.



El propósito de vida nunca puede ser solo un beneficio personal. Sería algo así como decir “¿Y qué saco yo con todo esto de la vida?”. Como forma de plantearlo, de por sí, resulta bastante sospechosa, pero es lo que albergamos muchas veces en el fondo de nosotros mismos cuando decimos “No tengo propósito en mi vida”. Es casi como el fenómeno que se produce a veces en nuestras casas al decirnos nuestros hijos “Pues no lo entiendo” cuando en realidad lo que quieren decirnos es “No me apetece obedecerte”. 



Bajo la queja de no tener propósito en nuestra vida, se esconde demasiadas veces un enfoque mucho más egoísta de lo que nos gusta reconocer. Y decimos “Mi vida no vale para nada” cuando en realidad lo que estamos diciendo es “Yo no saco nada de beneficio de mi propia vida”. Ahora bien, ¿no será que nos hemos hecho egoístas y que en este caso se manifiesta de forma flagrante? Porque cuando observamos a las personas que dicen tener propósito en la vida y viven conforme a tal, se produce un elemento diferencial: que sus vidas no suelen estar centradas en ellos mismos, sino en algo fuera de ellos.



Al hombre y la mujer posmodernos les cuesta ver más allá de ellos mismos, y prácticamente todo aquello que les trasciende o se toma como de menos valor e insignificante, o directamente se ignora. De hecho, sucede en dos planos: el horizontal vinculado a las relaciones interpersonales y el vertical, relacionado con las cuestiones de fe y la espiritualidad. En cualquiera de los dos casos hay que salirse de la zona de uno mismo para poder ver esto con claridad y no solo es que en este tiempo que vivimos nos cuesta, sino que directamente no queremos porque es molesto.



Las vidas de personas que están volcadas en otros no dejan demasiado espacio para depresiones y ansiedades. De hecho el cuidado de los demás, la vigilancia de sus necesidades y la puesta en marcha intencional de acciones para cubrirlas son antidepresivos naturales como pocos. Quizá por eso estos son males del primer mundo, principalmente y no se dan tanto en otros lugares en que las necesidades primarias se imponen sobre las que tienen que ver con la satisfacción personal, que no es para nada un elemento de supervivencia. 



En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor (1ª Juan 4:18), por otro lado. Y una de las razones por las que esto es así es porque, mientras amamos (y por tanto nos damos de forma sacrificial y desinteresada) la ansiedad no encuentra el lugar para instalarse. Si al amar lo vivimos con ansiedad, suele ser porque estamos más preocupados por nosotros mismos que por el supuesto objeto de nuestro amor, que decimos que es el otro, pero no suele serlo tanto como creemos, porque seguimos amándonos más. Así las cosas, si queremos vivir vidas con propósito a nivel horizontal, solo tenemos que mirar alrededor e identificar necesidades que cubrir. De eso, tristemente, nunca nos va a faltar. Y por ello, si tenemos vidas carentes de propósito, perdónenme que lo ponga tan claro, es porque queremos. Eso sí, tendremos que asumir que el propósito no puede ser solamente satisfacernos a nosotros mismos.



De este último punto se destila una cuestión del todo vital: al volcarnos en dar y amar el primer beneficiado aparentemente es el agente pasivo, es decir, quien recibe nuestro amor. Pero solo es el primero en el sentido secuencial o de quién recibió beneficio primero. Porque realmente el que da es siempre el primer beneficiado, aunque su arsenal personal de fuerzas y recursos materiales y emocionales quede, en cierta medida, mermado. Siempre merece la pena, porque es más bienaventurado dar que recibir. Hay propósito en dar, y hay propósito en darse. Lo hay para quien recibe, sin duda, y existe de forma increíble para quien se atreve a salir de la zona en la que uno es el centro absoluto de su vida y mira hacia fuera.



Hay, por último, una dimensión vertical que aún no hemos explorado. Si no tienes inquietudes espirituales quizá te parezca que esto te sobra. Pero para los que somos cristianos y tenemos una visión trascendente de la vida, no solo cobra un nuevo sentido toda la dimensión horizontal de la que ya hemos hablado, sino que la idea de propósito entra en una proyección absolutamente insospechada, de dimensiones gigantescas, eternas, que trasciende no solo a personas, sino a otros niveles. 



Cuando uno comprende que su propósito principal en la vida, no solo como criatura de Dios, sino como hijo adoptado en Su familia es la de adorar y dar gracias a Quien te rescata, todo en tu vida puede convertirse en un acto de adoración: tu trabajo, la forma en que cocinas, la manera en la que te vistes, cómo hablas a otros, si sonríes o no a quien te habla... todo tiene propósito, porque al pensar, sentir y vivir referenciado a Quien te lo da todo, reflejas el carácter y la belleza de Dios de una forma que impacta al mundo. Ese es tu objetivo y mi objetivo aquí, incluso aunque no lo sepas, incluso aunque no quieras reconocerlo. 



A partir de ahí, entiendes que darte a los demás es una forma también de adoración. Ya no lo haces por reconocimiento, por obligación o porque toca, sino porque poder impactar a otros con el amor de Dios es más de lo que merecemos y Él, sin embargo, ha decidido tenernos en Su equipo. Eso se llama gracia. Así que, desde la gracia, desde ese regalo no merecido, el propósito ya nunca más está en nosotros mismos (aunque somos los más beneficiados por recibirla y regalarla) sino que lo recibimos por entregarlo primero. Esa es la economía del Reino de los Cielos del que hablaba Jesús: que el que sirve es el mayor (Lucas 22:27), como Él mismo nos enseñó; que el que da su vida la ganará y el que pretenda preservarla la perderá (Mateo 10:39). No podemos entenderlo desde una economía humana de atesorar para uno mismo y llenar nuestros graneros de “propósito personal en primera persona”. Pero podemos reencontrarnos con el verdadero propósito de vida para otros primero y para nosotros como consecuencia natural, cuando empezamos a mirar hacia fuera.


 

 


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