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Crisis de honestidad

Muchos de los problemas en los que nos metemos, muchos de los hábitos viciados en los que estamos instalados, no importa en qué ámbito concreto de nuestra vida, tienen que ver con esta cuestión.

EL ESPEJO AUTOR 10/Lidia_Martin 18 DE ENERO DE 2020 10:00 h
Foto de [link]Joshua Sukoff [/link] en Unsplash.

Hace un tiempo que vengo pensando “en voz alta” en este medio sobre algunos asuntos relacionados con el que pretendo abordar hoy. Temas como la autenticidad mal entendida o, por ejemplo, la cuestión de cuánto mantenemos nuestra palabra como norma general en el día de hoy, han estado bombardeando mi cabeza durante meses, si no años, mientras voy contemplando en el día a día el devenir de los cambios que se producen en nosotros como individuos, familias y sociedad. 



En un sentido, no es que estas cosas sean nada nuevo o que yo esté inventando la rueda, que no es el caso. Es que probablemente con todo lo que estamos viviendo a nivel también político y social en estos meses atrás en nuestro país, puede que tenga el tema algo más presente y a flor de piel. La cuestión es que lo que vemos en la clase política no es, ni más ni menos, que el estilo general de lo que somos como personas en este tiempo y lugar. Y no seré yo quien me dedique ahora a argumentar a favor de los políticos que nos gobiernan, porque mi conciencia me lo impide. Voy a ir en una dirección que puede parecer lo mismo, pero no es igual, ni se le parece: porque decir que ellos no son especialmente diferentes al resto no significa en ningún caso defenderles, ni tampoco estar de acuerdo con ellos. Significa más bien extender la crítica a lo que los demás somos también, lo cual no les justifica (ni a nosotros), pero explica buena parte de las cosas que, por otro lado, parecen sorprendernos tanto. Sigo sin comprender muy bien qué nos impacta en otros, cuando nosotros mismos, en nuestro día a día, hacemos exactamente lo mismo. La clase política no es sino la cara visible de cómo nos conducimos a día de hoy cada cual de nosotros, cada uno con los medios que tiene a su alcance, unos más y otros menos. Quizá cosméticamente el envoltorio es diferente, pero son los mismos ingredientes dispuestos de otra manera, simple y llanamente. 



[destacate]La falta de honestidad y la mentira que supone se han disfrazado de bondad y amor[/destacate]La Biblia ya nos lo dejó claro hace mucho tiempo: “En lo que juzgas a otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo” (Romanos 2:1). Así que quiero enfocar este artículo que me ocupa, no como un juicio hacia otros, que no es mi papel, ni mi llamado, desde luego -de hecho, lo tenemos terminantemente prohibido-, sino más bien como una reflexión que pretende que seamos capaces de incluirnos y vernos todos reflejados en el mismo mal, aunque el aspecto o la manera en que se manifiesta en cada uno sea completamente distinta.



Más allá de las idas y venidas políticas en las que estamos inmersos, que también, como ven, lo que me empujaba de forma más clara a escribir esta consideración es que cada vez son más las veces en las que en el ejercicio de mi labor profesional en la consulta, la prescripción está siendo “has de ser honesto para resolver esta situación”. Porque muchos de los problemas en los que nos metemos, muchos de los hábitos viciados en los que estamos instalados, no importa en qué ámbito concreto de nuestra vida, tienen que ver con esta cuestión en el fondo:




  • Comenzamos relaciones basadas, si no en una mentira abierta desde el principio (“Porque eso no está bien”), al menos en medias verdades, que son una forma como otra cualquiera de mentir, al dejar que el otro crea cosas que están bien lejos de ser verdad acerca de nosotros o de nuestras intenciones. Cuando el tiempo va pasando y aquello va convirtiéndose en una bola de dimensiones gigantes, la honestidad no se nos pasa si siquiera por el pensamiento. Es más, se convierte en el gran mal a evitar. Todo, menos que se destape lo que siempre fue, pero nunca se dijo.

  • La habilidad para autoengañarnos ha crecido exponencialmente con el devenir de los tiempos y nos cuesta incluso reconocernos las verdades más básicas: “Este señor no me trata bien”, “Esta persona no es una buena persona”, “Mis hijos son unos egoístas”, o “Quien dice que me quiere se quiere más a sí mismo de lo que dice quererme a mí”. Tal es el efecto revolucionario que produce la verdad, que nos resistimos con todas nuestras fuerzas a reconocerla, incluso para nosotros mismos, sin testigos, cuando esa verdad empezaría a hacernos libres en el momento de reconocerla

  • Vivimos en un sobreesfuerzo constante por aparentar lo que quizá no somos, y construimos una autoestima vacía que necesita tener muy claros los puntos fuertes, pero que no quiere reconocerse que tiene puntos oscuros y débiles. Nuestra psique se resiste a evaluarse de forma realista porque no sabe cómo manejarse con lo que no le gusta de sí misma y se dedica a dar vueltas en círculo. Mostrarnos como somos sería demasiado violento, excesivamente directo. Expresar emociones, lagunas de información, o incluso alguna vulnerabilidad, como el llanto, son aspectos que el hombre y la mujer modernos procuran evitar a toda costa, porque les hacen sentirse frágiles y eso es demasiada honestidad para con uno y para con los demás.

  • Ante nuestros propios hijos mantenemos una aparente postura de superioridad escondiendo nuestros errores que nos desautoriza constantemente. Ellos demasiadas veces no saben pedir perdón, ni reconocer sus meteduras de pata, ni mucho menos enmendarlas, porque no han tenido en nosotros el tan necesario modelo para que eso pase. Si nosotros no lo hacemos, ni nos hacemos vulnerables frente a ellos, ¿por qué deberían hacerlo a su vez? Creemos que reconocer un error o una desproporción ante ellos será nuestro fin, que se aprovecharán, cuando en realidad sería el principio de un viaje hacia el crecimiento honesto de unos y otros, porque empezarán a despertar admiración hacia nosotros y hacia la honestidad que les enseñamos. No hay autoridad reconocida desde esa supuesta perfección que impostamos -que no existe y nuestros hijos lo saben bien- sino desde el reconocimiento honesto de las propias carencias y el propósito honesto también de enmendarse en cada una, ayudándose unos a otros.

  • Vivimos angustiados situaciones familiares en las que la honestidad por bandera “desatascaría” buena parte del embozo: “Quiero a mi madre, pero no puedo decírselo”; “Tengo miedos de cara al futuro con mi pareja, pero no me atrevo a abordarlo por no dañar”; “Mi hijo lo está haciendo mal, pero no puedo decírselo, porque soy su madre...” y así en una infinidad de situaciones en las que el amor y la pena malentendidos se mezclan con el veneno de la deshonestidad y la cobardía de la mentira.

  • Los cristianos, por otro lado, no nos quedamos mancos. Si alguna crítica -más que razonable, déjenme decir- tienen los no cristianos contra nosotros es que somos bastante hipócritas. Nos hemos creído los policías morales de la sociedad cuando nosotros mismos no somos capaces de vivir bajo las consignas de lo que predicamos. Y es que creo firmemente que la forma en la que nos conducimos tantas veces solo muestra que no hemos entendido bien el evangelio. La manera en la que tantas veces es presentado da lugar a error, porque hemos puesto el foco en lo que éramos y somos (que no siempre hay tanta diferencia, tristemente), en vez de en lo que Jesús ha hecho con los más perdidos y enfermos, que éramos nosotros. Él es el perfecto, no nosotros. En Él es que hay que poner la vista, y no en nosotros. Y nuestro testimonio no queda dañado cuando reconocemos que aquello que no queremos hacer, eso hacemos. Más bien lo dañamos cuando queremos convencer al resto de un supuesto currículum inmaculado que no se cree nadie, porque no es posible. Lo que daña es nuestra falta de integridad y de honestidad para reconocer lo que somos. Nada más.



Quizá resulte inverosímil a muchos que esa conclusión de “te hace falta ser honesto” para salir de esta situación o para reducir el malestar, salga de la consulta de un psicólogo. Porque tenemos ese foro reservado para los problemas de salud mental y psiquiátricos. Sin embargo, buena parte de los malestares que traen a las personas a las consultas están mucho más relacionados con esta cuestión de la honestidad que con nada biológico o químico. Pero estamos tan inmersos a todos los niveles en el problema que no somos capaces de verlo, y mucho menos de ponerle remedio. A veces queremos y no podemos. Las más de las veces, pudiendo, no queremos.



Cuando llego en tantas ocasiones a ese punto en el que digo aquella frase, “hay que hacer un planteamiento honesto para salir de este atolladero”, muchas de las reacciones que veo son de perplejidad. Primero, porque no se lo esperan, evidentemente. No podían imaginar que la solución pasaba por algo tan sencillo y complicado a la vez. Pero por otro lado, aunque algo en su fuero interno les dice que sí, que efectivamente es así y que el quid del asunto pasa por esa cuestión, a la par se ven absolutamente perdidos para dar el primer paso. Es decir, no saben cómo se llega a eso. Cualquier cosa que suponga vivir de una manera diferente a la que conocían hasta entonces se les presenta, no solo como extraña, sino como impensable. Como se describe tan bien en la obra de Zygmunt Bauman y Leonidas Donskis, Maldad líquida, esta forma de proceder “hace que todos los modos alternativos de vivir se nos antojen inverosímiles, irreales incluso; un veneno letal se nos presenta engañosamente como un antídoto salvador contra las propias adversidades de la vida”.



Para tantas personas la mentira como una forma cualquiera de mal no es solo una forma de vivir, o algo instalado desde los orígenes de un  determinado problema. De hecho, ni siquiera se le llama “mal”, porque eso es políticamente incorrecto en cuanto implica un juicio de valor o de tipo moral. Lo que es más grave es que lo consideramos parte de la solución, y cuanto más deshonestos somos, cuanto más nos autoengañamos o engañamos a otros, cuanto más instalados estamos en la falta de integridad, más nos enredamos en la tela de araña que nosotros mismos construimos poco a poco. 



Para pasar algo más desapercibida y para encajar mejor en las conciencias, la falta de honestidad y la mentira que supone se han disfrazado de bondad y amor, como explican los dos autores mencionados. Se venden como libertad, como gestos de protección hacia otros, como recursos bienintencionados para que todo vaya bien. Y cuando todo va mal y la vista se orienta hacia la verdad como la solución para poner orden al caos, el estupor y la sorpresa, así como la negativa rotunda, son evidentes. Ya no sabemos actuar de otra forma. Nos hemos dejado de ejercitar en la honestidad y la transparencia hace tanto, que ni siquiera somos capaces de detectar hasta qué punto estamos alejados de la verdad.



Recuperar esa verdad en todas sus formas es algo urgente: integridad, palabra, coherencia, transparencia... todos ellos gestos valientes para salir de una crisis que nos asfixia sin remedio con cada mentira encubierta.


 

 


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COMENTARIOS

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Chpablos ROSARIO
20/01/2020
09:57 h
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El autoengaño amaneció en los albores de los tiempos, «Y dijo la serpiente: … y seréis como Dios». Con el tiempo un gobernante preguntó al Hijo de Dios: «¿Qué es la verdad?» quizá retórica, porque durante el ministerio de Jesús en el mundo fue público y notorio que la Verdad está en él. «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida» (Jn. 14:6). Gracias por esta oportuna reflexión en los tiempos en que vivimos. Que la Verdad, recobre su notoriedad y sea de conocimiento público en nuestra sociedad.
 



 
 
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