Nos ofendemos con lo que ofende a Dios en esta era “tolerante” nuestra. Pero creo honestamente que no estamos acertando con las formas.
Siempre ha sido difícil ser cristiano comprometido. Algunos consideran que hoy es incluso, si cabe, más complicado aún, por el tipo de batallas que nos toca librar. A mí honestamente, se me antoja tremendista verlo de esa manera, sobre todo cuando comparo mis tiempos y dificultades como cristiana con otras épocas que no eran “moco de pavo”, como el primer siglo, por poner solo un ejemplo, en que la gente la se jugaba en el circo romano. O al comparar con lo que otros hermanos nuestros viven y mueren por su fe en otras latitudes geográficas. Ahí es donde nos damos cuenta del abismo entre nosotros. Pero por supuesto, reconozco y creo que es de justicia admitir las dificultades que entraña tomarse el cristianismo en serio y en el día de hoy, con sus particularidades, que no son pocas. Es y será un reto difícil y por el que se paga un alto precio.
Uno de los grandes temas con los que lidiamos los cristianos en la actualidad en este primer mundo es con ser capaces de discernir qué batallas peleamos hoy y de qué manera. Vivimos en la época de la híper-conexión y la híper-comunicación, con toneladas de información bombardeándonos a todas horas y en todo lugar porque está, literalmente, al alcance de nuestra mano. De hecho, cabe en ella, con las dimensiones de un Smartphone, ni más ni menos. Así, todo queda amplificado y nos enteramos de cosas que hace 50 años simplemente no nos enteraríamos. Quien antes se colocaba en la plaza de un pueblo a vociferar megáfono en mano, hoy lo hace desde su cuenta en redes sociales, y tanto el bien como el mal usan los mismos métodos. Por eso casi siempre lo de las herramientas resulta lo de menos: porque depende de quién las use y para qué. Lo que haya detrás quedará, inevitablemente, magnificado.
Nosotros hoy, ante las provocaciones de quienes usan los medios para ofendernos y ofender al Dios en el que creemos, solemos enarbolarnos de una especie de santo arrebato visceral y ponemos en marcha nuestra propia cruzada, boicot, recogida de firmas o lo que se preste en cada momento, para “devolver el orden al caos”. Tengo serias dudas de que eso sea lo que sucede, y de ahí el artículo de hoy. Asumo que estas reacciones nuestras responden en buena medida a una ira santa, y eso lo reconozco como algo que nos toca y debe ser así: nos ofendemos con lo que ofende a Dios en esta era “tolerante” nuestra. Pero creo honestamente (asumiendo que no todo el mundo pensará igual y que me conformo con que nos respetemos) que no estamos acertando con las formas.
Pensamos generalmente que son las correctas porque responden a un concepto muchas veces superficial de valentía -que en demasiadas ocasiones se parece a la temeridad, la falta de estrategia, o a lo que nos pide el estómago, simplemente. Y sin preguntar a nadie más, sin consensuar con quienes pelean estas cosas desde organismos destinados a tal efecto, nos lanzamos a hacer comunicados muy bienintencionados, sin duda, pero muy desafortunados, por otro lado. No es la primera vez que me posiciono a este respecto y me temo que no será la última. Creo que la más reciente fue hace unos seis meses en este mismo medio, así que doy por hecho que esta será una más de muchas que vendrán.
Y es que, como además los cristianos, evangélicos particularmente, tenemos esa inclinación a hacer las cosas tan mal (por eso es que el Señor nos vino a rescatar primero, por ser los más enfermos y los más necesitados), desde la improvisación y sin un análisis de medios e impactos, pues quedamos retrataditos en el minuto uno, a poco que nos ponemos a hacer apología de lo que toque. De ahí que se nos siga viendo como lo que somos, como un rebaño disperso en el que cada cual pasta como le place, aunque el problema no es del pastor, sino de lo tercas y bobas que son las ovejas.
Cada una de estas estrategias de denuncia hacia los blasfemos, herejes e inhumanos detractores del cristianismo, que se mofan con el amparo de las plataformas más punteras del momento -cosa que siempre fue así, por cierto, solo que ahora suena más y tiene más alcance- suele venir acompañada también por una llamada a las armas y una más o menos explícita advertencia acerca de la cobardía que supone, según ellos, no sumarse a la causa que suscriben de la forma que lo hacen. Dicho de otra manera, que si defiendes la causa, pero de otra manera, no vale, porque te tienen por cobarde. Poco saben los tales cuántas veces y de cuántas formas se juega uno el pescuezo por causa y amor del Evangelio. Pero eso no importa, porque en verdad lo relevante no es que seas valiente, sino que lo parezcas, uniéndote a la cruzada del momento por los medios elegidos. Hay que convertirse en “activistas” de anti-anti-cristianismo y no nos damos cuenta de que estamos llenándoles los bolsillos de los recursos para seguir haciéndolo en adelante. Porque no van a parar, quédenos claro. Y no sé si el activismo es la propia trampa o si Jesús fue activista de algo.
¿Estoy entonces defendiendo un silencio permanente, quedar callados como si no tuviéramos nada que decir? Por supuesto que no... Pero sería bueno reconsiderar nuestras formas y medios, las maneras y vías, porque en comparación con el negocio que les proporcionamos, el efecto de nuestra presión y oposición es, me temo, más que insignificante y no lo es el daño que a menudo hacemos al Evangelio y sus objetivos, al distraernos sobremanera de lo verdaderamente importante, que es el Jesús Salvador que recordamos en estos días. Eso sí, como resulta “valiente”, aunque sea poco estratégico, lo damos por bueno y consideramos que la bendición de Dios está con nosotros.
Hoy, parece mentira que no lo sepamos, nos movemos en un mundo en que lo importante es que se hable de uno y de lo que hace, sea para bien o para mal. Y eso lo sabe el anticristiano, el provocador y el Enemigo, evidentemente, también. Los cristianos somos los únicos que parecemos no saberlo, porque seguimos sin entender lo de estar en el mundo sin ser del mundo, y parece que lo que aquí sucede no va con nosotros. No vamos contracorriente de una manera sólida, muchas veces, sino más bien contracorriente como el que no se entera de nada. Y nos prestamos con facilidad a participar de cosas que son puras trampas en manos de manipuladores de pacotilla. Pero está claro que no parecemos necesitar mucho más: nos tocan los dos o tres temas que nos “pican” en este momento, nos lanzan las dos o tres “advertencias” a la guerra que necesitamos, y la fórmula explosiva y autodestructiva está servida.
En este primer mundo nuestro del siglo XXI, la publicidad, especialmente la gratuita, es uno de los bienes más preciados. Supongo que no sorprendo a nadie diciendo esto. Quien quiere vender algo hoy solo tiene que generar algo de ruido, sembrar la polémica y tocar un par de teclas sensibles. Y ahí estamos nosotros, no solo regándoles la plantita -que a veces tiene mucho menor tamaño del que toma después de regarla nosotros, como creo que está pasando en estos días con alguna campaña que circula por ahí- sino además generando “fuego amigo” contra los de dentro, los de casa, que no hacen las cosas como nosotros. Y no hablo solo de opinar, que es lo que estoy haciendo ahora, por ejemplo, sino de embarcarse en auténticas cruzadas que demasiadas veces dan vergüenza ajena y con las que no puedo solidarizarme.
Esto nos pasa particularmente con ciertos temas que nos parecen especialmente escabrosos. Y no digo que no lo sean, porque lo son, pero no más que cualquier otro relacionado con el que es el estado del hombre y la mujer en un mundo caído. A ver si nos pensamos que todo eso se ha inventado ahora... El pecado es pecado en todas sus manifestaciones posibles, solo que algunas parecen herir nuestra sensibilidad más que otras. Pero la conducta pecaminosa ni siquiera es el problema en sí, porque el pecado es el estado en el que nos encontramos, siempre por debajo del estándar que se nos pediría para que no sea así. Si nos diéramos algún día de estos cuenta de que Dios se ofende por nuestros “pecadillos” como cristianos de manera infinitamente superior a cómo nos ofendemos nosotros ante los pecados que nos parecen imperdonables por especialmente visibles o chillones en el caso de quienes no siguen a Dios, seríamos más conscientes de cuán necesario se hace vivir nuestras vidas de forma coherente y no seguir fomentando mostrarnos como los hipócritas que tantas veces somos. La viga y la paja, en definitiva, vieja historia de la que los no cristianos están más que al corriente también.
Mientras sigamos haciéndonos cruces porque los demás pecan de manera diferente a nosotros, mientras pensemos que el pecado es algo que está fuera y no dentro, mientras sigamos rasgándonos las vestiduras viendo cómo el mundo se tira por el precipicio, pero sin hacer lo que tenemos que hacer, que es presentar las buenas noticias del evangelio de una forma sentida y vivida realmente, de nada servirán nuestras grandes campañas de santidad, ni de concienciación, ni nuestros escritos, ni nuestros boicots, ni nuestras llamadas a las armas. Vivimos como cristianos en un mar de contradicciones, no aplicando aquello que entendimos desde el principio porque nos hemos convertido en los policías morales de la sociedad que nos rodea y de la que somos parte. Y esto que digo no implica resignarse, ni conformarse, sino que significa pelear la batalla que toca de la forma más estratégica y eficaz posible, no cayendo en las trampas que tantas veces se nos tienden y que muy a menudo pasamos desapercibidas.
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