Al valorar el aporte que aquel sufrimiento trajo, lo hacemos “a toro pasado”, una vez transitado el camino porque, mientras estábamos en él, todo parecía un absoluto sinsentido.
Pocas cosas hay que sean tan frustrantes como sufrir para nada. Si algo descompone al ser humano es esa convicción que a menudo nos acompaña de que el dolor es algo absolutamente carente de propósito. Y la verdad es que, sin duda, puede serlo, además de que lo parece casi siempre.
Las veces en que sirve, cuando plegados a la realidad que tenemos delante conseguimos reconocernos que, efectivamente, algo bueno sacamos de ello, lo hacemos con la “boca chica”, por una parte, no sea que atraigamos malos vientos de nuevo o parezcamos masoquistas. Y por otra, al valorar el aporte que aquel sufrimiento trajo, lo hacemos “a toro pasado”, una vez transitado el camino porque, mientras estábamos en él, todo parecía un absoluto sinsentido. En el mejor de los casos, pues, llegamos a estas conclusiones más tarde que pronto, porque duele, y duele mucho.
Hoy, sin embargo, quiero detenerme y considerar cómo muchas veces las tormentas no están ahí solamente para complicarnos la vida, que lo hacen siempre y por definición. También en ocasiones tienen la utilidad de hacer una limpieza de fondo, de esas que solamente se hacen cuando se vienen abajo estructuras completas y hay que construir casi desde los cimientos.
Cuando una tormenta llega, no suele desmantelarlo todo. Sí lo hace con una parte más o menos grande. Entendemos que, cuantos más aspectos de una estructura quedan tocados por el choque, más difícil es la recomposición del edificio, claro. Pero no hay destrucción total, ni tiene por qué implicarla. Se procura resistir e, incluso, si es posible, crecer en medio de ello, fortaleciendo el edificio a la postre, aunque el precio sea muy alto y el sufrimiento también. Y luego toca reconstruir.
La cuestión es que en nuestra valoración de daños solemos generalizar el impacto a algo más grande de lo que suele producirse en realidad. Y creemos estar viviendo una tormenta perfecta, cuando este tipo de fenómeno híper-destructivo en su máxima expresión no es lo habitual, ni mucho menos. Nuestras vidas no quedan destruidas del todo, ni mucho menos, aunque nunca llegan a ser las mismas que eran, eso sí. Y cuando nos ponemos manos a la obra para poder remontar como el Ave Fénix, entonces es cuando llega el “momento limpieza” de verdad, porque hay que separar lo útil de lo inservible.
A lo largo de la vida vamos acumulando todo tipo de elementos. Algunos son materiales; otros tienen que ver, no tanto con cosas como con aspectos de otro tipo, como son las relaciones. Y sobre todo esto también colocamos expectativas, ideas y planes, un edificio de prioridades y otras tantas cosas parecidas. Llegada la tormenta, todo lo que compone nuestra vida empieza a removerse, algunas cosas se caen o incluso desaparecen. Y descubrimos con sorpresa, con desconcierto, e incluso con horror, que mucho de lo que atesorábamos no tiene el peso específico que pensábamos:
...y así en una infinidad de planos, de los cuales solo hemos mencionado algunos.
De forma que, cuando la tormenta pasa es cuando podemos realmente hacer el inventario y concretar lo que ya pareció empezar a visualizarse a lo largo de ella. Los que empezaron a retirarse cuando la cosa se complicaba ya seguramente no formarán parte de nuestro elenco de amigos. Seguramente aspectos como la salud, el dinero o la diversión habrán movido su posición de unos puestos de nuestro ranking a otros diferentes. Muy probablemente el uso del tiempo que hagamos de entonces en adelante también será diferente. Y sin querer, pero queriendo, habremos hecho limpieza. Tendremos una normalidad diferente, casi desconocida, no siempre peor que la anterior, pero sí muy desconcertante y habrá pérdidas, sin duda.
No nos agrada el método, y no lo promuevo como forma de ordenar, sin duda. Pero quiero ver la bendición de Dios en medio de las tormentas que permite, porque muchas veces, si no todas, sirven para tomarle el verdadero pulso a la vida, saber lo frágiles que somos, cuidarnos más y a los que queremos también, recolocar las prioridades de una forma que ayude a crecer y no a engordar, y mirar hacia el cielo de esa forma que solo tenemos cuando estamos a punto de ahogarnos.
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