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El reto de persistir

En este tiempo nuestro lo que sí sucede es que los cambios se producen más rápido, de forma más brusca, más violenta, más sangrante.

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 01 DE DICIEMBRE DE 2019 17:00 h

La vida, de verdad que se hace dura. Un día sigue a otro, pero lejos de poder muchas veces, mediante la práctica y el cúmulo de experiencia, acostumbrarnos a las dificultades del camino e irnos haciendo con ellas, cada jornada trae sus propias sorpresas, y eso lo complica todo.



Vivimos en la época del cambio. De hecho, no sé si alguna vez hubo otra, pero en este tiempo nuestro lo que sí sucede es que los cambios se producen más rápido, de forma más brusca, más violenta, más sangrante. Los factores que siempre sirvieron de amortiguación para los golpes de la vida ahora están, en muchas ocasiones, tocados de muerte: el matrimonio y la familia, las amistades sólidas y profundas, los principios de vida que diferenciaban lo bueno de lo malo, una comunidad estable de la que formemos parte... de forma que cuando se viene encima algo gordo, uno no tiene dónde agarrarse. 



Ahí es donde la tarea de persistir hacia delante en medio de la dificultad se hace verdaderamente compleja. Porque seguir algunos metros más cuando se puede ir apoyado en algo o en alguien es posible y ha salvado muchas situaciones complejas. Pero continuar tirando cuando solo se depende de las propias fuerzas es simplemente inasumible.



El tema de la persistencia, en cualquier caso, es complejo y cada vez más en nuestros días porque la cultura del esfuerzo prácticamente ha desaparecido y porque, francamente hemos perdido la fe en las metas y en las personas. Desistimos con facilidad a la mínima de cambio y lo hacemos en demasiadas ocasiones convencidos de que no se puede evitar tal cosa. Ese convencimiento es, en parte, el que nos ha traído hasta aquí, porque no solemos poner a prueba la versión contraria: siempre damos por hecho que hemos hecho lo que había que hacer, pero noto que las personas, cada vez más, nos retiramos demasiado rápido. Tardamos poco en sacrificar nuestros objetivos y destinos, y lo hacemos bajo un erróneo concepto de cuidado de nosotros mismos y nuestra salud, cuando en realidad la resistencia siempre nos ha hecho más fuertes.



Ya no somos tan valientes como éramos. Somos quizá temerarios, pero no valientes. Funcionamos como respuesta, muchas veces, a la acumulación de adrenalina en sangre, pero no pensando con la cabeza y tomando la decisión de enfrentar el miedo. Si hacemos algo, lo hacemos de un tirón y sin pensarlo mucho, para que no duela. Pero persistir en conciencia duele, y por eso lo evitamos. Queremos ser, cuanto menos conscientes del dolor que supone resistir, mejor.



Y es que persistir significa, muchas veces, pelear por lo que creemos que merece la pena. El drama de esto es que cada vez parecen existir menos cosas que consideremos dignas como para pelear más por ellas. Y aceptamos muy pronto también la renuncia y el abandono de otros (pienso, por ejemplo, en lo fácil que se lo ponemos a nuestros hijos cuando un día llegan a casa y nos dicen que no quieren seguir estudiando, o cuando nuestra pareja o nosotros argumentamos una separación bajo pretexto de que “se nos ha acabado el amor”). 



La persistencia, a todos los niveles, implicaría de nuestra parte varios cambios de fondo: 




  • En primer lugar, considerar que hay cosas por las que merece la pena poner en marcha esta virtud, aunque suponga un desgaste. 

  • En segundo lugar, no considerarlo el don de unos pocos privilegiados, sino el llamado de todos, porque a esos “privilegiados” también les duele el recorrido de la perseverancia. La diferencia es que lo soportan. Nada más.

  • En tercer lugar, asumir que hay una parte importante de la vida que duele, y lo hace para mal, pero también para bien, porque en medio de eso crecemos.



Detecto en muchos de nosotros, seguidores de Jesús, que estamos aquejados del mismo mal. Nos rendimos pronto, nos imaginamos -o alguien nos dijo equivocadamente- que la vida cristiana era fácil, no tenemos muy claras las cosas en comparación con quienes no creen, y por todos estos factores a la vez terminamos comportándonos exactamente igual que quienes no tienen esperanza. Por eso, entre otras cosas, nadie nos toma en serio y, lo que es peor, nadie toma en serio el mensaje que abrazamos, porque no vivimos conforme a su contenido. Eso significaría cada día negarse a uno mismo, tomar la propia cruz y seguir a Cristo. Y ninguna de esas cosas se hace sin el recorrido de la convicción y la perseverancia.



Nuestra fe, sepámoslo o no, implica de partida que el camino a recorrer es uno que no lo pone fácil (no de balde nuestro Maestro murió pendiendo de una cruz). Este cúmulo de dificultades sucede en parte por la incomprensión de quienes nos rodean y nos consideran tontos, en primer lugar, pero sobre todo porque significa nadar contra corriente, ya que estamos inmersos en una guerra titánica que se pelea desde hace miles de años y que, aunque está ya ganada, no es así con cada batalla que se pelea a diario. Se pierden muchas batallas, aunque se haya ganado la guerra. El Cirujano en algún momento pondrá orden en el caos de nuestro dolor, no nos quepa duda, porque Su promesa no llega nunca tarde, sino a Su tiempo pero, mientras tanto, nos duelen las heridas. Y en ese proceso, cuando se quiere seguir vivo y no abandonarse a morir, se ve uno obligado a persistir. 



No me imagino a un salmón sorprendiéndose por tener que nadar contracorriente. No tenemos a los peces por animales súper inteligentes pero, sin embargo, en estas “pequeñeces” que no lo son, evidentemente nos aventajan. Quizá son menos conscientes de su propia naturaleza y por eso precisamente no aspiran a nada más. Einstein decía que todos somos unos genios, pero que si juzgábamos a un pez por su habilidad para escalar un árbol, viviría toda su vida creyendo que es un estúpido. Yo no soy Einstein, pero sospecho que a las personas nos pasa un poco el fenómeno contrario: estamos convencidos de que somos unos genios, que estamos en lo correcto, pero tanto hemos llegado a confiar en nuestra intuición y brújula interior que, a través de nuestra vívida imaginación y nuestra increíble capacidad para inventarnos historias, nos generamos realidades paralelas constantemente que nos alejan de la que debemos vivir, una que tiene momentos estupendos, pero que suele ser también dolorosa y en la que toca permanecer aunque no nos apetezca. Dicho de otra forma, en estas cosas el salmón es bastante más listo que nosotros y también las hormigas, los conejos, las langostas y las arañas, recordando aquella famosa cita de los Proverbios de Salomón (“Cuatro cosas son de las más pequeñas de la tierra, y las mismas son más sabias que los sabios: Las hormigas, pueblo no fuerte, y en el verano preparan su comida; los conejos, pueblo nada esforzado, y ponen su casa en la piedra; las langostas, que no tienen rey, y salen todas por cuadrillas; la araña que atrapas con la mano, y está en palacios de rey.”  Prov. 30:24-28)



La vida es siempre una carrera de fondo. Para los cristianos, probablemente, más. Las palabras de Jesús a ese respecto fueron muy claras (igual no aparecen en las Biblias de todos...): “En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). Los que al poco de morir Jesús, resucitar y ascender a los cielos, revolucionaron el mundo con el mensaje del cristianismo, persistieron porque no podían negar lo que habían visto y oído. Y persistir incluía jugarse la vida, no que nos pusieran la cara colorada por ser cirstianos solamente. Que nadie se lleve a engaño: el mensaje de los apóstoles no era un invento de un visionario. Lo que había sucedido allí, en aquel tiempo y aquel espacio geográfico, era inapelable a la vista y porque entendían que no podían quedar callados, estuvieron dispuestos a darlo todo por ello, costara lo que costara. Algunos les llamarían fanáticos. Para otros, su coherencia es digna de ser imitada, porque renunciar a ella sería renunciar a lo que se ha visto y oído, y por tanto, a la propia cordura. Su persistencia trae a nosotros hoy un eco que habla verdad, porque nadie está dispuesto a dar la vida sin una buena razón. Sin su persistencia, el mensaje no hubiera llegado a nosotros hoy. Simplemente se hubiera difuminado por el camino, hasta consumirse, dejando, cómo no, el asunto de nuestra redención a medias. Si Jesús había persistido hasta la muerte, ¿cómo no hacerlo nosotros? 



¿Te has preguntado a quiénes alcanza tu persistencia en aquello que te toca más de cerca? Cuando sufrimos, nadie puede sustituirnos en ese dolor, pero las personas nos observan mientras sufrimos, y cómo vivimos impacta, para bien o para mal. En esa persistencia es donde reside también una parte de lo que creemos acerca de las cosas. Quien persiste ante la enfermedad le da valor a la vida. Quien persiste ante la dificultad le da valor a la meta que persigue. Quien persiste ante la oposición le da valor a su mensaje. Y así en una infinidad de situaciones a diferentes niveles. Piensa conmigo, entonces...




  • ¿Qué cosas merecen la pena en tu vida?

  • ¿Cuánto habla tu persistencia del valor que les das a cada una de ellas? 

  • ¿Has pedido a Dios que te acompañe y te sostenga para poder resistir y persistir?

  • ¿Andamos una milla más...? ¿Lo hacemos juntos?


 

 


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