No, no existen los noviazgos misioneros. ¡Eso no es un ministerio! No se comienza un noviazgo –cuya meta es el matrimonio– con un incrédulo, y luego se espera a ver si “cae la breva” y Dios salva a esa persona.
Arriesgándome a ser un joven tildado de antediluviano y pasado de moda, lo cual, en virtud de mi fe y de mi conciencia, me importa menos que un comino, me dispongo a escribir las siguientes líneas, deseando que los puños de mi prosa golpeen las duras caras de algunos de nuestros jóvenes dizque “cristianos”. Y también de los jóvenes cristianos.
No voy a andarme por las ramas. Volvemos a un tema trillado. Hasta la saciedad. Pero en el que los jóvenes de nuestras iglesias siguen cayendo una y otra vez. Sí, hablo del yugo desigual en el noviazgo.
Mi propia experiencia, todavía presente, como joven (25 años), y mi trato y relación constante con otros jóvenes que, por una u otra razón, se pasean semanalmente entre los bancos de la iglesia, me confirma una y otra vez la veracidad de aquel proverbio que reza así: «La necedad [estupidez] está atada al corazón del joven» (Proverbios 22,15).
Que sí, que todos, sin importar la edad, tenemos un mayor o menor grado de necedad. Que el mal está en nosotros, en todos, adultos y niños. Pero este se manifiesta de una forma muy especial y evidente en la juventud.
Por alguna razón, en la etapa de la juventud crece en nosotros un fuerte sentimiento de independencia, de autonomía. Cansados de que siempre nos digan lo que podemos o no hacer, nos rebelamos, deseamos experimentar la vida por nosotros mismos. Nos creemos “mayorcitos”. Y, entonces, olvidamos que la necedad está ligada a nuestros corazones.
El enemigo lo sabe. Procura sacar ventaja sobre nosotros (2 Corintios 2,11). Por otro lado, el mundo constantemente nos bombardea con su humana sabiduría y, los jóvenes, seducidos por el cebo pecaminoso del yugo desigual y guiados por sus necios corazones, pronto muerden el anzuelo. Quedan apresados por el gancho y, lo peor, es que ellos no lo saben. O no quieren darse cuenta.
Mordido el anzuelo, se recoge el carrete. La presa tiene cada vez menos libertad, menos capacidad de movimiento. Pronto, estarán fuera de su hábitat natural. Así, los jóvenes cristianos que muerden el anzuelo del yugo desigual, por regla general, pronto se apartan de su comunión sincera con Dios y, consecuentemente, de la comunión con la iglesia. Perderán su pureza; su buena conciencia, y la razón.
Luego, buscarán mil y una formas de justificar su necia decisión: «Por ahora, es solo una amistad»; «¿Por qué no darle una oportunidad? Todos la merecen»; «Los chicos o chicas de la iglesia tampoco son una garantía»; «Pero voy a predicarle y llevarle/a a la iglesia»; «Aunque somos novios, no voy a casarme hasta que se convierta»; «Pero está demostrando mucho interés en las cosas del Señor»; «Pues Fulanito hizo lo mismo y le salió bien». De verdad, no sé cuántas veces he escuchado estas y similares justificaciones bobaliconas.
Que sí, que es verdad, que en la Biblia no encontramos un pasaje donde se desarrolle de manera específica el tema del noviazgo moderno, pero precisamente por eso, ¡porque es moderno! No obstante, como en casi cualquier otro tema, encontramos principios eternos muy útiles que, acompañados con un poco de sentido común santificado, bien podrían librarnos de nefastas consecuencias futuras.
Joven: fíate de Dios. Confía en su divino consejo. Porque «el que confía en su propio corazón es necio» (Proverbios 28,26). Dios te ama, él no desea burlarse de ti, y todo el consejo de Dios es dado por el propio bien de tu alma. Él no desea aguarte la fiesta, sino llenarla de júbilo.
No, no existen los noviazgos misioneros. ¡Eso no es un ministerio! No se comienza un noviazgo –cuya meta es el matrimonio– con un incrédulo, y luego se espera a ver si “cae la breva” y Dios salva a esa persona. No, definitivamente, no hay sabiduría en ello. No te ha llamado Dios a evangeligar, sino a evangelizar.
No caerá esa breva. O no lo hará generalmente, y Dios no te ha llamado a ti a ser la excepción. Fíate del Señor con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia (Proverbios 3,5).
He visto a jóvenes incrédulos disfrazarse de «ángeles de luz»; bautizarse, asistir a todas las reuniones, hacer discipulados… Todo esto y mucho más, pero no haciéndolo con corazón limpio, buena conciencia y fe no fingida, sino con el único propósito de conseguir el beneplácito de su enamorado o enamorada cristiana. Y esto es todo lo que un joven cristiano iluso necesita, para creer que “la breva ha caído” y que Dios ha aprobado y bendecido su relación, cuando en realidad, sucede todo lo contrario.
Luego, a menudo vienen las sorpresas, pero ya no hay vuelta atrás. Lo hecho, hecho está. Divorcios, dolorosas rupturas, sentimiento de suciedad o de hipocresía, desconfianza, culpabilidad, consecuencias vitalicias, etcétera. Afortunadamente, en Cristo siempre habrá esperanza para estas personas, pero hay miles de males que Dios les hubiera querido evitar.
No en vano Dios advirtió una y otra vez, en el Antiguo Testamento, a su pueblo escogido, acerca de los peligros de las relaciones con pueblos paganos e incrédulos (Deuteronomio 7,1-5). Tales relaciones terminaban apartando al pueblo de Dios del Dios de ese pueblo. El pueblo escogido pudo haber alegado que esta era una forma atraer a los incrédulos al pacto de Dios con Israel, de hacer prosélitos. Pero no, esta no era una forma legítima ni aprobada por Dios. Antes bien, solía traer la ira y el juicio de Dios sobre su pueblo escogido.
No se trata únicamente de la obediencia ciega a una prescripción divina, sino de sentido común. «¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?» (Amós 3,2). Y no, no se trata de tener muchas cosas en común (política, deportes, gustos, hobbies, etcétera). Nuestra común unión debería ser Cristo. Si Cristo no es tu principal unión con tu pareja, ¿qué valor tiene todo lo demás?
¿Cómo podrás darle toda la gloria a Dios con tu vida si te unes a alguien que solo busca la gloria de este mundo? ¿Cómo seguirás fielmente a Dios si te has unido a alguien que sigue fielmente la corriente de este mundo? No te engañes, es imposible que dos personas vayan en la misma dirección, si uno de ellos no tiene la «mente de Cristo» (1 Corintios 2,16).
Esta es la razón por la que, en otro contexto, el apóstol Pablo advierte:
También esta es la razón por la que el apóstol, al hablar del matrimonio –y por extensión del noviazgo moderno–, afirma que el cristiano es «libre es para casarse con quien quiera, con tal que sea en el Señor» (1 Corintios 7,39).
Y joven, no escuches tu necio corazón. No trates de auto-engañarte pensando que eres lo suficientemente fuerte y maduro, como para que estas cosas no te afecten. El hombre más fuerte de la Biblia, Sansón, se apartó de Dios al iniciar una relación con una mujer pagana. No buscó el agradar a Dios, sino el agradase a sí mismo (Jueces 14,3).
Salomón, el hombre más sabio de la Biblia (1 Reyes 3,12), terminó apartando su corazón de Dios, al unirse en yugo desigual con otras mujeres.
David, un hombre conforme al corazón de Dios (1 Samuel 13,14), que terminó cometiendo graves pecados al dejar que su corazón abrazara el yugo desigual.
Oh joven, no importa cuán fuerte, sabio o integro te veas, «huye de las pasiones juveniles» (2 Timoteo 2,22) y busca comunión «con los que de corazón limpio buscan e invocan al Señor». Fíate de Dios. «Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos» (Eclesiastés 12,1). Reconoce la necedad arraigada a tu corazón y humíllate buscando el socorro de Dios.
No juegues con el yugo desigual. Demuestra tu lealtad y amor sincero a Dios sometiendo los deseos engañosos de tu necio corazón a su sabia voluntad. Él conoce lo mejor para ti. No quiere aguarte la fiesta, sino llenarla de júbilo.
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