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Protestante Digital

 
Maná para el peregrino LXXXVI
 
 

En el principio fue la llama

Texto que ha sido incluido como prólogo del catálogo para la exposición Llama de Amor Viva: Juan de la Cruz-Miguel Elías, editado por la Diputación de Salamanca, dentro del marco del XX Encuentro de Poetas Iberoamericanos 2019.

MUY PERSONAL AUTOR Jacqueline Alencar 19 DE OCTUBRE DE 2019 08:00 h
Catálogo Exposición Llama de amor viva. Juan de la Cruz-Miguel Elías. / J. Alencar

En una noche oscura,/ con ansias en amores inflamada,/ ¡oh dichosa ventura!,/ salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada. Así se inicia la mayor búsqueda de Cristo, el Amado, por parte de uno de los grandes místicos españoles, Juan de Yepes, o San Juan de la Cruz, quien, junto a los otros como Fray Luis de León, Teresa de Ávila y Fray Luis de Granada lograrán tallar un nuevo rostro del Maestro que es más que tierra, tierra, como diría Unamuno. Ellos nos acercarán a ese Verbo hecho carne, ofreciéndonos gratuitamente todos sus nombres; nos acercarán a otro Cristo, distinto de aquel que era presentado oficialmente. Ellos serán los grandes rebeldes religiosos que acercarán esos aires de reforma que se paseaban por la Península, haciendo vislumbrar luces de esperanza de una nueva vida que se prolongaría por siempre. Forman parte de esa “gran y apasionada escuela religiosa del siglo XVI”. 



Juan de Yepes, nacido en Fontiveros (Ávila) en 1542, se verá inmerso en la España de Felipe II y en la España en la que con garras la autoridad inquisitorial intentaba liberarse de cualquier atisbo luterano o erasmista, de las relaciones con el humanismo floreciente en Europa o de la sabiduría que emanaba de sus recintos universitarios. Estamos en la época de la limpieza de sangre y del Índice de libros prohibidos, de Fernando de Valdés en 1551, el cual será confirmado por el Index romano de 1559. Se gesta así la llamada contrarreforma y se impone el poder temporal y espiritual de la Iglesia con sus temibles consecuencias y que cercenará la libertad de expresión y de conciencia. Nos encontramos con los autos de fe de Valladolid y Sevilla, las persecuciones y falsas acusaciones. No se librarán de estas lacras los místicos españoles del XVI, el mismo San Juan de la Cruz experimentará la cárcel en Toledo. Allí brotaron palabras para un cántico que no se ha marchitado con el tiempo, al igual que aquellas dejadas por otro elegido, D. Bonhoeffer, allá en la cárcel de Tegel, en la Alemania nazi.



Así, el amor profano se torna divino en versos del poeta, expresando la mayor entrega y amorosa unión del alma con Uno que vale por tres, lleno de gracia y amor. Qué hermoso suena el canto que recrea a Salomón. Nos hace entrar en el desespero como el alma herida después de ser flechada por el Amado: “¿Adónde te escondiste, / Amado, y me dejaste con gemido? / Como el ciervo huiste / habiéndome herido; / salí tras ti clamando y eras ido”. Esta obra lírica, alegórica, sea desde la perspectiva de lo humano o de lo divino, nos transmite esa búsqueda incesante de las almas, una vez que han sido heridas por Su amor, que no es un amor cualquiera, y por eso se van tras suyo, porque es su pan de cada día, el aire que necesitan para poder respirar, la hoja de ruta para no perderse en los valles de sombra de muerte. Juan de Yepes se lanza en esa búsqueda agoniosa como la de Job, o luchando hasta el amanecer como Jacob, tal como lo experimentó Unamuno. Soltando ayes, clamando dolorida y ardientemente por el único sanador de sus dolencias. Pero no quiere intermediarios, sabe que no hay sustitutos, pues en ningún otro hay salvación y luz: “¡Ay!, ¿quién podrá sanarme? /¡Acaba de entregarte ya de vero; /no quieras enviarme /de hoy más ya mensajero/ que no saben decirme lo que quiero”



Herida de amor sale el alma, ansiosa, infatigable, para hallarlo, lanzando mensajes allá por donde fuere. Juan nos hace pasear por toda la maravillosa creación elevándola a lo más alto como comunicadora de mensajes divinos. El peregrinaje se hace espiritual: “Pastores, los que fuerdes / allá por las majadas al otero, / si por ventura vierdes / aquél que yo más quiero, / decidle que adolezco, peno y muero. // Buscando mis amores / iré por esos montes y riberas; / ni cogeré las flores, /ni temeré las fieras, /y pasaré los fuertes y fronteras”.



Con él recorremos bosques, montañas, valles, verdes praderas en busca del Amado, después de ser flechados por Él. Una y otra vez constatamos en el poeta esa locura por encontrar al Amado que a veces se esconde, para luego encontrarlo e iniciar el peregrinaje en unión con Él, de forma incondicional, solo contemplando. Una obra de amor que le deja impactado y comprometido, pues iniciar el Camino, que es el lugar de la acción, de la cruzada y de la vida real, implica buscar una meta, y se asumen los riesgos que implica la búsqueda de esa meta. El alma hace suya esa realidad, y ya no le mueve el temor ni la ganancia, sino el amor que le llena de contentamiento y vive, aunque cada día es un nuevo comienzo, cada día tiene su propio afán, por eso necesita oír nuevamente la voz protectora del Amado allanándole el camino: “A las aves ligeras, / leones, ciervos, gamos saltadores, /montes, valles, riberas, / aguas, aires, ardores /y miedos de las noches veladores, // por las amenas liras /y canto de serenas os conjuro / que cesen vuestras iras / y no toquéis al muro, / porque la esposa duerma más seguro”. Solo puede exclamar con voz de trompeta lo que otros gritaron antes y después: “Tu Dios será mi Dios”. Ya redimido y rota las cadenas para poder correr.



El poeta no escatima en formas para acercarnos, a través de su cántico, las tres vías de la mística: la purgativa, la iluminativa y la unitiva. Él vive en las fronteras de lo espiritual, de lo intelectual, de lo religioso; no está con el mundo mas está en el mundo. De ahí que utiliza el erotismo inherente al ser humano para hacer un símil con la unión entre Dios y el alma que le busca, demostrando así la valía del hombre para el gran Hacedor. No es un monólogo, sino que es un diálogo íntimo entre el Amado y la Amada por Él. Como toda oración donde el ser se derrama, se desnuda ante aquel que no menosprecia y percibe que el alma, su Amada, se siente todavía presa y angustiada por las tempestades que aún asolan.



La palabra no pasa sino permanece y a través de ella el poeta por los siglos de los siglos nos sigue contando su experiencia del encuentro que tuvo con el Amado, quien le había quitado las cargas que llevaba, y que ni siquiera el ascetismo ni los rituales establecidos tridentinamente habían podido hacer más llevadero su tránsito diario. Así lo contó también en su tiempo a los que querían saber cómo se podía andar así, arrobado por Dios, pegado a él para caminar recto. Se dice que sus palabras eran copiadas y distribuidas; o él mismo las diseminaba, así, con urgencia para sentir esa llama de amor que hacía volar e ir corriendo al encuentro con Dios. Era el paso de la noche oscura al culmen de la perfección. Ahora ha experimentado esa unidad con el Amado. Ahora siente al Amado en el cántico de los pájaros, en las aguas cristalinas; lo ve en la magnificencia de la creación, lo ve en los otros, sus semejantes prójimos y próximos. Es como si pudiera ver, por vez primera, la belleza del paisaje del Fontiveros de su niñez. Su Amado está en cada cosa puesta acertadamente en cada esquina de la tierra que pisa. Todo le parece hermoso, iluminado por esa antorcha que arde en su interior. Incluso la misma creación da testimonio del paso del Amado derramando hermosura: “Mil gracias derramando/ pasó por estos sotos con presura/ y yéndolos mirando/ con sola su figura/ vestidos los dejó de su hermosura”.



Ahora descansa en los brazos del Amado, bajo la sombra de su soberanía: “Quedéme y olvidéme,/ el rostro recliné sobre el Amado,/ cesó todo y dejéme,/ dejando mi cuidado/ entre las azucenas olvidado”.



“¡Oh lámparas de fuego, / en cuyos resplandores / las profundas cavernas del sentido, / que estaba oscuro y ciego, / con extraños primores /calor y luz dan junto a su Querido!...” (Llama de amor viva). Como si la noche no fuera suficiente, ese despojo, esa desnudez que deja libre para ir en pos de la perfecta unión, acendrada, pura, estando ya dispuestos todos los sentidos y preparativos del alma, viene el broche de oro que es puro resplandor, es fuego encendido por el amor que ha brotado de ese encuentro nupcial entre el alma sedienta y la ‘fonte’ que la sacia y que es inagotable. El alma, en éxtasis incontrolable, no consigue callar y contener los ríos de agua viva que la han recorrido: “¡Oh llama de amor viva/ que tiernamente hieres…”. Agradecida por los dones y la gracia recibida, y consumida y llameando de amor, se desborda en un lenguaje tan apasionado que es imposible no ser escuchado; como reviviendo pentecosteses de antaño, el alma parece embriagada por el desbordamiento del espíritu que la hace hablar en misteriosos lenguajes, solo entendidos por los que estando ciegos salen a buscar en medio de la noche, después de haber experimentado un cántico glorioso. Ahora llega el momento laureado, inflamado de contento y amor por una llama que no hiere, sino acaricia; vencidas las luchas de carne y espíritu, una paz que se vislumbra perenne, oliendo a vida eterna. Clama el alma agradecida: “¡Cuán manso y amoroso / recuerdas en mi seno / donde secretamente solo moras / y en tu aspirar sabroso / de bien y gloria lleno / cuán delicadamente me enamoras!”.



Ahí está la respuesta del porqué de su talante reformador en medio de contrarreformas, de esa construcción que es la más bella obra lírica y la más profunda exégesis para que no se quede en el camino, sino penetre hasta los tuétanos, hasta lo más profundo del ser de aquellos que se atrevan a degustarla. Ahora tiene el espíritu sosegado, aun en la noche puede ver una luz que hace ver con otras gafas, y ve más allá de la contemplación y de la actividad monástica. Quiere contar sobre ese Amado que despierta a las almas y las hace inquirir, tener voz. Quiere sacar a su Amado de los conventos y ponerlo a disposición de la realidad exterior. Contagiar su pasión por estar en íntima unión con Dios a través de Cristo, para transmitirnos su propio Cantar, su propia experiencia de un encontronazo que hizo historia y aún relampaguea en este siglo XXI, y amenaza con que será así eternamente.



Si su plan era ir a la Cartuja, el del gran planificador era el de hacerlo andariego fundante como la de Cepeda y Ahumada, quien también había tenido su propia noche oscura para iniciar el camino de la perfección andando en sintonía con el espíritu del Amado, que hasta en los pucheros puede encontrarse. Y había vuelto a las fuentes que nunca se secan y logran mitigar la sed eternamente. Ambos, usando la espada del espíritu que es la palabra, se embarcaron en una nueva cruzada por mantener viva la llama de amor que había empezado a arder en sus corazones. Así, después de ese encuentro en Medina con Teresa, se decantará por el Carmelo e iniciará su periplo como caballero fundante de palomarcicos, con una fiel compañera de milicia. Dice Teresa que él “había llegado a la perfección más alta que podría llegar un hombre humano mediante su gran virtud y santidad”. Tenían en común a un Amado que era el centro y realidad en sus vidas. No era una costumbre ni sacrificio, sino el amor y la misericordia, la justicia y la gracia lo que los revestía cada mañana para andar con sabiduría por sus caminos. Y para sortear los obstáculos y aligerar las cargas, como aquellas que les impidieron escribir y actuar sin corsés, cuando empieza la lucha encarnizada de Melchor Cano contra el misticismo. 



¿Cómo puede haber proliferado la palabra en ambiente tan hostil?, nos preguntamos. Pero he ahí que con certeza el Amado de Juan actuaba aun en medio de las noches oscuras de las mazmorras de la intolerancia. ‘En una noche oscura’, dice el poeta de Fontiveros, porque sabe lo que es adentrarse en la noche en que lo pone Dios para llevarlo a una íntima unión con él; noche en la que la lumbre divina oscurece el alma, la deja “vacía y a escuras”, la purga e ilumina con divina luz espiritual, que es capaz de dejar de lado toda afección. Depurándose. “Noche con dudas, recelos, horrores…”, tal vez como aquellas pasadas entre los barrotes toledanos, luchando por buscar una salida hacia la libertad. Su alma aguerrida combate por liberarse de otras pasiones para poder alcanzar la libertad otorgada por el Amado, a quien busca con frenesí, con ansias indescriptibles, descubriendo que así no se pierde, más bien se gana, y que es poseedor de una escala secreta, que es personal e intransferible, algo que no se puede ver, pero que se siente, ya que es fuerza para reconocer que todo lo que hay en su interior debe ser renovado dando lugar a un hombre diferente, con un espíritu que le da poder y un lenguaje casi etéreo, donde la palabra tiene la preeminencia. Así lo declara: “… Dios hace aquí mercedes al alma de limpiarla y curarla…, haciéndola desfallecer en esta manera a todo lo que no es Dios naturalmente, para irla vistiendo de nuevo, desnudada y desollada ya ella de su antiguo pellejo. Y así se le renueva, como al águila, su juventud, quedando vestida del nuevo hombre…”. No es una palabra cualquiera, sino la que es escrita con la sangre de un nuevo pacto que le hace entonar un cántico que será oído por muchos, como un nuevo mensaje que se expande por Castilla y más allá. “¡Oh dichosa ventura! / salí sin ser notada”.



De pronto, el Arte se puso al servicio suyo para contar a todos lo que había experimentado, cual aquella samaritana del cántaro que también se encontró con el Amado allá por Sicar y salió dando testimonio de ese encuentro que cambió su vida, plasmando todo ello en su poesía que respira espiritualidad por todos sus poros. Tanto es así que Menéndez y Pelayo escribió en su discurso de ingreso en la Real Academia Española, el 6 de marzo de 1881, y que dedicó a Fray Luis de León: “… Pero aún hay una poesía más angelical, celestial y divina, que ya no parece de este mundo, ni es posible medirla con criterios literarios, y eso que es más ardiente de pasión que ninguna poesía profana, y tan elegante y exquisita en la forma, y tan plástica y figurativa como los más sabrosos frutos del Renacimiento. Son las ‘Canciones Espirituales’ de San Juan de la Cruz, la ‘Subida del Monte Carmelo’, la ‘Noche oscura del alma’…”.  



Por ello, Juan de Yepes busca todos los medios puestos a su alcance, verso y prosa bien tallada y sazonada con ritmo y armonía; metáforas, alegorías, figuras retóricas, símbolos. Se percibe que las Escrituras son fuente e influencia inagotable para el vate de Fontiveros, en sus versos y prosa se nota el sabor de los Cantares de Salomón, de los Salmos, de algún profeta, de los Evangelios, pues se nutría de la única fuente verdadera, no de la doctrina elaborada por el hombre a su libre arbitrio. Así también se nota la incidencia en sus versos de la época en la que le tocó vivir, así como de la cultura, la tradición y la literatura popular y renacentista. O pequeños toques luisianos o garcilasianos. Diestramente funde verso y prosa, doctrina y literatura, de modo que una no puede existir sin la otra si el lector de todos los tiempos quiere percibir con claridad el mensaje entrañado en ellas. Todo es una cantera de la que va extrayendo materia prima para añadir valor agregado a esa forma de dar salida al mejor producto que tiene para beneficio de las almas que, como él, están ansiosas por tener un encuentro con el Amado. Todo lo que natura da debe ser escudriñado y extraído lo excelente. Incluso su dramática historia familiar confluye para bien, como estímulo de superación y perseverancia. Es así que, en Salamanca, al pasar por el Colegio Mayor de San Andrés, saca a la luz su aguzado ingenio para sorber de todo lo que allí se ofertaba. Aunque no se sabe con exactitud acerca del desarrollo de sus estudios en la ciudad de los saberes, sí parece que realizó los tres cursos de Artes, y, quizá, estudió algunos cursos de Teología. O como dicen otros, que oyó algunos años de Teología. Allí oyó sobre San Agustín, Durando, Descoto, la Biblia, en las voces de Fray Luis de León, de Francisco de Vitoria, Martínez Cantalapiedra, León de Castro, Sánchez Brozas, Gaspar de Grajal, Cristóbal Vela, entre otros. Bebiendo de todo ello, pudo procesar y extraer la esencia que se plasmaría en sus libros didácticos, y ser considerado un teólogo, a pesar de las dudas de alguno.



Así como los nueve meses en la cárcel carmelita fueron relevantes para gestar el ‘Cántico espiritual’, sin duda el desarrollo de su labor fundacional y de otra índole coadyubaron también a aderezar su escritura con carácter espiritual. Recorre Pastrana, Duruelo, Mancera, Ávila, Jaén , Córdoba, Málaga, Sevilla, Granada… sembrando con el ejemplo entre los moradores de los conventos, que van aprendiendo una nueva forma de vivir que es contagiosa. Aun la soledad y el ostracismo fueron abono para que germinaran hermosas liras y se forjara la mejor armadura a prueba de injurias y de calumnias con la intención de despojarlo de sus ideas y de su hábito, o de destierros a tierras mexicanas. Tenía algo de lo que carecían otros: un verdadero ‘camino de Damasco’, personal y sin vuelta atrás. Y así fue hasta cuando en Úbeda partió a su patria celestial en 1591. Descubre también que no siempre se puede huir del mundanal ruido, muchas veces tocará oírlo, y con creces. Aprenderá que la belleza de una rosa puede gestarse entre los espinos, y que entre los barrotes se puede ser libre y cantar. Había contemplación, pero también aflicción. Pero he ahí que no estaba solo, tenía un compañero que antes, mucho antes, había dicho: “En el mundo tendréis aflicción, mas confiad, yo he vencido al mundo”. Ese desposamiento del alma con el Amado no era una reliquia a ser guardada, más bien tenía que ser difundida, hacerse universal. Y él mismo no debía ser un místico normal, viviendo para sí, sino para los otros. Implicaba estar en todas las esferas de la realidad donde estaba inserto.



No teme utilizar versos profanos, imitando los estilos populares, creación del Creador también, y tornarlos más bellos y espirituales, de modo que su mensaje vaya en un envase familiar, tal como lo hiciera el parabolista Maestro, Cristo, usando los más sencillos y cotidianos elementos; quien no escatimó en acercarse y amar a las personas y a la Naturaleza, para luego poder espiritualizarlas. Para que agrade primero, y luego venga el entendimiento. Así, de forma deliberada, hace suyos los versos de coplas populares y las sacraliza, a través de nuevas glosas. Utiliza retazos de otros, como en el caso del poema ‘Un pastorcico’: “Un pastorcico solo está penado, / ajeno de placer y de contento/ y en su pastora puesto el pensamiento,/ y el pecho del amor muy lastimado.//  (…) Y a cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol, do abrió sus brazos bellos/ y muerto se ha quedado asido de ellos,/ el pecho del amor muy lastimado”.  Toma como elementos válidos lo que proviene de la creatividad del hombre y a él tiene que volver con un nuevo valor añadido. Otra vez el amor entre el alma y el Amado personificado en la pastora y el pastor, que Juan transforma en hermosa alegoría que transmite el inconmensurable amor de Cristo hacia los hombres, a través de su muerte, y muerte de cruz. Con qué belleza e intensidad se entrega para que podamos entender esa obra redimidora, y casi lleguemos a oír aquel ‘consumado es’ que presagiaba vida, y más vida. Así describe Dámaso Alonso este ‘método divinizante’: “De tiempos distintos, con modos distintos, todo el contenido de la obra poética de San Juan de la Cruz es resultado de un movimiento de divinización”. 



Usa esos ropajes cotidianos para materializar su propia experiencia con Dios. Todo lo que ha experimentado de Él. Tiene la gracia del artista para pintar de forma divina, incluso lo oscuro de la noche en Toledo, donde es triturado lentamente, mas a él no le parece una maldición, sino un puente que le acerca más a Dios, a quien ya había empezado a saborear. Lo había probado y quería más. Sin importancia parece el romance “In principio erat Verbum”, dividido en deliciosos trozos de la mejor tarta con ingredientes teológicos que parafrasearán y recordarán la historia de la salvación del ser humano que ha sido revelada a los que tienen el don de la transmisión de la revelación divina: “En el principio moraba /el Verbo y en Dios vivía, /en quien su felicidad /infinita poseía. //El mismo Verbo Dios era, /que el principio se decía…”. Repetimos que el poeta se sirve del arte, en forma de poema, glosa, romance, prosa, para contribuir al encuentro y restauración de la relación entre el hombre y Dios, dañada en el principio de los tiempos. Quiere que las almas se abran al acto reconciliador de Dios, que solo puede ser a través del Hijo. Y que no sea en vano esa persecución del Amado buscando las almas, llamándolas incansablemente; y la llamada se renueva cada día por su misericordia. 



Pareciera como si la censura, la cárcel, las delaciones o la ortodoxia imperante no tuvieran consecuencias para ese ‘boom’ espiritual. Hoy podemos constatar que su legado ha logrado sortear todos los obstáculos; lo podemos sentir en las palabras en verso o en prosa, de Juan de Yepes, y en las imágenes del pintor Miguel Elías, que se pasean armoniosamente por los recintos del patio de La Salina de la Diputación de Salamanca, trascendiendo siglos y modas; cárceles, censuras y destierros. Es el poder del Amor convertido en antorcha que no se puede apagar.  ¿Cómo si no, hoy somos testigos de que la llamada continúa, y los versos también? Siguen estratégicamente aliándose con las nuevas formas de transmitir los mensajes. Hoy también el pincel se pone al servicio de la palabra que dice “en el principio era el Verbo”. El Verbo que es la palabra, el logos que estalla en luz a través de los colores del arcoíris, de ceniza, tierra, arpilleras, papel, tinta, acuarela… Brota el color, ya sea en noche-oscura o en llama-roja-viva…



En el principio era la llama…



(Para Miguel Elías, quien, a través de sus pinceles, hoy hace realidad el verso ‘Ut pictura poesis’)


 

 


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