Cual los amigos de Job, transitamos por los pasillos de la especulación, con frecuencia poseídos de una retórica literalmente semejante a la que ellos emplearon cuando trataron de explicarse para su propia satisfacción.
Los casos de suicidios que en meses recientes han afectado a pastores y líderes evangélicos, no solo han sido dolorosos y preocupantes, sino que también han dado paso a las interrogantes y dudas que suelen asomarse a nuestras mentes cuando una persona que comparte su fe en Cristo con nosotros deja este mundo en medio de una situación que no es la más normal ni esperada.
Puntuales, y sin no siempre contar con nuestro beneplácito, llegan a nuestras mentes preguntas a las que nos les encontramos respuestas apropiadas y satisfactorias. ¿Cómo un Dios Santo y justo, y que al mismo tiempo es clemente y misericordioso, va a juzgar cuando se presenten ante su juicio soberano, a estos hermanos que atentaron contra sus propias vidas? Preguntas como estas nos sobrecogen y avasallan.
Observen cuán difícil es todo esto. Yo, un simple mortal que un día me presentaré ante Dios, ni siquiera con méritos propios, porque de ser así estoy descalificado de ante mano, sino con los méritos otorgados por la fe en su hijo Jesucristo, me estoy anticipando y presuponiendo desde mi alcance finito y en extremo limitado a las opciones y posibilidades que Dios pudiera tener cuando esté juzgando a esos hermanos que partieron de esta tierra por la fuerza de un acto que todos rechazamos.
Como una osada insensatez podría nombrar mi presunción el siquiatra cristiano Pablo Martinez Vila (Vila, 2019)[1] cuando hace un intento por arrojar alguna luz sobre este intrincado tema. Sin ningún tipo de complacencia con la autoagresión, porque entiende se trata de un hecho que desagrada profundamente a Dios, soberano de nuestra vida y el único que tiene el derecho de darla y quitarla, Martínez Vila admite que “no estamos en el lugar de Dios para juzgar”.
Subraya este médico que en el suicidio intervienen con frecuencia factores de enfermedad mental, de crisis y otros que no surgen por la falta de fe. Él afirma que es Dios quien finalmente determinara hasta qué grado el acto suicida fue agravado por una condición de salud y hasta donde fue una decisión deliberada y pecaminosa.
Como causa del suicidio nosotros hablamos de enajenación, de depresión, de pérdida de la autoestima, de sensación de agotamiento existencial, de anomia y perdida del propósito y sentido de la vida. Hablamos de estado de desesperación, de extrema infelicidad y angustia, de todos esos malestares que siente una persona ante de caer en ese profundo vacío que lo lleva a atentar contra su propia vida.
Presuponemos, prejuzgamos, removemos en nuestra memoria hechos y situaciones, hacemos conexiones de detalles e informaciones que nos ayuden a llegar a la causa de lo que no entendemos. Alegamos ante lo irremediable falta de fe, descuido espiritual, la pesada carga espiritual o ministerial, decisiones precipitadas, no tomarse tiempo para el solaz y el descanso. Todas son posibilidades razonables ante estos casos, pero ningunas concluyentes y cabalmente satisfactorias.
Me pregunto, entonces: ¿Qué piensa Dios? ¿Cuáles son los elementos y las causas que yo no conozco y que sí Él conoce y sabe para establecer su juicio?
Desde nuestra humana condición no contamos con los elementos de juicio suficientes para establecer hasta donde este desenlace trágico ha sido impulsado por factores no controlados por la persona afectada o constituyen su muy deliberada y particular determinación.
El psicoanalista y pastor Jorge A. Leon (Leon, 2005)[2] considera que toda persona depresiva es un suicida en potencia y se lamenta de la incomprensión hacia los creyentes que sufren depresión. Una incompresión que, según él explica, deriva de confundir lo psíquico con lo espiritual. Su experiencia le dice que es común que al creyente depresivo se le acuse de no tener suficiente fe. “Tal acusación no soluciona el problema del deprimido; por el contrario, le aumenta el sentimiento de culpa y, consecuentemente, le acrecienta la depresión”.
Cual los amigos de Job, transitamos por los pasillos de la especulación, con frecuencia poseídos de una retórica literalmente semejante a la que ellos emplearon cuando trataron de explicarse para su propia satisfacción la situación calamitosa por la que transitaba este sufrido personaje.
Por más que elucubremos no tendremos el diagnostico exhaustivo y concluyente que pueda revelarnos el real estado mental, espiritual y, si se quiere, físico de la persona que pone fin a su vida. Esa auditoría del alma, ese escrutinio final y concluyente del estado espiritual, de la constitución total de ese creyente que termino con su vida, solo lo tiene Dios.
Ante lo incompresible, ante lo ignoto y desconocido, toda persona, si quiere, puede desarrollar una estrategia, una forma de no atormentarse hasta poner en riesgo el punto de equilibrio razonable en que sostiene su fe.
Entre las diversas posibilidades que tenemos para no dejarnos aplastar por lo que no entendemos está la de buscar la forma de desentenderse de estos temas. Entre los mecanismos usuales de defensa está lamentar el hecho consumado y escapar del laberinto por una puerta legalista que conduzca a una salida literal y sin mayores complicaciones: “Ahí está, lo dice la Biblia, no hay que buscar muchas cosas ni ponerse a especular sobre asuntos que están explícitos y claros”.
Perfecto, esta es una salida posible. La Biblia es la revelación divina para que encontremos en ella el propósito de Dios para nuestras vidas. De hecho, para hacer la voluntad de Dios y vivir conforme a su propósito, la revelación que contiene la Biblia es más que suficiente.
Pero la Biblia no nos da todas las respuestas, por lo menos, no nos las da tan acabadas y exhaustivas como en ciertas situaciones nosotros pretenderíamos que nos dé. Es en este punto cuando comenzamos deslindar lo que comprendemos de lo que no comprendemos, lo que podemos manejar dentro del margen de fe y razón que nos asiste, y lo que se sale de nuestro margen de compresión.
La estrategia más sana y recomendable es no comenzar a patinar sobre el trazado de este dilema. Es riesgoso. Se puede caer en extremos que nos distraen del propósito que Dios tiene con nosotros; incluso, ir más allá de lo sanamente comprensible puede arrastrarnos hacia zonas de confusión y desconcierto.
Vivimos nuestra vida de fe en perspectiva de lo que podemos comprender; ello incluye nuestras experiencias, conocimientos, el tiempo recorrido en los caminos del Señor. Vivimos nuestra fe sobre ese filo delgadísimo e indefinido entre lo que entendemos y lo que no entendemos. Entre lo que sabemos verdadero y creemos, pero que sentimos sobrepuja la línea de nuestra capacidad razonable. Pero ahí estamos aceptando el propósito de Dios, viviendo sobre su carácter santo y justo, pero sin intentar escrutar su mente. Ante el Dios infinito tenemos que postrarnos como lo que somos: criaturas finitas y limitadas.
Mi particular estrategias es, sin perder la guía que Dios me ofrece en su Palabra revelada, no intentar establecer dogmas definitivos ni llegar a certezas irrefutables sobre estos asuntos. Sobre el tema del suicidio tomo muy en cuenta el aspecto preventivo. Reconozco que la depresión y otros desórdenes mentales suelen anteceder al suicidio.
Tengo la convicción por lo que dice la Biblia que quien parte de esta tierra sin el Señor no pasa a morar en su presencia. Pero no me gusta juzgar a nadie ni acostumbro a hacer comentarios sobre el destino eterno de una persona cuando, por la razón que sea, parte de esta tierra.
Entre el juicio de Dios, su misericordia, su justicia y sus soberanos designios, existe un espacio tan grande e insondable, tan profundo y tan poco comprensible para mí, que yo siempre he optado por guardar silencio.
Mientras tanto, y puedo, les digo a los vivos, familiares, cercanos y amigos, que antes de partir de esta tierra hay que ponerse de acuerdo con Dios conforme a lo que dice su Palabra. Mi problema, mi afán de prevención y arrepentimiento es con los que están vivos. Cuando una persona muere, lo más sano y lo que me aplico a mí mismo es el silencio. De ahí en adelante no tengo capacidad ni competencia para remediar más nada.
No me gusta juzgar a los muertos –de eso se encargará Dios– una tarea tan inescrutable y suprema, que Él, y solo Él, sabrá cómo hacerlo, y a los vivos les digo que se prevengan y se arrepientan que un día tendrán que presentarse ante el Dios Santo y Eterno, y solo por la fe en la obra llevada a cabo por nuestro Señor pondrán librarse de su ira como expresión de su justicia.
Hablarles a los vivos la Palabra y guardar silencio ante los muertos, constituye un consejo que me doy a mí mismo, y ante todas las demás opiniones, guardo el más solemne respeto.
Notas
1 Leon, J. A. (2005). Psicología pastoral de la depresion, segunda edicion. Buenos Aires: Kairos.
2 Vila, P. M. (23 de mayo de 2019). Protestante Digital. doi:http://protestantedigital.com/blogs/47071/Arrojando_luz_en_las_tinieblas_del_suicidio
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