Invertir en los niños implica desarrollar métodos y técnicas que eleven la calidad didáctica de la educación bíblica.
“La escuela bíblica es el corazón de la iglesia”. Quienes que hemos asistido por algún tiempo a una congregación evangélica, hemos escuchado esta frase con bastante frecuencia; sin embargo, en la actualidad no estamos tan seguros de que ese corazón esté funcionando en las mejores condiciones de salud, y los síntomas de esos malestares parecen sentirse no solo en el cuerpo de la Iglesia, sino en toda la anatomía de la sociedad en general.
Si atendemos las estadísticas que dan cuentan de la condición de la niñez en América Latina, tenemos que admitir que nuestra soñada y romántica escuela bíblica dominical –en las iglesias que todavía la imparten– amerita una profunda revisión.
Se verifica en las adolescentes de nuestros países un alto índice embarazos. Se habla de niñas de hasta nueve y diez años que ya son madres. La participación de niños y adolescentes en actividades delictivas es alarmante y los niveles de maltrato infantil son gravemente escandalosos.
“Eso nada tiene que ver con la escuela bíblica”, dirían algunos. Sin embargo, aunque no tenemos estadísticas precisas, son muchos los niños de nuestras urbes que alguna vez han sido miembros de una escuela dominical de la que funcionan en nuestras iglesias. Tuvimos la oportunidad de trabajar con sus vidas, pero no supimos o no pudimos retenerlos. Simplemente se nos fueron. Fallamos.
Las preguntas que surgen, entonces, son: ¿Impactan a nuestra niñez y adolescencia los métodos pedagógicos que utilizamos en nuestras iglesias? A estos niños y niñas que pasan por nuestras iglesias, ¿qué tratamiento les damos? ¿qué atención les ponemos? ¿que tanto nos interesamos en sus vidas? Parece que simplemente utilizamos su presencia para engrosar las estadísticas que presentamos en los informes para dar cuenta de nuestros “éxitos misioneros”. La presencia de estos niños la reducimos a cifras que la recopilamos de la cantidad de golosinas que les repartimos como premio por su asistencia.
Hasta nuestro lenguaje se ha quedado un poco atrás. Hablamos de impartir una escuela bíblica, cuando deberíamos referirnos a verdaderos programas de transformación de la niñez y la adolescencia.
¿Están nuestras iglesias invirtiendo recursos en los niños, o se están invirtiendo estos recursos en “vanidades ministeriales” como grandes templos, carros lujosos, cenas, congresos para concitar aplausos y para la auto celebración de intrascendencias? Hablo de intrascendencia, porque las estadísticas que atiborran la prensa con respecto al estado deprimente de la niñez deberían provocar una gran movilización en nuestras iglesias, deberían ser motivo de consulta y preocupación. Deberían convocarnos a ayunos, a oraciones, a la reflexión y las consecuentes acciones derivadas de las mismas.
¿Están preocupados nuestros líderes de educación por la falta de actualización y pertinencia de nuestras escuelas bíblicas? ¿Tienen las escuelas bíblicas el apoyo del liderazgo de las iglesias? Todos los esfuerzos y recursos parece que están concentrados en los adultos. Los niños en muchas de nuestras iglesias ocupan un segundo plano.
Incluso, es cada vez mayor el número de iglesias donde las escuelas bíblicas han desaparecido, y la participación de los niños se limita a su permanencia en el culto que celebran los adultos. Claro, la nueva “contabilidad ministerial” no toma en cuenta los niños. Total, ellos ni diezman ni ofrendan de forma sostenible. En término de rentabilidad para el ministerio, los niños constituyen un gasto, no una inversión.
Desde la perspectiva de una iglesia influenciada por el modelo de una economía neoliberal que tiene como sucedáneo una teología de la prosperidad, parece que formar en valores a los niños no constituye una inversión rentable. La lógica globalizada y totalizadora de este modelo económico es dejar atrás todo lo que no le genere riqueza a quienes controlan el poder. Desde de este enfoque los niños no cuentan para el sistema, tampoco para una iglesia que está permeada por el mismo.
Invertir en los niños implica desarrollar métodos y técnicas que eleven la calidad didáctica de la educación bíblica. Los departamentos de escuelas bíblicas requieren de programas de entrenamiento para sus maestros y de mayores recursos económicos para incorporar mayor tecnología a la enseñanza, de manera que los recursos electrónicos e informáticos se vayan incorporando a nuestros métodos de enseñanza con el objetivo de mejorar la calidad de la educación en la iglesia. Todo esto articulado para avanzar hacia la preparación, tanto espiritual, pedagógica y bíblica de nuestros maestros.
La educación bíblica para niños y adolescentes demanda cambios significativos. La opción más cómoda para algunas iglesias ha sido suprimir la enseñanza bíblica dirigida a estas edades. La excusa, en muchos casos, es que la enseñanza bíblica para los niños responde a un modelo tradicional que no encaja en las prioridades de congregaciones concentradas en manifestaciones litúrgicas espectaculares y grandiosas, asumiendo que los niños no tienen poder adquisitivo y no son consumidores de bienes religiosos; Por tanto, su proyección, cuidado y atención no forman parte de la agenda de un liderazgo adulto que ha centrado su interés en su propia visibilidad y que cada vez más busca control y poder en los espacios de las estructura religiosas que se superponen en nuestras iglesias.
Una escuela bíblica vigorosa y bien enfocada habla muy bien de la salud de una congregación. La escuela dominical reúne a las familias en sus diferentes edades en la tarea de aprender de la Palabra de Dios. Se trata de algo maravilloso. Sin embargo, muchas iglesias están enfatizando más las actividades congregacionales que la educación bíblica; la enseñanza de la Palabra ha pasado a un segundo plano.
Si realmente entendemos que la escuela bíblica es el corazón de la iglesia, vamos a tratar, con la ayuda del Espíritu Santo y un poco de atención de nuestra parte, que ese corazón lata con la suficiente energía, de manera que cuando le tomemos el pulso a la iglesia, podamos decir: ¡gloria a Dios, está viva!
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