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Maná para el peregrino LXXX
 

Paisajes sentimentales de la meseta castellana (El Arco, Salamanca)

Somos testigos de que la tierra gime por ser rescatada.

MUY PERSONAL AUTOR Jacqueline Alencar 25 DE AGOSTO DE 2019 17:00 h
Paisaje y poesía en El Arco, Salamanca. / José A. Pérez

Así como muchas veces recorremos las carreteras que conducen a Ávila, Benavente, Toral de los Guzmanes, Segovia, Tordesillas, Zamora, Valladolid… o hacia algunos de los bellos lugares que conforman nuestra provincia de Salamanca, como Ledesma, La Mata, La Alberca, Monforte de la Sierra, El Cabaco, Aldea del Obispo, Ciudad Rodrigo, también cada año visitamos El Arco, a unos 27 kilómetros de la capital salmantina, aproximadamente.  El recorrido desde Salamanca no es muy largo, pero mentalmente lo eternizas para grabar nombres enclavados por el camino, como Villamayor, Mozodiel, Tesonera, Rascón, Valcuevo, Zorita, donde quedan vestigios de una antigua fábrica de harina de finales del siglo XIX, hoy convertida en hotel. Continúa Valverdón, con su olor a pan reciente; Torresmenudas, por donde pasa el arroyo Rivera de Cañedo, cuyas aguas permiten dibujar una fértil vega de prados y huertas, donde también pasta el ganado. Más allá, Aldearrodrigo, donde el camino se bifurca y tenemos que elegir entre Samayón o El Arco; y nosotros nos decantamos por El Arco, donde nuestro amigo Luis Frayle tiene su refugio con una encina varias veces centenaria que garantiza la perennidad de esta tierra que recibe los efluvios del Tormes. Bellos nombres con solera castellana que los vas anotando para poder degustarlos otro verano cualquiera a lo largo del tiempo, pues son paisajes que no pasan de moda y se quedan instalados en un lugar del corazón. Y los haces más hermosos de tanto quererlos.



Todo el recorrido deja extasiados nuestros sentidos. La vista se deleita con las hileras de choperas, álamos, más allá sauces alimentados por la misericordia del Tormes. Y de pronto, dejando atrás los maizales, el fulgor de los dorados girasoles ufanándose de su belleza que, a pesar de ser efímera, nos dejan el aceite y las pipas que tanto nos encanta saborear a lo largo del año. 



A un lado y otro de la carretera quedamos admirados por la inmensidad de los campos, donde huele a trigo recién cortado, ahora adornados con hileras de alpacas que embellecen el paisaje de tal manera que nos hacen decir: ¡Cuan ancha y bella y dorada es Castilla!, donde la dureza de la tierra y el frío se derriten en tiempo estival para facilitar las labores, de modo que haya una tregua deliciosa para preparar, cual hormigas, el pan para el invierno.



Antes de continuar nuestro camino nos imaginamos lo que queda por delante, si pasáramos más allá de El Arco, y arrancáramos hacia Ledesma; nos encontraríamos con San Pelayo de la Guareña, donde nos cuenta nuestro amigo que se degusta un queso y un buen vino denominados ‘Zorita’, Añover de Tormes… 



Siempre digo que, en cada estación, en cada año que pasa, los ropajes del paisaje mudan para que no caigamos en la rutina. Y te maravillas ante tanta perfección. Y deleitas la vista con la belleza del paisaje castellano, con sus campos dorados, rebaños de ovejas trasquiladas, girasoles... montañas de pacas que aseguran sustento para el invierno; moras de temporada que te hacen soñar con las mermeladas que degustaremos en las frías mañanas del invierno.



Y mientras estás embelesado ante este cuadro estival, recuerdo una frase del libro que leí hace varios veranos: Ecología y cambio climático. Una reflexión cristiana (Publicaciones Andamio), de Miguel J. Wickham Redman y Pablo T. Wickham Ferrier, dos escritores que abordan el tema de la responsabilidad cristiana sobre la Creación de Dios en relación con la crisis ecológica actual. Y que nos instan a adoptar "un estilo de vida coherente con la enseñanza bíblica respecto a la vocación humana de cuidar la Creación de Dios...". Donde también nos desafían a saber administrar, cuidar, disfrutar de todo lo creado, ya que una mala administración de la tierra trae consecuencias devastadoras en todos los tiempos. Ya lo decía Jeremías, quien vivió en una época de crisis material y espiritual: "Judá está de luto y sus ciudades desfallecen;/ hay lamento en el país...  El suelo está agrietado,/  porque no llueve en el país. Avergonzados están los campesinos, cubriéndose la cabeza./  Aun las ciervas, en el campo,/ abandonan a sus crías por falta de pastos./ Parados sobre las lomas desiertas, / y con los ojos desfallecientes, / los asnos salvajes jadean como chacales / porque ya no tienen hierba".



Por ello, cuando vemos y valoramos lo que tenemos, la belleza y productividad de nuestros campos, los frutos que brotan de ellos, aunque también hay épocas de malas cosechas y sequías, no podemos dejar de estar agradecidos por lo que resta después de los expolios sufridos, y nos sentimos impelidos a guardar celosamente este remanente.



Somos testigos de que la tierra gime por ser rescatada, gime Gran Canaria, adolorida todavía por las llamas inmisericordes, fruto de la sinrazón del hombre. Nos duele que se vaya perdiendo ese pinar verde del parque natural de Tamadaba, uno de los respiraderos del mundo que no conseguimos proteger. Los pulmones del mundo se van intoxicando. Gritan Agaete y La aldea, entre otros muchos… Miles de hectáreas que cada año se van volviendo ceniza. Pérdidas materiales y ganancias en tristeza, pobreza, avaricia, vicios de quemar. Siguen los vertidos tóxicos en las aguas, las guerras por el oro negro, las talas y quemas de bosques...  Continúa la ignorancia, la codicia... También arde Castelo Branco en Portugal, otra vez… Y arde la Amazonía, el mayor de los respiraderos que todavía quedan, pero que poco a poco se va extinguiendo por la búsqueda de lucro y la mala administración de gobiernos y gentes.



 



En un campo de girasoles por El Arco, Salamanca. / A. Pérez Alencart



Y llegamos a El Arco, con su sabor a labranza, a campo, a heno recién cortado, a rebaño… Todavía se sienten los últimos coletazos del calor veraniego, pero las pacas, orgullosas de su papel, nos presagian el duro invierno de la meseta, días de lumbre y patatas meneás con torreznos, días de sopas de ajo y chanfaina, hornazo, longaniza, tocino, farinato con huevos, buñuelos, jeta asada, leche frita, pan de leña... Y recordamos los versos de los Salmos: Haces que crezca la hierba para el ganado,/ y las plantas que la gente cultiva/ para sacar de la tierra su alimento:/ el vino que alegra el corazón,/ el aceite que hace brillar el rostro,/ y el pan que sustenta la vida./ ... Allí las aves hacen sus nidos;/ en los cipreses tienen su hogar las cigüeñas...".



Y los que llegamos de visita al refugio añadimos más versos que cuentan de lo grato que es ser recibidos cariñosamente por Luis, poeta, latinista, traductor de Vitoria, Leibniz, Erasmo, Vives…, pero, sobre todo, ensalzador de la mistad, con ese toque castellano que garantiza su perennidad. Es una delicia llegar a este remanso de paz donde puedes decir: “¡Qué descansada vida…”, y apartarte por un momento del mundanal ruido. Hay una pequeña casita, fresquita aun en verano, y en la que, en otros tiempos, nos reuníamos con poetas y pintores, como Josefina Verde, Verónica Amat, Alfredo Pérez Alencart, Miguel Ángel Gasco, Lisa Rodríguez, José Luis Pérez Fiz, María Teresa Gómez Berrocal, Víctor y Françoise Bergasa, entre otros, para leer poemas y rememorar tiempos antiguos, degustando una tortilla de patatas y otros productos de la chacina de esta zona. Mas en el refugio también hay una pequeña huerta que nuestro amigo cuida con primor, motivo por el cual, rinde mucho, pareciera que, a pesar de que la vamos ‘expoliamos’ cuando somos invitados a ello, se fuera renovando para que podamos visitarla otra vez y volvamos a tener un stock de verduras con sabor de verdad. Son los sabores de la amistad brotados en forma de pimientos, tiernas hojas de lechuga, calabacines, judías verdes, pepinos, tomates aromosos, cebolletas, coles y, de vez en cuando, fresas. Todo contribuye a nuestra cesta familiar. Todo es una cadena como si fuese un cordón de grana. Como el color de ese amaranto rojo que se ufana en un pequeño jardín que huele a tomillo, romero y menta. Y a rosas que nunca faltan y llegan hasta mi pisito de Tejares, donde otro brazo del Tormes fertiliza nuestras vidas como ríos de agua viva que se alimentan de una fuente inagotable, solo por fe.



Bajo la sombra de la encina centenaria nos sentamos hasta la llegada de la brisa fresca del anochecer, mientras emulamos esa descansada vida de la que hablaba Fray Luis de León y nuestro amigo nos cuenta sobre la historia de esas tierras otrora comunales. Después, cuando amaina el sol, nos adentramos por un camino agrícola en busca del cauce del arroyo Valderrandino que pasa por el refugio, ahora seco, pero con aguas en el invierno. Es tierra de monte y encinas; donde todavía transitan los jabalíes y los conejos; todavía se oye el trinar de los pájaros. Todavía caminas entre carrascas (encinas pequeñas) y jaras…



Toca volver a la ciudad, a nuestro barrio de Tejares y, nuevamente, iniciamos el recorrido, repasando el paisaje; despidiéndonos de las espigas, las pacas, las encinas, los girasoles... ya pergeñando un nuevo encuentro para el próximo verano, si Dios así lo permite. Sin olvidarnos del llanto de la tierra hermana que arde y pide auxilio.


 

 


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