¿Cómo pueden unas herramientas abstractas, fruto de miles de años de progreso matemático, terminar siendo perfectamente adecuadas para describir algo bien real?
La memoria a veces hace trampas, pero me parece que recuerdo bien ese momento. Era dos años después de mi bachillerato. Sometido a altas dosis de matemáticas y física, no podía evitar de pensar en ello después de las clases. Mis pensamientos esa noche se inclinaban sobre las leyes que gobiernan los campos eléctricos y magnéticos. Las denominadas ecuaciones de Maxwell. Se trata de un arsenal matemático que involucra “derivadas parciales”, algo descubierto por Newton y Leibniz en el siglo XVII.
Perdido en mi sueño, me hice más o menos la siguiente reflexión: “¿Cómo pueden unas herramientas abstractas, fruto de miles de años de progreso matemático, terminar siendo perfectamente adecuadas para describir algo bien real?”.
Pronto supe que no era el primero en extrañarme así. ¿No había escrito Galileo siglos antes que “la filosofía [natural] está escrita en ese grandioso libro que tenemos abierto ante los ojos, (quiero decir, el universo) … Está escrito en lengua matemática”?
Albert Einstein también preguntó: “¿Cómo es posible que las matemáticas, que son el producto del pensamiento humano y son independientes de cualquier experiencia, puedan adaptarse de tan admirable manera a objetos de la realidad?”
Finalmente, Eugene Wigner, Nobel de física de 1963, escribió en 1960 un texto con un título tan famoso como explícito: La irrazonable eficiencia de las matemáticas en las ciencias naturales.
Algunos pensamientos más tarde, se me impuso una idea: las mates existen. No se inventan. Se descubren. Y de nuevo, me di cuenta de que muchos otros habían llegado al mismo punto. Cédric Villani por ejemplo Medalla Fields 2010 (el Nobel de las mates): “Estoy entre los que creen que hay una armonía preexistente... se trata de una intuición inexplicable, de una convicción personal y cuasi religiosa”. También cabe citar a Alain Connes, otro Medalla Fields (en 1982) :
“Dos puntos de vista extremos se oponen de cara a la actividad matemática. El primero, en el cual me registro naturalmente, es de inspiración platónica: postula que existe una realidad matemática, cruda, primitiva, que precede a su descubrimiento. Un mundo cuya exploración pasa por la creación de herramientas, como fue necesario inventar buques para cruzar los océanos. El segundo punto de vista es el de los formalistas; niegan cualquier preexistencia a las matemáticas, opinando que son un juego formal basado en axiomas y deducciones lógicas, es decir, una pura creación humana.”
Luego añade:
“Este punto de vista parece más natural para el no matemático, que se niega a postular un mundo desconocido del cual no tiene percepción. La gente entiende que las matemáticas son un lenguaje, pero no que es una realidad externa al espíritu humano. Sin embargo, los grandes descubrimientos del siglo XX, especialmente las obras de Gödel, han demostrado que el punto de vista formalista no puede mantenerse. Cualquiera que sea el medio exploratorio, el sistema formal utilizado, siempre habrá verdades matemáticas que lo eludirán, y la realidad matemática no puede reducirse a las consecuencias lógicas de un sistema formal."
Como escribe el matemático y físico de Oxford, Roger Penrose, sobre las matemáticas en general, y el conjunto de Mandelbrot en particular: “es como si el pensamiento matemático estuviese siendo guiado hacia alguna verdad exterior — una verdad que tiene realidad por sí misma... El conjunto de Mandelbrot no es una invención de la mente humana; fue un descubrimiento. Al igual que el Monte Everest, ¡el conjunto de Mandelbrot está ahí!” (cursivas en el original).
El conjunto de Mandelbrot, los números de Bernoulli, el googolplex-ésimo decimal de Pi, los ceros no triviales de la función zeta de Riemann, el atractor de Lorenz, el número mínimo de colores necesarios para colorear un mapa sin que dos países del mismo color se toquen (la respuesta es 4), la lista es larga, incluso infinita... todo estos objetos o datos, existen.
Connes, Villani, Penrose... Finalmente estaba en muy buena compañía. Esta “convicción personal y cuasi religiosa” como dice Villani, me familiarizó con la posibilidad de que algo inmaterial podía existir. Fue probablemente, con la lectura de Hermann Hesse, el comienzo de mi viaje espiritual.
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