La justificación es un acto, la santificación es un proceso.
La salvación es todo lo que el Señor hace por nosotros cuando vamos ante su presencia y reconocemos que somos pecadores y necesitamos aceptarle para gozar de su comunión plena. La salvación implica la liberación del pecado, de la muerte eterna, además de la culpa sicológica que deriva de quebrantar los mandamientos divinos.
Ser salvo es ser una nueva criatura, es iniciar una nueva vida en la que reconocemos a Jesús como nuestro Señor. Se trata de un hecho recordable que se produce en un tiempo concreto en la vida de cada creyente. El impacto y realidad de la salvación es lo que nos da conciencia de que estábamos perdidos, de que estábamos alejados de Dios y de sus promesas; sin embargo, ya salvos somos reconciliados con Él y reconocidos como sus hijos con pleno derecho a todas sus bendiciones y promesas.
El creyente recibe el testimonio de la salvación a través del Espíritu Santo que mora en su vida. Este mismo Espíritu es el que motiva ese gozo inefable que acompaña a cada cristiano. Existe la plena certeza en el cristiano que los males de este mundo serán un día erradicados; incluso, los tormentos de la vida personal se sufren en la esperanza de que pronto serán felizmente superados.
Sabemos que los golpes de la vida no podrán destruirnos, que, a fin de cuenta, mayor es el que está en nosotros que el que está en el mundo. Por eso la salvación se convierte en bandera de esperanza que anuncia la victoria contra los poderes del mal. No se trata de un escapismo que posterga toda posibilidad de mejoría al más allá, es una esperanza que debemos vivirla como si ya tuviéramos con nosotros todos sus beneficios.
La salvación es una realidad dinámica que nos hace nueva criatura, pero que al mismo tiempo nos introduce en un proceso de crecimiento. Al momento que aceptamos a Cristo, Dios nos declara justos. Todos nuestros pecados son cargados a la cuenta del Señor Jesucristo, quien murió por cada uno de nosotros.
“Justificados, pues, por la fe tenemos paz para con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo”. (Romanos 5:12) La justificación tiene que ver con nuestra posición delante de Dios. Somos justificados por la fe. Se trata de un asunto legal. Cuando comparecemos ante un juez, él nos declara culpable o inocente. Dios, a través de su Hijo Jesucristo, nos ha declaro justos. Esta es una parte importante de esa unidad total que es la salvación.
No existe una gradación sobre la que podamos ser calificados “más o menos culpable” o “más o menos inocente”. O somos una cosa u otra. Lo mismo sucede delante de Dios. La fe en Jesucristo a través de la cual nos acogemos a su sacrificio vicario, nos apropia de la justicia de “aquel que no conoció pecado, se hizo pecado para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (II Cor 5:21).
Hasta aquí hemos hablado de lo que es la justificación. Luego dentro de la unidad del concepto salvación viene lo que se llama la santificación que es un aspecto que tiene que ver con el nivel y la calidad de relación que mantenemos con Dios. La justificación es un acto, la santificación es un proceso. Sabemos que hemos sido justificados, pero vivimos momentos en nuestras vidas que apenas percibimos que Dios está ahí.
La salvación se da dentro de una naturaleza caída y estropeada por el pecado, dentro de un mundo bajo el dominio de Satanás; pero a pesar de esto pasamos a ser propiedad legitima de Dios. Con todo el peso de la caída sobre nuestra naturaleza: los dolores, sufrimientos, incluso la muerte física, nosotros los creyentes en Cristo podemos celebrar la victoria obtenida. El Señor ha triunfado sobre Satanás y sus emisarios, y ahora Dios es nuestro escudo y protector. Son realidades que debemos vivirlas. Son realidades que impulsan y estimulan una relación cercana con Dios que es la base de la santidad.
De manera que la santidad tiene que ver con nuestra calidad de vida cristiana, con la distancia que podamos, por la fe en Cristo, guardar ante el pecado. Nuestra vida espiritual es más sana mientras mayor sea la distancia que podamos, siempre en gracia de Dios, mantener ante el pecado.
La santificación la vivimos en un subir y bajar, tendremos ascensos y descensos en nuestra vida espiritual, por lo que no siempre marcaremos una línea ascendente y sostenida. No se trata de una lucha simulada. Es una lucha real contra el pecado, contra Satanás y contra los valores del mundo.
La santidad se vive por la fe. Tiene, además, una expresión exterior que se refleja en las relaciones con nuestros semejantes. Nuestro grado de santidad de alguna manera afecta a quienes nos rodean; sin embargo, ellos no están para determinar ni juzgar nuestros niveles de santidad, ya que la verdadera santidad es más que poses y apariencias piadosas.
La santidad ha sido tema de luchas interreligiosas, de controversias en las iglesias y entre hermanos, de censuras, chismes y hasta competencias. Todo porque se desconoce el sentido y el valor de la santidad, un concepto que lamentablemente ha perdido impacto, y ya muchos no lo consideran relevante, pero es innegable que será siempre parte esencial de la vida cristiana.
La santidad no es una condición que nos obliga a ceñirnos a todas las reglas y legalismos que trata de imponer la religión. El creyente que ha crecido en santidad siempre obra en fe y amor, aunque no siempre se proyecte tan sumiso y domesticable como lo quieren los hombres, pero siempre tratará de alejarse del pecado y mantener una cercana relación con su Dios.
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