Se equivocan los que muestran orgullosos en mítines diferentes estampitas marianas, los que encomiendan su suerte política públicamente a una talla de madera o incluso condecoran militarmente a vírgenes. Se equivocan también los que imponen un laicismo excluyente y agresivo como única opción.
No se puede entender el Estado moderno español sin hacer una mirada retrospectiva al papel que ha tenido el catolicismo en los diferentes estadios territoriales del País. En la situación política actual, donde las tensiones territoriales son más que evidentes, es necesario pararse a meditar sobre el peso que en la cultura española han tenido siglos de dominio católico del día a día español.
Es preciso diferenciar dos fenómenos paralelos e íntimamente ligados en eso que llamamos catolicismo.
Por un lado, nos referimos al catolicismo en su definición clásica -y no por ello acertada-, como la religión propia de la Iglesia Católica Apostólica y Romana.
Sin embargo, el fenómeno que debemos considerar es lo que podría denominarse “catolicismo cultural”, elemento éste que ha tenido un enorme peso en el devenir histórico de la nación española.
En ese punto donde se entremezclan las doctrinas católicas con el folklore, la teología con la superchería, lo íntimo con lo público y lo propio con lo ajeno, es donde nace el Catolicismo Cultural.
Antes de la unificación de los Reinos de Castilla y Aragón por parte de los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, el terreno que conocemos como España entierra sus raíces en reinos medievales de origen cristiano y musulmán, y con la honrosa excepción del reino protestante de la Navarra de Juana de Albret. La unificación de reinos bajo los Reyes Católicos y la expulsión del islam de la península, supuso la extensión de la doctrina católica por todo el territorio y allende los mares. Sobra decir que esta denominación de “Reyes Católicos” no se limita únicamente a la diferenciación entre el islam derrotado y la cristiandad, sino que amplía más allá el concepto hasta un bien aprovechado amancebamiento del poder eclesiástico y civil, quien Fernando -que pareciera el príncipe ideal de Maquiavelo-, supo aprovechar para la expansión, identificación y diferenciación del recién creado Reino de España, continuando los que le sucedieron con tan rentable vía abierta por su predecesor.
No fueron infrecuentes los desencuentros entre el poder papal y el civil español, quien aprovechando su peso militar y político trató de imponerse en diversas ocasiones al poder de Roma, consiguiendo incluso, como explicamos en anteriores artículos, crear un poder estatal mixto Estado-Iglesia: la Inquisición, quien se encargaría de la persecución y destrucción de toda disidencia, en aras del mantenimiento de la pureza de la fe.
Pero esa fe no es la FE, sino su fe. La de la contrarreforma. La de Trento. La de la idolatría más burda. La de la Hoguera y las fiestas populares con motivo de los autos de fe. La del incienso, el golpe de pecho y la Semana Santa. Desde aquel momento nace un hecho cultural diferencial, que los cristianos deberán profesar como extensión y símbolo de adhesión a la doctrina excluyente inquisitorial. Se puede observar como aquellos lugares donde la presencia de cristianos viejos era menor, y por tanto crecía la de nuevos conversos, moriscos, judaizantes, luteranos, etc., la expresión pública de fe era bastante más abundante que en aquellos sitios donde había poco que demostrar. La algarabía generalizada andaluza, su folklore cultural en cada fiesta de guardar, o la presencia de movimientos similares en aquellas localidades castellanas donde el protestantismo o el alumbradismo habían causado mella, contrastan con la sobriedad de otros puntos del territorio.
Estando atada en corto toda disidencia, cala en la sociedad española un sentimiento de exclusividad y normalización de ese catolicismo cultural que se mantendrá firme incluso con la llegada del Estado Moderno; con el paso (siempre resistido en España) del absolutismo a regímenes liberales acordes con el devenir histórico en Europa y otros lugares del mundo occidental.
En 1812, y tras la devolución de los franceses al otro lado del muro pirenaico, en España nace una Constitución liberal que será fuente de inspiración para otros países, La Pepa. Una constitución muy avanzada en aspectos sociales y que trajo un cambio de paradigma en el reconocimiento de ciertos derechos fundamentales. En todo menos en uno. La libertad religiosa:
“Art. 12. La religión de la Nación española es y será́ perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra.”
Todo un mazazo contra natura al espíritu liberal del que está imbuido el texto, y que puede servir para intentar comprender el peso que este catolicismo tenía en las Españas.
Lo que ocurre a continuación hasta la II República Española es un devenir continuo de dimes y diretes, de avances y retrocesos en materia de libertades religiosas en España, que lleva a una acusada polarización entre los movimientos progresistas y conservadores en materia religiosa. España es un país de bandos. Como con tantos otros elementos culturales, hacen trinchera de lo religioso, un aspecto que nunca debería haber salido del ámbito de la libertad del individuo. Se colectiviza y radicaliza la creencia religiosa, siendo el buen conservador un hombre de misa y rosario, y el buen revolucionario, un activo laicista.
Como todo, habrá honrosas excepciones en uno y otro bando, estamos hablando de tendencias. Pero el punto de conexión con la cuestión territorial nace precisamente de ahí. Adopta el conservadurismo una tendencia centralizadora del Estado, y el progresismo una opuesta, de corte federal y su alter ego descafeinado, el autonómico. Si mezclamos todo, podremos obtener perfiles de buenos y malos conservadores y progresistas, y podremos observar como el catolicismo cultural es el hilo que cose España, mientras que el progresismo ha tratado de romper ese hilo con las tijeras del laicismo, procurando así facilitar el camino a sus intereses territoriales.
Segunda República y dictadura franquista son perfectos exponentes de ambos movimientos. El laicismo de un Frente Popular desbocado que quemaba iglesias y asesinaba curas, y los 40 años de nacional-catolicismo franquista han determinado el definitivo asentamiento de la doctrina pro y anti católica en uno y otro bando, y cuyos lodos seguimos recogiendo hoy en día. Ni siquiera los inicios conciliadores de la Transición donde el catolicismo también llegó a tener presencia relevante en una izquierda progresista, han logrado que el debate hombre-estado-religión quede en el ámbito interno de una libertad humana que debe ser perfectamente respetada, e independiente del plano político del ser.
Se equivocan los que muestran orgullosos en mítines diferentes estampitas marianas, los que encomiendan su suerte política públicamente a una talla de madera o incluso condecoran militarmente a vírgenes. Se equivocan también los que imponen un laicismo excluyente y agresivo como única opción posible compatible con el progreso social.
Y se equivocan porque meten en sus contiendas sociales y políticas una variable religiosa que ni siquiera se corresponde con tal, pues la Iglesia Católica siempre está en uno y otro bando jugando sus cartas.
El conservadurismo toma como suyo propio este catolicismo -cultural- y no parece ver que los curas ponen urnas en las iglesias catalanas, o abren sus sacristías vascas a manos llenas de sangre. Por el contrario, aquel laicismo como arma, es muy beligerante con el catolicismo -cultural-, y mucho más pausado y benevolente con el Islam u otras confesiones minoritarias.
Algo bueno tenía que tener ser prácticamente invisible en la sociedad española pasada y presente. Que cuando hablamos de protestantismo, ni unos ni otros saben de lo que estamos hablando, ni en que bando encasillarnos. Nuestro único bando, Jesucristo. Y nuestro mayor problema territorial se encuentra en esperar la morada junto al Padre. ¡Que alivio!
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