Fueron sus palabras y sus realizaciones las que convirtieron a Jesús en un personaje singular. Hoy es el hombre más analizado y discutido de la historia. El más venerado y el más aborrecido. El más rechazado y el más esperado.
Si Jesús no hubiese resucitado, fuese hoy el más vilipendiado de los fundadores de religiones. Es más, dudo que hubiese establecido religión alguna.
Durante su permanencia física en la tierra, Jesús no fue un personaje simpático. Como la de otros grandes fundadores de religiones. Su piedad no fue una cubierta pulida por sus seguidores para decorar y blanquear su memoria. Su piedad fue látigo y desafío, fue audaz llamado y fue denuncia, fue censura y confirmación. Fue encuentro de perdón y solaz espiritual para muchos, pero también escándalo y tropiezo para otros.
Jesús nunca dijo lo que la gente quería oír, no fue complaciente; más bien, dijo siempre lo que la gente necesitaba oír, aunque rechazaran sus palabras. Si bien se compadecía de la multitud hasta multiplicar los panes y los peces para darle de comer, nunca se mostró turbado cuando las personas se alejaban enojadas porque el contenido de su mensaje revelaba su mala conciencia.
No se rodeó de gente de buena fama, ni procuró protección estratégica para su persona. Respondió las preguntas más incisivas y capciosas con las respuestas más sorprendentes e insólitas. Aseveró siempre que lo que decía venía de su Padre. Aunque todo su discurso estaba impregnado de amor, no midió niveles jerárquicos para condenar los males y las injusticias de sus contemporáneos.
Vivió su ministerio en el centro de las más enconadas controversias y parecía no inmutarse. Nunca se preocupó por saber de qué lado estaba la opinión pública. Sus enemigos cuestionaban su procedencia social, pero se admiraban del tono superior de su discurso.
Mostró apego y respeto por la religión judía, pero no se ciñó a todas sus demandas. Violentó normas artificiosas que los principales líderes religiosos guardaban con esmero.
Cuando la pedantería y la arrogancia, parecían, por lo que afirmaba, marcar el tono de su identidad, la fuerza portentosa de los hechos que ejecutaba desmentían toda altanería y soberbia y, al final de la escena, teníamos de frente al más amoroso y humilde de los hombres.
Fueron sus palabras y sus realizaciones las que convirtieron a Jesús en un personaje singular. Hoy es el hombre más analizado y discutido de la historia. El más venerado y el más aborrecido. El más rechazado y el más esperado.
En su relación con los hombres, Jesús no conoce términos medio. El mismo estableció los niveles. O tan cerca de Él hasta identificarse a plenitud con su persona, o tan lejos de Él hasta el desprecio. Jesús mismo no admite media distancia o ese confuso sentimiento que los hombres llamamos “simpatía”. Persiste el sempiterno dilema de: ¿Qué haremos con Jesús, llamado el Cristo?
La solución de este dilema depende de un asunto de carácter histórico y más objetivo: ¿resucitó o no Jesús? Si no resucitó hay poco de que preocuparse. El mismo Apóstol Pablo lo dice: “Si Cristo no resucitó vana es nuestra predicación y vana es nuestra fe” (1Cor 15:14). Si Cristo no resucitó, lo mejor es el silencio. Un silencio universal y trágico.
Por un momento para Pablo lo más interesante de la resurrección de Cristo es su calidad histórica, por lo que saca el asunto de la resurrección del plano religioso y lo lleva a un plano estrictamente histórico y realista. El soporte objetivo de la fe cristiana depende del hecho histórico de sí Jesús resucitó o no. De esto depende si vale la pena seguir o no a este líder.
No se trata de un asunto que se le ocurrió a alguien para darle continuidad a un credo religioso. Fueron los adversarios de Cristo, sus verdugos, quienes recordaron que él había hablado de resucitar. Son precisamente ellos quienes tratan impedir el nacimiento de un mito. Son ellos quienes se anticipan a lo posible.
Los seguidores de Jesús, ya habían como se dice, tirado la toalla. Ellos no estaban en eso y fueron muy temprano el domingo a ungir el cuerpo de su Maestro. ¡Sorpresa! Jesús había resucitado.
Observemos que la resurrección de Jesús no fue una afirmación de conveniencia que se tejió en el tiempo. La Iglesia nace sobre la misma controversia de la resurrección. La Iglesia, o surgía apoyada en esta verdad o abortaba sin ninguna posibilidad de vida frente a una grotesca mentira.
Aquí está el punto desconcertante que apasiona y subyuga a los historiadores. Si la resurrección fue una gran mentira, ¿cómo fue posible el levantamiento de una iglesia misionera, sufrida y perseguida? Si la resurrección fue una mentira, ¿cómo explicar la vitalidad y energía de una iglesia que más tarde conquista el mundo a costa de su sangre y firme testimonio ante todo el acoso y sufrimientos que le infringieron sus perseguidores?
Es importante destacar que el Señor habló de su resurrección y ninguno de sus discípulos le creyó, por lo menos, ninguno entendió el significado de esto. Aun más, algunos cuando lo vieron dudaron de Él. La resurrección no estaba en la agenda de sus seguidores. Fueron las pruebas irrefutables, avaladas por sus apariciones las que confirmaron la resurrección del Maestro.
Cristo resucitó. Cumplió su agenda histórica. Vivió como Dios y como hombre. Habló y actuó como ningún otro hombre lo ha hecho y se levantó de los muertos. Prometió a los suyos la presencia del Espíritu Santo y les dijo que llevaran su nombre por toda la tierra. Las instrucciones que les dio Jesús a sus discípulos antes de morir fueron las mimas que le dio después de su resurrección. Así el Señor Jesús lo dijo y lo hizo todo conforme al plan de Dios.
Solo queda un asunto pendiente dentro de las cosas que Él encareció a los suyos: su retorno. Si Él completó su agenda hasta su resurrección y ascenso hasta el Padre, solo está pendiente su próximo retorno.
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