Olvidaron que el nacido en un pesebre, al inicio de su ministerio, como nos lo cuenta Lucas, refirió que la misión mesiánica consiste en proclamar libertad a los cautivos de todas las ataduras espirituales y materiales que lastiman la dignidad humana.
Es anacrónico juzgar atrocidades históricas con parámetros morales actuales. Es lo que dicen diversos personajes, expertos y legos en asuntos del pasado, cuando se critican hoy los excesos cometidos por quienes impusieron en una época y territorio su visión de cuáles eran las creencias correctas. Tienen razón porque el anacronismo valorativo no se puede transportar, como en un túnel del tiempo, mecánicamente y aplicar criterios vigentes ahora en problemáticas de siglos atrás. ¿Pero y si en el mismo tiempo que fueron perpetradas las atrocidades se levantaron voces denunciando la barbarie?
En México ha resurgido con fuerza la polémica sobre lo acontecido en la conquista española y el régimen colonial construido sobre tal hecho. Dos cartas enviadas por el presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, al rey Felipe VI y al papa Francisco, solicitando se disculpen por los estragos que sus antepasados causaron en el siglo XVI a los pueblos originarios de lo que ahora es México, han provocado encendidas opiniones de historiadores, políticos, intelectuales, periodistas e interesados en el tema.
Juzgar con ojos del siglo XXI lo que desataron los conquistadores ibéricos hace cinco centurias es mala historiografía. Para no incurrir en ello es más útil preguntarse si en aquél tiempo hubo otras miradas que fueron a contracorriente del discurso y prácticas justificatorios de la empresa colonizadora. Las miradas minoritarias aportan complejidad a concepciones reduccionistas sobre los contextos y hechos del pasado. Tales miradas muestran el reverso de la historia, el cual a menudo es invisibilizado por visiones generalizadoras e interesadas en justificar ideológicamente el arrasamiento de los débiles. Para el caso de la cristiandad triunfante, y triunfalista, es un contrapeso el volumen de Juan Driver, La fe en la periferia de la historia. Una historia del pueblo cristiano desde la perspectiva de los movimientos de restauración y reforma radical, Ediciones Semilla, Guatemal, 1997; y sobre la conquista española de México desde la perspectiva indígena sigue vigente la obra clásica de Miguel León Portilla, Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la Conquista, UNAM, México, 1959 (tiene múltiples reimpresiones posteriores).
Entre las voces proféticas que advirtieron con denuedo sobre la destrucción que llevaban a cabo los conquistadores españoles en el Nuevo Mundo destacan las de Antonio de Montesinos y Bartolomé de Las Casas. Ambos fueron testigos de la devastación y con firmeza denunciaron que la dominación española no debía justificarse con el manto de la cristianización de los pueblos indígenas, que era más bien motivada por la expoliación de las riquezas del vasto territorio “descubierto”.
Antonio de Montesinos desnudó la brutalidad de la empresa colonial española en el Nuevo Mundo. Lo hizo el Cuarto Domingo de Adviento de 1511 y mediante la exposición de un pasaje bíblico. Cabe mencionar que unas fuentes consignan el primer domingo de Adviento como el día que Montesinos hizo su predicación; otras sostienen que fue en el segundo e incluso el tercer domingo.
Gustavo Gutiérrez, basado en lo que reproduce de lo consignado por Bartolomé de Las Casas en La historia de las Indias, segmentos de los capítulos 3-5, afirma que la exposición tuvo lugar el 21 de diciembre, Cuarto Domingo de Adviento (Sermón de Montesino, 21 de diciembre 1511-2011, 500 años, p. 11). En todo caso, así lo considero, lo central es el contenido de la exposición dada. El escenario del valiente discurso fue la isla La Española, en la ciudad de Santo Domingo (República Dominicana).
El grupo de frailes dominicos asentado en La Española decidió pronunciarse contra la barbarie cotidiana padecida por la población indígena y los esclavos traídos a tierras caribeñas. Llegado el tiempo de Adviento, sus compañeros deciden que sea Montesinos quien lea lo escrito en conjunto. Uno de los presentes, Bartolomé de Las Casas, en quien la predicación de fray Antonio de Montesinos habría de calar muy hondo, a tal grado que desembocaría en su conversión, fijó para la posteridad el sermón y las primeras reacciones levantadas por el mismo.
Nos dice Las Casas que, a la hora de predicar, Montesinos subió al púlpito y tomó por tema y base de su exposición Ego vox clamantis in deserto (voz que clama en el desierto, Juan 1:23). Después de la introducción “comenzó a encarecer la esterilidad del desierto de las conciencias de los españoles desta isla y la ceguedad en que vivían; con cuánto peligro andaban en su condenación, no advirtiendo los pecados gravísimos en que con tanta insensibilidad estaban continuamente y en ellos morían”.
El predicador explicó así el motivo de su sermón: “Para os lo dar a cognoscer me he sobido aquí, yo que soy la voz de Cristo en el desierto desta isla, y por tanto, conviene que con atención, no cualquiera, sino con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos, la oigáis; la cual voz os dará la más nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y más espantable y peligrosa que jamás no pensasteis oír”.
El impacto entre los asistentes fue seco; algunos quedaron desconcertados, ya que esperaban escuchar palabras amorosas, dado que por la temporada lo natural era que los sermones enfatizaran la ternura de la encarnación. Olvidaron que el nacido en un pesebre, al inicio de su ministerio, como nos lo cuenta Lucas, refirió que la misión mesiánica consiste en proclamar libertad a los cautivos de todas las ataduras espirituales y materiales que lastiman la dignidad humana (Lucas 4:16-21).
Montesinos, así fue consignado por Bartolomé de Las Casas, prosiguió: “Esta voz, dijo él, os dice que todos estáis en pecado mortal, inocentes gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras, mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curallos de sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir, los matáis, por sacar y adquirir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine, y conozcan a su Dios y criador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos nos son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis? ¿Esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto que en el estado que estáis no os podéis salvar más que los moros o turcos que carecen y no quieren la fe de Jesucristo”.
El silencio era espeso, nadie se movía de su lugar. Montesinos bajó del púlpito, y el efecto de sus palabras lo refleja Bartolomé de las Casas, porque a sus oyentes “dejó atónitos, a muchos como fuera de sentido, a otros más empedernidos y algunos algo compungidos, pero a ninguno, a lo que yo después entendí, convertido”.
De Las Casas llegó a residir en La Española casi una década antes que Montesinos exigiera a los conquistadores cesaran su trato inhumano hacia los indígenas y esclavos. Arribó el 5 de abril de 1502, acompañando al gobernador Nicolás de Ovando. Bartolomé tomó parte en los combates de conquista contra los habitantes “descubiertos” por los españoles. Por esa participación recibió bienes y tierras. Fue encomendero, y en tal carácter tuvo mano de obra cautiva a su servicio. Lewis Hanke narra que Las Casas participó en la conquista de Cuba (1512). Al año siguiente fue recompensado por este servicio y le fueron otorgados tierras y esclavos. En 1514 “un fraile dominico le negó los sacramentos en vista de que poseía esclavos”, se defendió de la negativa pero no pudo convencer al fraile (La humanidad es una, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, p. 28).
Cuatro años tardaría Las Casas en aquilatar debidamente el sermón que le escuchó a fray Antonio de Montesinos un Domingo de Adviento de 1511. Como evidencia palpable de su ruptura con el sistema colonial, Bartolomé renunció públicamente a sus posesiones mal habidas y dedicaría su ministerio a la defensa de los indios y a evangelizarlos al modo de Jesucristo, sin amenazas ni violencia.
De Antonio de Montesinos se desconoce su año y lugar de nacimiento. Es probable que, si nos atenemos a su apellido, procediera de la aldea de Montesinos, en el actual municipio de Almoradí, provincia de Alicante. O bien de algún poblado en los alrededores de la cueva de Montesinos, en el corazón de La Mancha, informa el experto en las culturas indígenas mesoamericanas Miguel León Portilla (“Fray Antón de Montesinos, esbozo de una biografía”, en Fray Antón de Montesinos, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1982, p. 12).
En 1515 Montesinos y de Las Casas viajan a España, con el fin de presentar sus alegatos ante distintas instancias a favor de los pueblos indios y contra las sanguinarias acciones de los conquistadores. Une así su voz a la de Montesinos. Ambos exhibieron la otra cara de quienes se creían benefactores de los indígenas, pero en realidad les sujetaron de forma cruel y opresiva.
Las Casas regresa dos años después a La Española y atestigua el empeoramiento de las condiciones que mermaban a los indígenas. En los siguientes cincuenta años fray Bartolomé dedicaría su vida a contar los horrores de la conquista española en tierras amerindias. En sus ires y venires de España al Nuevo Mundo prosigue en su denuncia del mal estructural sobre el que se construye la organización socioeconómica colonial.
Colonos de La Española, como Antonio de Villasante y Lucas Vázquez, expresaron el concepto en que tenían a los indios, el primero “afirmó enfáticamente que ni los indios ni las indias eran capaces de mandarse a sí mismos, ni siquiera como lo haría el más rudo de los españoles”. Para el segundo, “resultaba preferible […] que los indígenas se volvieran hombres siervos a que siguieran siendo bestias libres” (Lewis Hanke, op. cit., p. 33).
Lo central era que se negaba su condición de seres humanos a los pobladores originarios, se les consideraba carentes de capacidades racionales y sentimentales. Así lo expuso en 1525 el padre dominico Tomás Ortiz, cuya argumentación era la antípoda de lo predicado por Antón de Montesinos: “Dios nunca ha creado una raza más llena de vicios […] Los indios son más estúpidos que los asnos y rechazan cualquier tipo de progreso”.
Bartolomé de Las Casas ingresó en La Española a la orden de los dominicos en 1522. Al contrario de los años en que tuvo esclavos, su forma de relacionarse con los indígenas era sin violencia y convencido de su plena humanidad. También inicia la tarea de documentar y escribir tanto sobre la cruel colonización española, como acerca de las características culturales de los pobladores originales del llamado Nuevo Mundo. En 1527 comenzó a redactar la Historia de Las Indias, según él mismo lo dejó asentado en el prólogo que hizo a la obra en 1552 (el dato está en la edición del tomo I, publicado por la Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1986, p. 18).
Su convicción de hacer misión al estilo de Cristo quedó bien consignada en De unico vocationis modo omnium gentium ad veram religionem, de 1534 (edición en español: Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, Fondo de Cultura Económica, México, 1975). La obra es “un gran tratado doctrinal en que desarrolla su teoría de la conquista evangélica, es decir de la atracción a la fe cristiana por medios únicamente persuasivos, y probaba largamente, por otra parte, la plena capacidad intelectual de las gentes del Nuevo Mundo” (Prólogo de André Saint-Lu, Historia de las Indias, p. XIX).
Cuando Las Casas expuso de viva voz su teología cristocéntrica, y por lo tanto la necesidad de hacer misión en el ejemplo de Cristo, “ante los españoles de Santiago de Guatemala, sólo encontró carcajadas de desprecio y provocaciones para que pusiera en práctica sus ‘disparatadas’ teorías con tan belicosas gentes como los indios nativos” (http://cvc.cervantes.es/literatura/aispi/pdf/11/11_091.pdf, p. 94).
A principios de 1545 llega a Chiapas como primer obispo de ésa provincia de la Nueva España. Comprueba la devastación de los conquistadores españoles, y los describe con términos muy duros. Menciona que el mismo Lucifer gobernaba mejor “que la infidelidad más profunda destas gentes […] ni en tiempos de [Pedro] Alvarado, ni de Nuño de Guzmán […] se han hecho delitos tan enormes. Los peores son los ministros de la justicia del rey” (Gudrun Lenkersdorf, “Huellas de Fray Bartolomé de Las Casas en Chiapas”, http://bibliohistorico.juridicas.unam.mx/libros/4/1773/10.pdf, p. 283).
Durante su obispado en Chiapas, Las Casas había insistido en que los colonizadores “solamente podían ser confesados bajo ciertas normas que él mismo había establecido. Éstas incluían entre otras la de restituir a los indios los bienes que les habían sido injustamente arrebatados […] El método que él proponía era la persuasión” (Lewis Hanke, op. cit., p. 82). En 1550 Las Casas renuncia al obispado de Chiapas, viaja a España y participa en agosto en un debate, en Valladolid, donde su contrincante fue el teólogo Juan Ginés de Sepúlveda, decidido partidario de la conquista sangrienta de los pueblos indios del Nuevo Mundo, aventura que defendió con argumentos aristotélicos.
Su enfrentamiento teológico representó dos concepciones misionológicas opuestas. En la conocida como controversia de Valladolid en 1550, Bartolomé de Las Casas expuso una y otra vez que la colonización española del Nuevo Mundo era una empresa imperial ajena al espíritu de Cristo. En tanto que Juan Ginés de Sepúlveda justificó el trato esclavizante dado a los pobladores originales del conocido después como Continente Americano.
Juan Ginés de Sepúlveda nació en 1489 o 1490. Estudió humanidades en Córdoba, más tarde artes en la Universidad de Alcalá y teología en el Colegio de San Antonio, en Sigüenza. En Italia se unió al Colegio Español de San Clemente (Bolonia), donde es atraído por el humanismo renacentista. Tradujo obras de Aristóteles, como la Política (que dedicó al príncipe Felipe, posterior rey de España). Colaboró con el cardenal Cayetano (fiero adversario de Martín Lutero) en la enseñanza del Nuevo Testamento. En 1536, el emperador Carlos V lo designó su cronista y capellán (datos aportados por Mauricio Beuchot, La querella de la Conquista, una polémica del siglo XVI, Siglo Veintiuno Editores, México, 1992, p. 51).
Ginés de Sepúlveda tenía conocimiento de Martín Lutero y el movimiento que desató en Europa. Se sumó a la polémica que siguió al publicar Erasmo de Róterdam, en septiembre de 1524, Diatribe seu collatio de libero arbitrio (Sobre la diatriba del libre albedrío). Lutero, ocupado en otras controversias y acontecimientos tardó poco más de un año en dar a conocer su respuesta, la que fue publicada en diciembre de 1525 y titulada De servo arbitrio (versión en castellano: La voluntad determinada, refutación a Erasmo, Editorial Concordia, St. Louis, Missouri, 2006). Sepúlveda criticó duramente la posición del reformador alemán, de quien se ocupó en 1526 en la obra De fato et libero arbitrio contra Lutherum.
La suma de los principios sostenidos por Juan Ginés de Sepúlveda sobre la licitud en el uso de la violencia para “cristianizar” a los indígenas está contenida en Apologia pro libro de iustis belli causis, editada en 1550 en Roma. Esta pequeña obra fue publicada en castellano bajo el título Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios, Fondo de Cultura Económica, México, 1979.
Sepúlveda sostenía desde las primeras líneas de su escrito la disyuntiva a la que daría respuesta: “Si es justa o injusta la guerra con que los Reyes de España y nuestros compatriotas han sometido y procuran someter a su dominación aquellas gentes bárbaras que habitan las tierras occidentales y australes, y a quienes la lengua española comúnmente llama indios: y en qué razón de derecho puede fundarse el imperio sobre estas gentes” (op. cit., p. 45). Para él estaba muy claro que no solamente era legítimo el uso de la violencia para conquistar a la población indígena, sino que incluso tal empresa se realizaba por el propio bien de los habitantes del Nuevo Mundo. Argumentaba que no solamente el derecho natural estaba de parte de los conquistadores, sino que éstos tenían, incluso, el deber moral de civilizar a culturas notoriamente menores y salvajes.
En su horizonte hermenéutico Sepúlveda consideraba que “todo lo que se hace por derecho o ley natural, se puede hacer también por derecho divino y ley evangélica” (Luis Patiño Palafox, Ginés de Sepúlveda y su pensamiento imperialista, Los libros de Homero, México, 2007, p. 230). En esta visión, los indios estaban destinados a servir a sus conquistadores, y al resistirse aquéllos, los españoles tenían el derecho y deber de someterles por medios violentos, ya que la resistencia no era solamente contraria a los colonizadores sino, principalmente, contra Dios.
En la controversia de Valladolid, Bartolomé de Las Casas sostuvo que los indígenas también tenían la imagen de Dios, por lo cual no debían ser tratados como bestias. Si rendían culto a divinidades y naturaleza, Las Casas consideraba que ello no era motivo para violentarles, porque “los que adoran a los ídolos, al menos tal y como sucede con los indios, acerca de quienes se ha levantado este debate, nunca han conocido las enseñanzas de la verdad cristiana ni de oídas, así que pecan menos que los judíos o sarracenos, ya que la ignorancia puede tomarse como disculpa” (Lewis Hanke, op. cit., p. 117).
La misión, para Las Casas, tenía que ceñirse al ejemplo de Cristo. Ante éste no cabía recurrir a las armas para imponer la fe. Refutó la señalada depravación de los indios por parte de Sepúlveda como argumento para hacerles la guerra: “No hay crimen tan horrible, sea el de la idolatría o el de la sodomía, o cualquier otra clase, como para recurrir que el Evangelio sea predicado por la primera vez en algún otro modo que no sea el que estableció Cristo, esto es, con un espíritu de amor fraternal, ofreciendo perdón a los pecados y exhortando a los hombres al arrepentimiento”. Además, apuntó el fraile dominico, “no ha investigado [Ginés de Sepúlveda] las Escrituras con suficiente detenimiento o seguramente no las ha comprendido bastante para aplicarlas, ya que en esta era de gracia y piedad, insiste en aplicar los principios rígidos del Viejo Testamento, que fueron dados para circunstancias especiales y así allana para los tiranos y los pillos la invasión cruel, la opresión, la explotación y la esclavitud de naciones sin defensa” (Hanke, pp. 118-119).
Ya en Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, de 1534, Las Casas había dejado preguntas de hondas repercusiones para la forma de hacer misión: “¿Qué tiene que hacer el Evangelio con las armas de fuego? ¿Qué tienen que hacer los heraldos del Evangelio con ladrones armados?” La respuesta entonces y ahora es nada, si es que se busca responder a la manera de Cristo, siempre buscando la paz y la reconciliación.
El cuestionamiento que hizo Las Casas en Valladolid al teólogo imperial Juan Ginés de Sepúlveda, y a todos quienes todavía en nuestros tiempos coinciden con él respecto a usar la coerción (si no ya física, pero simbólica) para que las personas se hagan cristianas, sigue resonando hoy: “¿Cómo se compagina el ejemplo de Cristo con el hecho de repartir lanzadas entre los indios desconocidos antes de predicarles el Evangelio, y aterrorizar sin medida a personas totalmente inocentes por medio de un despliegue de arrogancia y de la furia de la guerra y obligarlos a escoger entre la muerte y la huida?”
Los señalamientos y denuncias de Montesinos y Las Casas resuenan hoy. Dejan pleno testimonio que viviendo en el mismo tiempo de los conquistadores tuvieron otro horizonte conceptual acerca de cómo interactuar con los pueblos indígenas. Por lo tanto no es necesario mirar con ojos del siglo XXI sucesos del siglo XVI, lo que sería anacronismo historiográfico, para reconocer la devastación padecida por los pobladores originarios del Nuevo Mundo. Montesinos y Las Casas son baluartes y ejemplos de otra España.
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