Texto escrito el 8 de mayo de 2010.
Érase una vez una Emisora de Radio, que en sus 24 horas sobre 24; 365 días al año, de forma ininterrumpida, con más de 36 años, no paraba de proclamar por las ondas, que es necesario un cambio de la marcha del país, más que una regeneración política, es necesario una regeneración espiritual, moral, social y hasta cultural. Los colaboradores, proclamaban y proclamaban valores absolutos y principios bíblicos y gente escuchaba más por novedad que por interés. Y los locutores ponían toda su alma en las voces, anunciando la necesidad que nuestro mundo tiene de Dios. Pero, según pasaban los días, los meses, los años, los que una vez se entusiasmaron con tal proclamación y servicio, empezaron a desentenderse e incluso a sentir que no veían que hubieran muchas personas dispuestas a escuchar el mensaje y por tanto a cambiar de vida. Pero la Radio no se desalentaba y seguía gritando en la soledad de su frecuencia. Y pasaban los días. Y la Radio seguía emitiendo. Y parecía que nadie escuchaba. Al fin, alguien muy en su papel de economista teórico, se acercó a la Radio y le preguntó: “¿por qué sigues emitiendo? ¿no notas que nadie está dispuesto a cambiar?”; “¿que el tema de Dios es una flatus voice?”… “Sigo emitiendo –dijo la Radio- porque si me callara, ellos me habrían cambiado a mí”.
La moraleja de esta inventada fabulilla, creo “Desde el Corazón” que es fácil de comprender y necesario reflexionar: no se debe trabajar meramente porque esperemos un fruto inmediato o a largo plazo, sino ante todo porque es nuestro deber, porque creemos en lo que estamos diciendo. Es lógico, que todo el que proclama una idea lo hace para que esa idea penetre en sus oyentes; pero el que se desanima porque su mensaje no sea oído o seguido, es que no tiene suficiente fe en lo que piensa y en lo que hace. La utilidad, el puro fruto, no puede ser el único baremo de nuestras acciones. Y, sobre todo, si esos frutos se esperan de inmediato, se está uno ya preparando para el desaliento.
Cambiar el mundo, por lo demás, es cosa muy difícil, y en ocasiones, el sembrador no llega a ver el fruto de su siembra, porque en el mundo son rápidos los cambios de las modas, de los programas informáticos, de los ideales políticos, de todo lo accidental, mientras que los corazones cambian a cámara lenta, con freno y a veces con marcha atrás. Esto lo puede entender cualquier que contemple con ojos de reflexión cuanto lentamente se cambia para bien, cuanto nos cuesta a todos evolucionar hacia la madurez, la moral más justa, hacia la paz del alma y la espiritualidad genuina.
Pero todo esto no acalla al verdadero profeta de las ondas ni al auténtico trabajador cristiano. Porque no se es ni auténtico ni verdadero si no se tiene perseverancia, paciencia y fidelidad.
La Radio de la fabulilla, siguió no solamente proclamando la necesidad de cambio; si no podía alcanzar toda la ciudad, trataría de llegar con su mensaje a su cercano vecindario; y como los años le dieron madurez, añadió a la “parrilla de su programación” un ampliado mensaje: “Señor, si no podemos cambiar el mundo, la ciudad, el vecindario, danos la gracia de cambiar nosotros mismos”.
Y se notó que se maduraba. Porque este mundo está lleno de reformadores, que anuncian la necesidad de cambios, pero que no se reforman a sí mismos. ¿Cómo ser pacifistas si no se respira paz? ¿Cómo hablar tanto de libertades si no se es espiritualmente libre? ¿Cómo cantar y hablar tanto del amor si no se ama? ¿Cómo anunciar que hay que educar a los niños en ciudadanía, si el propio currículo es paupérrimo en conducta y valores absolutos? ¿Qué sentido tiene hablar tanto de justicia y democracia si son términos carentes de ética y se defienden con discursos agresivos e injustos? ¿Cómo esperar respeto de los hijos si cada vez, el respeto familiar es más extraño? ¿Cómo hablar tanto de la Alianza de las Civilizaciones, si cada día somos –y Roberto Carlos lo canta: yo quisiera ser civilizado como los animales- menos civilizados?
Yo me temo que muchas de nuestras peticiones de cambio del mundo no sean sino una coartada para esquivar nuestro fracaso a la hora de cambiarnos a nosotros mismos y que un alto porcentaje de las acusaciones que hacemos a los demás no sean otra cosa que un autoengaño para no mirarnos en el espejo de nuestra propia mediocridad.
Además, un excelente modo de que cambiemos a los que nos rodean es conseguir que nuestro cambio irradie. Un hombre en paz consigo mismo no necesita hablar de la alegría, porque le saldrá por todas sus palabras. Un cristiano con verdadera fe en sus ideas las predicará casi sin abrir los labios, simplemente viviendo.
Está bien, claro, preocuparse por la marcha del mundo. Siempre que no sea un álibi para dispensarnos de cultivar nuestro propio mundo. Porque el día que nuestro “pequeño mundo” mejore, ya habremos empezado a mejorar el País.
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