El oficio de ser hombres, en rigor, pasa por la acción de querer ayudar y sanar los unos a los otros frente al cansancio o la debilidad física, así como en las reales necesidades.
En la medida que maduro se me confirma una clara seguridad: que sólo salvaré mi vida amando; que los únicos trozos de mi vida que habrán estado verdaderamente vivos serán aquellos que invertí en querer y ayudar a alguien ¡y he tardado casi medio siglo en descubrirlo y afirmarme en esta convicción!.
Hubo el tiempo en que pensaba que mi “fruto” sería predicar muchos sermones, dejar escritos muchos libros, tener un número impactante de conferencias dadas, muchos títulos conseguidos.
Ahora sé que mis únicas líneas de contar han de ser las que sirvieron a alguien para algo, para ser feliz, para entender mejor el mundo, para enfrentar la vida con más coraje.
Al fin de tantas vueltas y revueltas, termino comprendiendo lo que en mi infancia ya sabía, aun cuando apenas podía imaginar el comprenderlo.
Permitidme que os lo cuente: si retrocedo en mis recuerdos y busco algunos de los más antiguos de mi vida, me veo a mí mismo –no recuerdo la edad- en mi casa de la calle Mayor de Nazaret (Valencia), número 44.
Era una sencilla planta baja, con puerta cercana a la parada del tranvía que pasaba justamente frente a nuestra propia casa.
Y me veo a mí mismo, yendo a esperar a mi madre que cada día llegaba bien tarde a casa por las muchas horas de trabajo, y cogiendo su mano, le decía: “mamá, yo algún día te llevaré en coche”; también dice mi hermana, que dada la frágil salud de mi madre, yo le aseguraba que: “seré médico para curarte”.
Y es que yo, como crío que soñaba con la grandiosidad de tener un coche y con la sabiduría médica que debía tener un médico, pensaba que todo el cansancio de mi madre se iría llevándola en coche al trabajo y todas sus enfermedades se curarían siendo yo su médico de cabecera.
Y así pasaba mi infancia, llevando estos pensamientos y deseos, imposibles por aquel tiempo de alcanzar, dada nuestra precaria economía, pero creyendo, que la ayuda que quería proporcionar valía ya no por la fantasiosa ilusión, sino por el corazón que sentía de conseguirlo.
Desde el Corazón hoy sé que el oficio de ser hombres, en rigor, pasa por la acción de querer ayudar y sanar los unos a los otros frente al cansancio o la debilidad física, así como en las reales necesidades.
Madurando también, me asombra mucho el que hoy queramos más a los muertos que a los vivos. Por causas obvias de mi profesión, he asistido a muchos entierros y observando muchas veces, me he preguntado por qué muchos de los que acompañan ese día al muerto no tuvieron parecida sensibilidad cuando vivía, por qué ahora les parece mucho mejor que antes o, al menos, por qué sólo ahora le elogian.
¿Son hipócritas o es que sólo descubrimos el amor cuando viene acompañado del dolor?.
Hace tiempo leí en un libro de “citas célebres” una frase atribuida a J.M. CABODEVILLA que decía: ¿por qué el amor no hace a los hombres dichosos, pero su privacidad les hace desdichados?. ¿Por qué la ausencia de la persona amada les hace sufrir más de lo que su presencia les hacía gozar?.
Es cierto que muchos hombres descubren lo que vale el amor cuando les falta, lo mismo que se enteran de que tienen páncreas cuando les duele. Mientras viven llevan el amor en el alma sin paladearlo y van dejando poco a poco que se convierta en tedio.
Con lo cual, sufren dos derrotas: no son felices y dejan que el amor se les destiña. Y así es como el mundo se va llenando de solitarios, convirtiéndose en una monstruosa concentración de soledades.
Por eso, en rigor, pocas preguntas serán más importantes que la que debiéramos formularnos cada noche: ¿a quién he amado hoy?. ¿A quién no sólo se lo he dicho sino también demostrado?. ¿A quién he ayudado?; sabiendo que, si la respuesta es negativa, ese habrá sido otro de los muchos días perdidos.
*Artículo escrito en noviembre de 2004
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