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Maná para el peregrino LIX
 

Rubén Darío: entre el canto, el desencanto y la esperanza

Entre tantos intermediarios que se le presentaban en ese momento, supo elegir, como si entendiera que no hay otro mediador entre Dios y los hombres.

MUY PERSONAL AUTOR Jacqueline Alencar 17 DE MARZO DE 2019 19:00 h
Con Rubén Darío en Granada, Nicaragua. / Alfredo Pérez Alencart

La celebración de los 100 años de la muerte del poeta de Metapa, Nicaragua (1867-1916) me permitió, varias veces, reencontrarme con Rubén Darío, pues esos encuentros no tienen edad. Ya lo dijo el poeta chileno Gonzalo Rojas, quien se había encontrado con él a los 16 años. Y que lo vio por dentro, tan dentro que lo continuó leyendo hasta los ochenta. Porque con los poetas grandes no se termina nunca, dijo. Es más, muchas páginas podrían escribirse sobre el aporte de este poeta a la literatura en lengua castellana, como dice Carmen Ruiz Barrionuevo en su libro Rubén Darío (Síntesis, 2002): "Rubén Darío es considerado hoy, sin duda, como el autor más decisivo e importante del movimiento modernista, que despliega su actividad en las últimas décadas del siglo XIX. Tan decisivo que dejó todo un legado para el después poético. Lo dijo el poeta cubano Gastón Baquero, quien desmenuzó en su momento la obra de Darío: "... Porque su gran voracidad de poesía le permitió ingurgitar impasiblemente lo puro y lo espúreo, la espuma y la broza, los que vinieron después de él hallaron menos cieno en torno, y divisaron mejor las más altas estrellas".



Muchos han intentado rebajar a Darío, pero su legado es imborrable, su nombre ya está escrito en las estrellas, pues de su paso por el orbe se dio una renovación de la poética en lengua castellana, un boom de la poesía sin corsés, ni ataduras, y abriendo paso al ritmo y a la musicalidad. Sin temor a equivocarme entiendo que Darío tuvo un compromiso con la palabra, la responsabilidad de que no se le escapara para que no fuese esclavizada. Y pudiera unir palabra con palabra enlazándolas con la música sinuosa del libre albedrío, pero sin pasarse. Para que pudiera contar la vida y al mismo tiempo transformarla. Porque al final la poesía es la patria donde el poeta puede recalar en todos los instantes de su existencia. Es el relámpago que le ilumina y le revela los misterios.



Darío nace de un rincón de la América hispana, pero ya desde su infancia promete ser el adalid del castellano reluciente. Desde su Nicaragua entra en contacto con el legado heleno, romano, anglosajón... para universalizar nuestra lengua. El poeta no se queda en la infancia, sino que va alimentándose para generar nuevas etapas. Para ello inicia un viaje que le permite transitar por América del Sur a través de Chile y Argentina, y es en este primero que le sale ese libro llamado Azul, que será la génesis de ese cambio a la modernidad en la poesía. Todo este bagaje le da esa universalidad que lo caracteriza a él y a su escritura. Lo dice Juan Valera en la Carta-prólogo que escribió para el libro Azul. "[...] Si el libro, impreso en Valparaíso este año de 1888, no estuviese en muy buen castellano, lo mismo podría ser de un autor francés, que de un italiano, que de un turco o de un griego. [...] Extraordinaria ha sido mi sorpresa cuando he sabido que usted, según me aseguran sujetos bien informados, no ha salido de Nicaragua sino para ir a Chile...".



Ya lo dice Rojas que él fue el fundador de Valparaíso y que allí dejó el mito. Y he aquí que se asemeja a la abulense Teresa, por ser un andariego: de Chile pasa a Argentina donde importante es su labor como periodista, que le dará ese toque de buscador de lo nuevo, buscador de la verdad. Le llevará al porqué de todo. Y es el periodismo el que nos lo trae a España, como corresponsal del periódico argentino La Nación.



La diplomacia también le abrirá las puertas del modernismo francés. Es así como la poesía acompañada de otras artes se fortalece para tener luz propia. Como diplomático va de España a Francia y de Francia a España. Va asimilando los aires modernistas. Y ese ritmo de allá para acá va haciendo crecer la poesía, pues todo crece con el ritmo, dijo un poeta. España le dará una tregua, a medias, pues su vida siempre estará sujeta a las sacudidas. España, a quien le demuestra su amor en sus cantos de vida y esperanza. 



En su peregrinaje poético Darío también tuvo su encontronazo con Lo fatal. Se nota en sus versos: "Mis ojos espanto han visto,/ tal ha sido mi triste suerte;/ cual la de mi Señor Jesucristo,/ mi alma está triste hasta la muerte./ Hombre malvado y hombre listo/ en mi enemigo se convierte,/ cual la de mi Señor Jesucristo,/ mi alma está triste hasta la muerte./ Desde que soy, desde que existo,/ mi pobre alma armonías vierte;/ cual la de mi Señor Jesucristo,/ mi alma está triste hasta la muerte". 



No entraré en disquisiciones acerca de si había experimentado ese verdadero encontronazo con el Maestro, pero sí que, en medio de la soledad del mundo, había elegido Uno para exponerle sus penas y alegrías. Entre tantos intermediarios que se le presentaban en ese momento, supo elegir, como si entendiera que no hay otro mediador entre Dios y los hombres (como dice la Palabra, aclaro). Y sabía de las revelaciones acerca de un regreso, que traería nuevos horizontes.




¡Oh, Señor Jesucristo!:



¡Oh, Señor Jesucristo! ¡Por qué tardas, qué esperas



para tender tu mano de luz sobre las fieras



y hacer brillar al sol tus divinas banderas!



 



Surge de pronto y vierte la esencia de la vida



sobre tanta alma loca, triste o empedernida,



que amante de tinieblas tu dulce aurora olvida.



 



Ven, Señor, para hacer la gloria de Ti mismo;



ven con temblor de estrellas y horror de cataclismo,



ven a traer amor y paz sobre el abismo.



 



Y tu caballo blanco, que miró el visionario,



pase. Y suene el divino clarín extraordinario.



Mi corazón será brasa de tu incensario.




Se encuentra en esa lucha incesante entre la oscuridad y la luz. Contento de por lo menos poder dudar. Clamando por morir para después renacer victorioso. Buscando esa luz que iluminara su mente e hiciera arder su corazón. Y así ir bien acompañado en el Camino. Siente el deseo atroz de poder escuchar una voz autorizada que le infunda el aliento para no caer en la desesperación. Es un hombre hecho y derecho, con una excelente y reconocida pluma en su tiempo, pero que ha decidido rebajarse y ser como un niño.



Y continúa el clamor en SPES: Jesús, incomparable perdonador de injurias, / óyeme; Sembrador de trigo, dame / el tierno pan de tus hostias; / dame, contra el sañudo infierno, / una gracia lustral de iras y lujurias. / Dime que este espantoso horror / de la agonía que me obsede, / es no más de mi culpa nefanda, / que al morir hallaré la luz de un nuevo día / y que entonces oiré mi “¡Levántate y anda!” (del libro Cantos de vida y esperanza).



No obstante, tiene todavía donde parapetarse. Y he aquí el poema ¡Torres de Dios! ¡Poetas! (de Cantos de vida y esperanza), que une al poeta con Dios, que señala la naturaleza divina de la poesía, porque si no, ¿cómo podría ella ser instrumento, paracaídas al que se aferra, si no le sirviera para derramar su alma ante el único que le podría traer un atisbo de luz en los momentos tumultuosos de su existencia? Dudo que no haya, como se intenta convencer, un anclaje divino en estos versos, donde el poeta hace un llamamiento a lanzar salmos de alabanza al autor de todo lo creado.



No garantizo su adhesión total, pero avalo que orquesta toda una campaña para conseguirlo. Veámoslo: ¡Torres de Dios! ¡Poetas! /¡Pararrayos celestes, /que resistís las duras tempestades, /como crestas escuetas, /como picos agrestes, /rompeolas de las eternidades. //Torres, poned al pabellón sonrisa. / Poned, ante ese mal y ese recelo, /una soberbia insinuación de brisa / y una tranquilidad de mar y cielo…



¿Acaso no demuestra que sabe que ese don salvífico proviene del Creador? ¿Que el arte es un don divino?  De ahí que considere al poeta como una torre, una fortaleza conectada con Dios hacia arriba, pero que también tiene que enfrentarse con las tormentas que son consecuencia de su existencia terrenal. Y esta conexión le convierte en un pararrayos con poder celestial, en un escudo protector para resguardarse de los dardos de la imperfección humana.  



Quizá le faltó un compañero en esa travesía de búsqueda de la Verdad que hace libre, y desataría las cadenas que lo aprisionaban a una vida llena de incertidumbres y de espejismos constantes que se desvanecían y lo llenaban de tribulaciones; por ello se alió con la perseverancia para resistir, se construyó una torre que le acercaba a lo numinoso, pues su poesía será ese canal comunicador con lo divino; y le dará el lugar que le corresponde como luz que ilumina el camino del hombre, le da las claves para descifrar el misterio y restaurar todo lo que le rodea. Afirmación que podemos corroborar en Historia de mis libros:




"Ciertamente, en mí existe, desde los comienzos de mi vida, la profunda preocupación del fin de la existencia, el terror a lo ignorado... En mi desolación me he lanzado a Dios como un refugio; me he asido de la plegaria como de un paracaídas. Me he llenado de congoja cuando he experimentado el fondo de mis creencias y no he encontrado suficientemente maciza y fundamentada mi fe, cuando el conflicto de las ideas me ha hecho vacilar y me he sentido sin un constante y seguro apoyo. Todas las filosofías me han parecido impotentes; y algunas, abominables y obra de locos y malhechores. (…) Y el mérito principal de mi obra, si alguno tiene, es el de una gran sinceridad, de haber puesto 'mi corazón al desnudo', el de haber abierto de par en par las puertas y ventanas de mi castillo interior para enseñar a mis hermanos el habitáculo de mis más caros ensueños".




Qué pena que en su tiempo no se encontrara con aquellos que trabajaban para que el entendimiento de los hombres se iluminara y sus corazones se encendieran a fuego. Cuando la teología era algo sencillo, que escuchaba, atenta a lo que Dios estaba haciendo, renovada. Dispuesta a ver y oír los signos de lo que se estaba cociendo alrededor.



Adentrándome más en su prosa y verso es que percibo con más claridad esa búsqueda de la verdad, esa que te enseña que "hay que ser justo y bueno". Su escritura nos confirma esa búsqueda incesante de ese Cristo que ama con desesperación, ansioso por dar con su "El dorado" de misericordia y amor. Y esta dinámica se muestra en sus relaciones, por ejemplo, con Unamuno, quien escribió duras palabras sobre él. En cambio, la respuesta de Darío fue el de respaldar a Unamuno como poeta, cuando al publicarse el primer poemario de éste (Poesías, Madrid, 1907) envió un artículo al diario La Nación de Buenos Aires, titulado Unamuno, poeta. Tal actuación no le trajo ventajas, más bien lo contrario. Cito un fragmento del artículo sobre la poética del vasco-salmantino: "[...] Tengo, gracias a Dios, una facultad que nunca he encontrado en tantos sagitarios que han tomado mi obra por blanco: es la de comprender todas las tendencias y gustar de todas las maneras... El canto quizá duro de Unamuno me place tras tanta meliflua lira que acabo de escuchar, que todavía no acabo de escuchar. Y ciertos versos que suenan como martillazos me hacen pensar en el buen obrero del pensamiento que, con la fragua encendida, el pecho desnudo y transparente el alma, lanza su himno, o su plegaria, al amanecer, a buscar a Dios en lo infinito".



Al morir Darío, un apenado Unamuno pudo resarcirse escribiendo un buen artículo donde entre otras cosas, dice lo siguiente:




"... ¡No, no fui justo ni bueno con Rubén; no lo fui! No lo he sido acaso con otros. Y él, Rubén, era justo y era bueno. [...] Era justo, esto es, comprensivo y tolerante, porque era bueno. Aquel hombre, de cuyos vicios tanto se habló y tanto más se fantaseó, era bueno, fundamentalmente bueno, entrañadamente bueno. Y era humilde, cordialmente humilde. Con la grande humildad que, a las veces, se disfraza de soberbia. Se conocía, y ante Dios – ¡y hay que saber lo que era Dios para aquella suprema flor espiritual de la indianidad— hundía su corazón en el polvo de la tierra, en el polvo pisado por los pecadores. Se decía algunas veces pagano, pero yo os digo que no lo era. No descansó nunca aquel su pobre corazón sediento de amor. No de amar, sino de que se le amase. [...] Sí, buen Rubén, óptimo poeta y mejor hombre: este tu huraño y hermético amigo, que debe ser justo y debe ser bueno contigo y con los demás, te debía palabras no de benevolencia, de admiración y de fervorosa alabanza, por tus esfuerzos de cultura. Y si Dios me da salud, tiempo y ánimo, he de decir de tu obra lo que —más vale no pensar en por qué— no dije cuando podías oírlo. ¿Las oirás ahora? Quisiera creer que sí. / Hay que ser justo y bueno, Rubén”.




Hermoso gesto. La respuesta de Darío al impase citado carece de revanchas, iras, deseos de 'ojo por ojo'. Más bien tiene la maestría de llegar a ser de esos pocos que logran vivir su existencia desde la poesía. De los que están por encima de cualquier frontera. Darío logra captar el sentir de su tiempo, se zambulle en la realidad circundante, siente la necesidad de crear porque intuye que ese deseo proviene de uno mayor, el Creador de todo, Dios; y de ahí surge el indagar sobre la existencia de él y de los otros, el compromiso social y político. Pues en medio de sus dificultades económicas, la escritura y algunos excesos, toma conciencia acerca de que uno de los grandes males del mundo es la injusticia social. Dice Edelberto Torres en su libro La dramática vida de Rubén Darío, que durante su estancia en Costa Rica también vio miserias. “En todas partes donde ha estado ha visto que la injusticia social es el sudario que cubre a los infelices del mundo, conoce a los responsables; y presagia al vengador que debe llegar. La interrogación que pronuncia es: ‘Por qué?”. Esto lo lleva a escribir en el Heraldo de Costa Rica su ‘visión pavorosa’ sobre esta situación:




“¡Oh Señor!, el mundo anda muy mal. La sociedad se desquicia. El siglo que viene verá la mayor de las revoluciones que ha ensangrentado la tierra. ¿El pez grande se come al chico? Sea; pero pronto tendremos el desquite. El pauperismo reina y el trabajador lleva sobre sus hombros la montaña de una maldición. Nada vale ya sino el oro miserable. La gente desheredada es el rebaño eterno para eterno matadero. (…) las hijas de los pobres, desde los catorce años, tienen que ser prostitutas. Son del primero que las compra. Los bandidos están posesionados de los bancos y de los almacenes. Los talleres son el martirio de la honradez; no se pagan sino los salarios que se les antoja a los magnates, y mientras el infeliz logra comer su pan duro, en los palacios y casas ricas los dichosos se atracan de trufas y faisanes. (…) Yo quisiera una tempestad de sangre; yo quisiera que sonara ya la rehabilitación de la justicia social… Todo anda de esta manera. Yo no sé cómo no ha reventado ya la mina que amenaza al mundo; porque ya debía haber reventado. En todas partes arde la misma fiebre. (…). 




También en Chile percibió un paisaje similar, el cual reflejó en uno de los cuentos en prosa, La canción del oro contenidos en su libro Azul, utilizando para su denuncia la voz de un mendigo. O de un peregrino, o de un poeta, como dice él. Había sido testigo de la opulencia de los barrios bien y de la miseria de las barriadas. Quizá, en menor escala, la necesidad también había tocado su puerta en demasiadas ocasiones. Por ejemplo, cuando es nombrado ministro de Nicaragua en España. Debido a las intrigas de algunos contra él, en su país natal, apenas recibe a tiempo los recursos suficientes para salir adelante él y su familia. Dice el ya citado Edelberto Torres: “Después de casi dos años de esa clase de brega, el pobre grande hombre, tan infantil y tan ingenuo, es presa de una inmensa pesadumbre. De hecho, está retirado de la vida diplomática; no sale de su residencia privada, en donde pasa los días arrebujado en su roja hopalanda… La desesperación poco a poco va hincándole sus negras garras; en los suyos inmediatos no encuentra apoyo espiritual, aunque es grande el que le prestan sirviéndole en las más indispensables atenciones cotidianas, pero nada más, de modo que, aunque acompañado, su soledad es completa…”. Todo afloraba en sus cantos de donde destilaban alegrías, tristezas, muerte, desengaños, pero siempre con un canto a la esperanza. 



Y otra vez digo que me da pena que no se encontrara, en alguno de los lugares por donde transitó, con verdaderos acompañantes en el camino, ese camino donde hay acción, hay peligros, donde se deja la vida; en el que debe haber abandono de algo, debe haber compromiso, y también dejar la comodidad de ser un mero testigo. Y, al final, hay una meta.



Y la palabra siguió creciendo en forma de poema, tornándose en tabla de salvación. Como dijo su amigo chileno Pedro Balmaceda Toro en un artículo que escribió sobre su libro Abrojos: “El libro de Darío responde a una necesidad del espíritu, es algo que hemos esperado sin saberlo, es El libro de Job de la adolescencia



Estas son apenas unas impresiones (algo muy personal), no de una especialista en Rubén Darío, sino de una admiradora de sus versos, como queriendo ser su acompañante en el camino, en ese encuentro con el Otro.



Tejares, agosto de 2016  


 

 


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