Solamente he comprado libros electrónicos cuando no tengo a mi alcance la versión en papel. El libro impreso me cautiva.
Ya no hay espacio en los libreros, entonces las pilas de libros crecen. Hay un montón de volúmenes por aquí, otros por allá, algunos más en espacios que han ido ganando por toda la casa y debo mover hacia donde no estorben el paso. Para que sea funcional es necesario colocar en libreros por adquirir los volúmenes dispersos y apilados.
En mi calendario es tiempo de ordenar los libreros de casa. Aunque tengo varios miles de libros, al conjunto no me atrevo a llamarlo biblioteca. Tal vez algún día lo haga y, entonces, le pondré el nombre de algún personaje que contribuyó a que deviniese en devoto de la lectura.
Me invitan con frecuencia a participar como conferencista en distintos lugares e instituciones. En alguna ocasión compartí la mesa de expositores con una persona que exigió fuese leído el voluminoso curriculum vitae que daba cuenta de sus logros académicos y publicaciones, lo que llevó 10/15 minutos hacer al moderador. Entonces decidí que la presentación de mi persona fuera breve, no más de dos líneas.
Recuerdo cuando una institución académica me invitó para dar una conferencia sobre los 500 años de la Reforma Protestante. Los organizadores me pidieron que les enviara un curriculum que sería leído el día de mi participación. Mi corta respuesta les tomó por sorpresa, ya que referí sobre mi persona lo siguiente: “Un lector que escribe”. Volvieron a requerirme mayor información, y reiteré que prefería usar mi tiempo haciendo la exposición solicitada en lugar de que el presentador o presentadora tuviese que leer una larga lista de pretendidos logros académicos y/o una luenga lista de artículos y libros publicados.
Soy un lector que escribe o, también, podría decir de mi vocación y oficio lo que alguna vez mencionó Fernando Savater acerca de sí. “Como por leer no pagan, me tuve que poner a escribir”. La frase la leí en alguno de los volúmenes escritos por el filósofo, tal vez en una de las múltiples entrevistas dadas a publicaciones periódicas. En su momento no tomé nota de dónde me topé con la máxima savateriana y espero volverla a hallar para citarla como debe ser.
Mis libreros contienen obras que están ordenadas en algunos sitios por temas y en otros por autor o género literario. Cuando estoy trabajando en la redacción de algún libro el relativo acomodo de los libros es alterado porque tomo de los distintos anaqueles un diccionario, o bien una obra que tiene cierta relación con la temática en turno, otras veces los libros sacados de los estantes son para hacerme de información acerca del contexto histórico/cultural del tópico sobre el que estoy redactando.
Al paso de días y semanas en los alrededores de la computadora (ordenador en España) hay pilas de libros que no he regresado de donde los tomé y postergo el momento de hacerlo. Para cualquier otra persona los montones acumulados reflejan un caos de papel encuadernado. Para mí es un desorden necesario y me posibilita tener al alcance la obra que requiero sin tener que estarme levantando de la silla incontables veces para tomar/devolver los volúmenes usados en la redacción.
En ciertos momentos los libros se apilan y apenas queda un estrecho pasillo para transitar de una habitación a otra.
Días pasados me he ocupado de regresar los volúmenes que se enciman en columnas que amenazan con desbordarse y recolocarlos en los entrepaños que con antiguo o nuevo criterio decido. La verdad es que no avanzo mucho. En lugar de reacomodar el cúmulo libresco, me detengo para repasar líneas de ciertas obras, releo lo marcado en anterior lectura, en ocasiones rememoro dónde y cuándo compré o me obsequiaron el libro que tengo ante mis ojos. Pasan las horas y los avances en ordenar los libros no auguran que vaya a lograr siquiera terminar con las columnas de volúmenes que pensé podría regresar a los libreros en cuestión de minutos.
Además de regresar a los libreros las obras utilizadas en meses pasados, están los libros que no han tenido un espacio en los entrepaños. Ya sea porque son compras recientes, mayormente novedades adquiridas en las excursiones a librerías o compradas en línea, que van engrosando la lista de lecturas pendientes. Considero que si las novedades son puestas en la repisa temática correspondiente muy posiblemente no voy a leerlas y mejor las dejo en montón aparte, junto al espacio donde habitualmente escribo. El inicial ánimo reordenador ha sido derrotado porque no quiero dejar a las novedades apiñadas huérfanas de lectura.
De buena fe y para solucionar que los libreros ya no pueden contener más libros ni puestos en doble fila, me han recomendado que me deshaga de los volúmenes que ya no necesito. El consejo siempre me ha llevado a preguntarme, ¿y cómo sé que no voy a necesitar los libros que descatalogue de mis libreros?
También hay buena cantidad de libros que poseo pero no he leído, y tal vez no leeré. Sin embargo me parece que lo estimulante de esos libros no leídos es tenerlos cerca, ya que al formar parte de mi inventario la posibilidad de leerlos es real. Es mejor tener libros que no he leído a querer leer alguno y no poder hacerlo por no tenerlo. Los libros en espera son una posibilidad de poder iniciar la conversación con ellos en cualquier momento.
Uno de los libros que tengo pendiente de lectura es de Amos Oz, entre mis autores favoritos, se trata del volumen que escribió junto con su hija Fania, Los judíos y las palabras. De Oz he leído varios de su libros, destaco Una historia de amor y oscuridad, autobiografía centrada en su infancia y juventud. El autor murió de cáncer hace dos días, “poco después de que empezara el sabbat al atardecer se ha extinguido este viernes la vida de Amos Oz, el escritor que narró Israel, un antiguo país reciente del que acabó siendo su conciencia crítica”, reportó El País.
Reproduzco un párrafo que marqué cuando leí por primera vez Una historia de amor: “Alguien que es capaz de crear una nueva palabra y hacer que se integre en el sistema circulatorio de la lengua me parece que sólo está un poco por debajo del creador de la luz y las tinieblas: si uno escribe un libro puede tener la fortuna de que la gente lo lea durante un tiempo, hasta que aparezcan otros libros mejores y ocupen su lugar, pero engendrar una palabra es como tocar la eternidad”.
No faltan quienes me encomian a que ya no me haga de libros impresos, que mejor entre decididamente a la era de las obras electrónicas o digitales. Comentan que en los dispositivos que almacenan e-books caben miles de ejemplares. Lo sé bien. Es más, tengo el lector Kindle de Amazon, que simula hojas de libros. Pero solamente he comprado libros electrónicos cuando no tengo a mi alcance la versión en papel. El libro impreso me cautiva, lo considero fascinante y un logro tecnológico cuya historia traza magistralmente Elizabeth L. Eisenstein en La imprenta como agente de cambio. Comunicación y transformaciones culturales en la Europa moderna temprana (México, Fondo de Cultura Económica, 2010).
Las vacaciones están llegando a término, comienzan los días de regresar a las tareas que me harán posponer para otros momentos la posibilidad de tener un poco más ordenados mis libros. Además de celebraciones disfrutadas en familia, encuentros con amigos y hermanos entrañables, he pasado jornadas lumínicas entre libros apilados que, tengo la esperanza, algún día tengan su espacio en un librero. Otra vez el soneto de Francisco de Quevedo ilustra mi experiencia:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora, libra,
¡oh gran don Joseph!, docta la imprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.
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