Algunos cristianos hablan mucho de Él, presumen estar llenos de la presencia del Espíritu, pero sus vidas no dan le fruto de Él.
La llenura del Espíritu no se trata de que nosotros tengamos más de Él, «pues Dios no da el Espíritu por medida» (Juan 3:34). El Espíritu se tiene o no se tiene (1 Juan 4:13; Romanos 8:15; 1 Corintios 6:19); pero no se tiene en mayor o menor cantidad, pues no es un líquido, sino una Persona. La llenura del Espíritu consiste, más bien, en que Él tenga —controle— más de nosotros; más de nuestros pensamientos, de nuestras decisiones y de cada área de nuestra vida.
La «llenura» está relacionada con el «control». Si uno se llena de vino, será controlado por el vino. Si uno se llena de ira, su comportamiento será controlado por la ira. Si uno se llena del Espíritu de Dios, será controlado por Dios (Efesios 5:18; Gálatas 5:25; Romanos 8:14). Con todo, la llenura del Espíritu no debe confundirse con un éxtasis que nos hace perder el control de nuestras funciones corporales violentando nuestra libertad como individuos. Quienes confunden la llenura del Espíritu con la algarabía, con trances místicos y con movimientos incontrolados deberían recordar aquello de que: «los espíritus de los profetas están sujetos a los profetas; pues Dios no es Dios de confusión, sino de paz» (1 Corintios 14:32-33). Tampoco deben olvidar que parte del fruto del Espíritu en nuestra vida es, precisamente, «el dominio propio» (2 Timoteo 1:7). Tengamos sumo cuidado con atribuir al Espíritu obras que solo son fruto de la carne, de pasiones humanas. ¡Tengamos más temor de Dios!
En tiempos antiguos, la gente cometía la blasfemia contra el Espíritu Santo atribuyendo las obras del Espíritu Santo a las del diablo (Mt. 12:22-37). En los tiempos modernos, la gente comete la blasfemia contra el Espíritu Santo atribuyendo las obras del diablo o de la carne a las del Espíritu Santo. Algunos cristianos hablan mucho de Él, presumen estar llenos de la presencia del Espíritu, pero sus vidas no dan le fruto de Él (Gálatas 5:22-23). Solo son ruido, emociones desbocadas, sentimentalismo exacerbado al extremo. El Espíritu Santo nunca va a producir algo que es contrario a la Palabra que Él mismo inspiró. Por tanto, todas nuestras experiencias espirituales deben ser pasadas por el tamiz y el filtro de las Sagradas Escrituras. Y aquello que no concuerde con la revelación divina, debe ser desechado, aunque haga llover milagros todos los días. Recordemos las palabras de Jesús hacia aquellos que se jactaban de su espiritualidad personal, de las obras portentosas, milagrosas y carismáticas que, según ellos, hacían por el poder Dios:
«Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre expulsamos demonios e hicimos muchos milagros?” Entonces les diré claramente: “Jamás los conocí. ¡Aléjense de mí, hacedores de maldad!”» (Mateo 7:22-23).
No en vano, Jesús continuó hablando acerca de la importancia de oír y poner en práctica sus palabras (Mateo 7:24-27). La autoridad a la que debemos someternos los cristianos es a la Palabra inspirada de Dios.
Soy cristiano y trato de vivir cada día en continua dependencia del Espíritu. Busco la llenura del Espíritu (Efesios 5:18). Soy consciente de su obra transformadora y santificadora en mi vida. Sé muy bien del poder del Espíritu que actúa en mi cuando entrego mi vida al servicio de Dios. Veo los resultados de la obra del Espíritu en la iglesia local a la que pertenezco. Por eso, me es insoportable y molesto escuchar y ver ciertos movimientos carismáticos y pseudocristianos, que se autodenominan evangélicos, y que pretendiendo tener una relación más íntima con el Espíritu hacen ver al Espíritu como un “payaso” y a sus “iglesias” —llamarlas así me parece un insulto a la esposa de Cristo— en un circo. Han confundido el santo mover de la Tercera Persona de la Trinidad con un falso espectáculo atestado de emocionalismo irracional.
Soy cristiano, protestante y evangélico, pero no quiero que JAMÁS me confundan con esas pseudo-iglesias del evangelicalismo moderno. JAMÁS. No tienen nada que ver conmigo, ni con el Espíritu de Dios revelado en las Sagradas Escrituras.
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