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‘Muerte a los protestantes’, el motín de Zacatecas

Hostigamiento y persecución contra protestantes en Villa de Cos, Zacatecas

KAIRóS Y CRONOS FUENTES Evangélico Digital AUTOR Carlos Martínez García 14 DE OCTUBRE DE 2018 08:00 h
Villa de Cos, Zacatecas Iglesia en Mezquitillo, Villa de Cos, Zacatecas / Foto: Estudio Silvana

México fue el país latinoamericano en el que más protestantes padecieron persecución y muerte. Esto sucedió en el siglo XIX, de lo cual dejó constancia el historiador Hans-Jürgen Prien (Historia del cristianismo en América Latina, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1985, p. 775).



Acerca del tema está en última lectura de pruebas un libro de mi autoría. Hoy comparto la ponencia que tuvo a bien hacerme llegar Christian Barraza, titulada “Muerte a los protestantes”. Motín en contra de los conversos protestantes de Villa de Cos, 1869.



Él presentará en algunas semanas su examen para obtener en El Colegio de San Luis el grado de doctor en historia. Su disertación es una investigación muy bien documentada, llamada Entre la disidencia católica y la conformación de la Iglesia presbiteriana en Villa de Cos, Zacatecas. Liberales, misioneros y conversos, 1846-1876.



Lo que sigue muestra claramente el tipo de obstáculos que debieron enfrentar las nacientes comunidades evangélicas/protestantes en México. En esta ocasión yo nada más reproduzco lo escrito por Christian Barraza.



 



ENTRE LA DISIDENCIA CATÓLICA Y LA CONFORMACIÓN DE LA IGLESIA PRESBITERIANA EN VILLA DE COS, ZACATECAS. LIBERALES, MISIONEROS Y CONVERSOS, 1846-1876.



Las diferentes reglamentaciones emanadas de la Constitución de 1857 dieron muestra de los apegos culturales a los que estaba ceñida la población mexicana, las leyes que intentaban secularizar a la población y dividir poderes políticos y religiosos movilizaron a unos y otros por igual, intensificando las resistencias tras las Leyes de Reforma.



           La apropiación administrativa que hizo el Estado del registro civil no era cosa menor, sin embargo, los matrimonios religiosos seguían efectuándose de manera normal, así como la celebración de bautizos y misas para difuntos; sobre esto último se mantenía un apego al campo santo, espacio ubicado en el atrio y al costado de la Iglesia católica. No obstante, una de las más grandes ofensas que pudo haber recibido la feligresía católica y sus eclesiásticos fue la ley de libertad de culto, no sólo por la apertura que se daba a otras religiones que “tanto mal habían hecho a la sociedad en Europa” según se decía, o por el peligro de que los protestantes pudieran acabar con la religión y la nación al grado de verse anexados al país del norte, sino también, porque dictaminaba que toda expresión religiosa debía replegarse al ámbito y espacio privado, es decir, que ninguna festividad para santos, procesiones o peregrinaciones podían efectuarse a extramuros del templo, como tampoco el uso de artefactos que llamaran a celebraciones o festividades religiosas como: cohetes y en casos extremos el uso de campanas.



          Cualquiera tipo de expresión visible, ruidosa o llamativa proveniente de las iglesias católicas o protestantes, debía ser notificada al gobierno para que éste otorgara un permiso, o de lo contrario no podría efectuarse ningún tipo de fiesta. En caso de que se realizara sin la venia del jefe político, se recibiría una sanción o prohibición definitiva a futuro.



          Natalia Silva Prada retoma a Peter Burke para señalar la importancia de las festividades en las que según dice: tenían “una función de control social, ya que era el modo por el que una comunidad, villa o parroquia urbana expresaba su hostilidad contra los individuos que rompían las normas, abriendo así grietas en la costumbre tradicional”[1].



Por otro lado, Georges Balandier presenta el espacio público como un gran escenario donde se llevan a cabo expresiones de poder simbólicas, señalando por ejemplo, que las fiestas constituyen “la oportunidad para que la sociedad se muestre idealmente en el plano espectacular”, es decir, permite que el pueblo se refleje de una manera idealizada y aceptada, a la vez que jerarquiza y separa, pues permite las representaciones de poder que suelen evidenciarse con lo fastuoso del escenario y sus personajes.[2]



Ceremoniales cívicos o religiosos son una muestra pedagógica para la población, sus representantes se muestran en público como sus representados los quieren ver, o, dicho de otro modo, su ostentación genera en sus seguidores una ilusión aceptable.



Así, las representaciones simbólicas de una festividad y sus efectos “son procesadas en provecho del orden social y del poder que lo cuida. El entramado ceremonial público las inscribe en un espectáculo en el que el más estricto de los rituales puede coexistir con la más desenfrenada improvisación”,[3] así, los carnavales podían ser un “instrumento de moralización; [transformaba] las canciones libertinas en himnos de la ‘milicia de la virtud’; populariza las hogueras de la vanidad para quemar en ellas los signos de lujo y, con ellos, el mal. Pero el gran juego de las apariencias se sitúa en otro plano. La religión es puesta al servicio de una transformación política total […]”, mientras que el cuerpo eclesiástico diviniza por un momento el espacio y “su predicación transforma lo imaginario en presencia”.[4]



Entonces, sin la posibilidad de que la Iglesia pudiera efectuar eventos religiosos públicos a partir de la ley de libertad de culto, cómo podría educar y representarse así misma a la vez que distraía y hacía participe al pueblo de los ceremoniales. Si bien hacia 1867 el campo de acción del clero debió constreñirse nuevamente a los templos, éste utilizó sermones, circulares e impresos para motivar a una población temerosa de las ideas que atacaban su fe, incitándola a que defendieran el elemento que formaba parte de su vida diaria, moral, espiritual e incluso extraterrenal.



Como sabemos, la Iglesia católica había asegurado verse “amenazada” por los “errores del protestantismo luterano”, suponiendo que la religión en América era la versión más pura por encontrarse lejos de las herejías cismáticas que habían surgido en Europa; durante la Independencia se intentó proteger a la población de las ideas ilustradas que amenazaban con dividir y destruir a la nación; mientras que en el periodo liberal, las amenazantes ideas cismáticas e ilustradas se encontraban en casa, debiendo ser atacadas para destruir de raíz los errores que circulaban entre la población.



          Por otro lado, las leyes civiles protegían tanto ideas ilustradas como no católicas por igual, conflictuando a la clerecía que suponían tener y aún tenían el poder para movilizar masas de fieles enardecidos que se sentían amenazados por extranjeros protestantes que veían como invasores espirituales que poco a poco se relacionaban con una población deseosa del conocimiento evangélico.



Para los protestantes, los misioneros de las sociedades bíblicas y los cristianos conversos después, los católicos eran considerados como ignorantes y necesitados de ayuda evangélica, mientras que para los católicos, los misioneros y disidentes no eran más que un grupo de descarriados con pasiones desenfrenadas que habían ido a “replegarse en logias inmundas, centros de fetidez y corrupción”, engañados además por sectas de “orgullosos pigmeos que se dan el nombre de Iglesia cristiana”, señalados por no tener la legitimidad y derechos con los que contaba la católica que se suponía era depositaria de la verdad.[5]



          Ante este panorama, no fue extraño el surgimiento de acciones que evidenciaran la intolerancia religiosa encabezadas por un grupo dominante que veía una disminución en su monopolio y privilegios, mientras que otros aumentaban su presencia dentro del campo religioso, es decir, eran las manifestaciones de un grupo que había ocupado hasta entonces los diferentes espacios públicos y privados debido a la legitimidad que otorgaba su entorno, permitiéndole tener injerencia en la política y sociedad.



          En Zacatecas al igual que muchos estados de la república se había dado respaldo legal a las congregaciones evangélicas, condenando toda acción que incurriera contra la libertad de culto y el libre tránsito de los misioneros establecidos, pese a ello, los ataques eran constantes y continuos, se utilizaron las publicaciones impresas para alimentar la idea de que los extranjeros protestantes eran enemigos de la nación y la religión.



          El clero y conservadores de la entidad señalaron a la doctrina protestante (sin distinción de la denominación cristiana), como desmoralizadora y combatiente contra la “virtud de toda verdad” que tenía la Iglesia católica. Apuntaban que la congregación evangélica de Villa de Cos había declarado la guerra a la moral y al evangelio por echar mano de falsedades que destrozaban la historia y volvían contra los católicos todos los males con que la sociedad acusaba a los protestantes.



Los redactores del periódico El Centinela acusaban directamente a los directores de la congregación con el afán de hacer ver a sus seguidores, “cuan grave mal hacen a los pueblos desviándolos del camino de la verdad y de la honradez, desfigurando los hechos de la historia”,[6] criticaban además a los misioneros protestantes por querer expandir el evangelio entre los católicos y no entre las tribus de “indios paganos” como los huicholes que no tenían verdadero conocimiento evangélico.[7]



Por su parte la población católica de Villa de Cos, realizó protestas de fe sin que sus sacerdotes lo pidieran, se reunieron en el templo de manera espontánea y haciendo retumbar sus paredes gritaron al unísono: “Yo te juro, ¡oh Señor! Que no me dejaré seducir, y viviré y moriré en el gremio de la Santa Iglesia, Católica, Apostólica, Romana”.[8] Se trataba de un grito que no sólo reafirmaba su filiación religiosa, sino también, uno que parecía debía ser escuchado por los disidentes y conversos que habitaban en la Villa, quienes habían inaugurado ese mismo año de 1869 su primer templo evangélico y que se encontraba a escasos metros del católico, era un grito que señalaba las diferencias religiosas y los reafirmaba frente al otro, a la vez que resaltaban a la Iglesia católica, apostólica y romana como escudo y defensa.



Ante la difusión de estas posturas anti-protestantes, Juan Amador dio a conocer en el periódico El Centinela los efectos que surgían de estos ataques, por ejemplo: ya no había quien quisiera servirle “de criada a él o, otros evangélicos, porque son considerados como herejes”. Al respecto, los mismos pobladores de Cos se daban cuenta al no querer pasar por la calle donde se encontraba la casa de Juan Amador y donde se levantaba el templo evangélico, prefiriendo rodear por otras calles debido a que esa era considerada como “mal augurada”.[9]



          Amador afirmaba estar rodeado de enemigos calumniadores que aborrecían y despreciaban su congregación, mismos que les insultaban y perseguían como lo habían hecho ya con algunos misioneros encargados de hacer circular biblias, poniendo en peligro sus vidas y la de los evangélicos locales. El temor de estos disidentes consistía en la influencia y efectos que tenía el clero sobre las conciencias de los ciudadanos.



          En el mismo año, se efectuó un motín provocado por “algunos fanáticos entusiasmados” ante la visita de su Nuncio Apostólico a Villa de Cos, echándose encima a la autoridad civil que encabezaba Amador y a los conversos gritándoles que se murieran.[10]



El Centinela culpó a Amador de haber promovido el escándalo al enviar una escolta a la orilla de la Villa por donde entraría el Sr. Obispo, mientras un agente avisaba de la distancia que faltaba para su llegada y así recibirlo a balazos. Un hecho que según los redactores pudieron apreciar más de tres mil católicos, a lo que Amador señaló de calumnioso esperando que las investigaciones fueran efectivas y esclarecieran el suceso.[11]



          El proceso penal nos permite conocer el evento desde sus diferentes aristas, el aparente deseo y excitación de la población por recibir al Nuncio Apostólico, y las intenciones que tenía la autoridad por hacer cumplir la ley de manera correcta, aunque al final se evidencian expresiones de intolerancia religiosa por ambos bandos, las resistencias del pueblo a causa de la presencia protestante y las tensiones entre ambos grupos que intentaban tener mayor control sobre el espacio público, una forma simbólica de mostrar autoridad sobre el pueblo.



La visita del Obispo Guerra estaba planeada a la comunidad de Bañón el día 11 de mayo de donde partía después a Villa de Cos, motivando a los feligreses católicos para que pidieran permiso a Juan Amador de colocar cortinas, banderillas, repiques y el uso de cohetes que recibieran al diocesano, pues su presencia se convertía en un respiro y alivio para los feligreses que se veían cada vez más rodeados de misioneros y disidentes.



La visita que parecía meramente pastoral, tenía también la función de mostrar la autoridad religiosa de los católicos al tiempo que evidenciaba sus alcances, dominio e influencia frente a la autoridad política que era a su vez, cabeza de la congregación evangélica. La peregrinación que le siguió desde Bañón junto a los que le esperaban a la entrada del pueblo, se conformaron como parte del escenario donde el actor principal era el Obispo quien exhibía con esto su poder.



Aun así, como representante político Amador negó el permiso de uso de las parafernalias con las que esperaban recibir a la autoridad católica, respaldándose en la ley de libertad de culto que prohibía cualquier demostración pública por atentar contra el orden, lo que para algunos católicos se interpretó como una muestra autoritaria que intentaba castigarlos.



          Mientras tanto, los vecinos barrieron y asearon la calle por donde pasaría el Sr. Obispo, en lo que otros lo esperaban a la entrada de la villa con banderillas y cohetes pese a la prohibición. El juez del estado civil D. Mariano Sosa advirtió a Juan Amador de que los hombres a caballo que recibirían al diocesano desde Bañón portaban “armas de fuego y que intentaban repicar y cometer cualquier otro desorden que alarmara a la casa consistorial”.[12]



          Por esta razón, Amador decidió armar a un grupo de hombres y enviar una cuadrilla que vigilara a la población advirtiéndoles “que nadie se descompadrara en hacer ninguna de las demostraciones prohibidas y, que por ningún motivo cargaran sus armas, ni hicieran resistencia alguna, limitándose a unirse con los agentes de policía para que en caso de desorden, sólo tomaran razón de los que lo introdujeran”, mientras que otros, igualmente armados subirían a la azotea de su casa que por ningún motivo tenían permitido disparar sus armas, a no ser que fuera completamente necesario.[13]



          La tensión se dio en cuanto la cuadrilla se topó con la comitiva, pues intentaron frenar el uso de banderillas y banderas que portaba el carruaje donde se trasladaba al Obispo, al que se acercaron hasta la portezuela con bayoneta en cintura alterando a la población que comenzó a atacarles obligando que unos salieran huyendo y otros intentaran apartar a la muchedumbre.



          Algunos acompañantes de la comitiva que habían ido a recibir al Padre Guerra hasta Bañón se abalanzaron contra la cuadrilla amagando a dos de ellos que aseguraron sólo cumplir órdenes, entonces, Ildefonso Macías uno de los que incitó a la población para usar toda la parafernalia, pidió a Inocencio Díaz uno de los soldados “se alejara con su gente y dejara obrar pacíficamente al pueblo que en nada se molestaba, influyendo al mismo tiempo con los agredidos para que disintieran de toda resistencia”.[14]



          Según algunas declaraciones, los agentes policiacos que envió Amador intentaron desviar la peregrinación por otras calles “sucias e improvisadas”, no siendo otras más que donde se ubicaba el templo evangélico y la casa de éste, una intención que parecía retar a los feligreses y al diocesano, pues era obligarlos a pasar junto a un templo que se erigía altanero y arrogante frente a los católicos que alguna vez fueron mancuerna del poder cívico y que en esa ocasión, parecían ser la religión extraña.



           La peregrinación siguió su curso por las calles de la Libertad, después por el callejón de Santa Teresa y de ahí a la de Zaragoza con el fin de virar a media plaza y llegar a la casa donde se hospedaría el Obispo, a escasos 150 pasos de la casa de Amador. Sin esperarlo, mujeres, niños y demás gente que se dirigía hacia la plaza, fueron recibidos –según se dijo- a balazos por la gente de D. Genaro R. Chávez que se encontraban sobre la azotea de Amador, resultando muerta una niña de nueve años y un hombre herido que moriría al poco tiempo en Fresnillo.[15]



          El evento pudo resultar en más muertes, pero logró ser controlado por el zapatero Don Francisco Bollaín quien aseguró haber escuchado a unos jóvenes a las afueras de Bañón decir que los protestantes estaban armados y que los recibirían con balazos. Por esta razón, al acercarse a la Villa encontraron que un grupo de personas estaban reunidas y armadas, resultando un enfrentamiento de donde se escucharon algunos disparos que lo motivaron “a correr entre la multitud logrando interponerse para implicar con el sombrero en las manos a los soldados que había sobre la casa de D. Juan Amador, que suspendieran los fuegos, y a las masas que se contuvieran allí mientras hablaba con el C. Amador”[16]. En la puerta lo recibió Elías Amador y Genaro R. Chávez asegurando haber respondido al fuego que habían lanzado desde la plaza y las piedras contra la puerta de la casa.



          Según Juan Amador, un grupo de sesenta personas armadas con piedras y puñales en mano los amenazaron desde la calle gritando ofensas como: ¡muerte a los protestantes y viva la religión! o, ¡muerte a los protestantes, viva el Obispo, la religión y los fueros!, mientras otros gritaban insultos hacia su persona.



En esta ocasión las exclamaciones que clamaba la población dieron muestra de una molestia que iba más allá de las acciones momentáneas, es decir, de las prohibiciones que Amador hizo del decoro escenográfico y la movilización de los policías. “Muerte a los protestantes” era la exteriorización de un deseo implantado desde hacía siglos, era la reafirmación de terminar con el mal que les habían dicho, pretendía terminar con la religión y la nación, era entonces un miedo exteriorizado.



          Ante los cambios que se habían suscitado desde el triunfo liberal, expresiones como “Viva el Obispo, la religión y los fueros”, se convertía en una reclamación política a la vez que definición y autentificación religiosa. Se defendía a la máxima autoridad eclesiástica en Zacatecas y se proclamaban por los tiempos de unidad religiosa, o como dice Balandier, por un



pasado colectivo, elaborado en el marco de una tradición o de una costumbre, el que, se convierte en fuente de legitimidad. Constituye entonces una reserva de imágenes, de símbolos, de modelos de acción; permite emplear una historia idealizada, construida y reconstruida según las necesidades y al servicio del poder actual. Un poder que administra y garantiza sus privilegios mediante la puesta en escena de una herencia[17].



Igualmente, podía tratarse de un intento por “defenderse para mantener en el mejor estado posible sus condiciones, de por sí difíciles, y para evitar que se [degradaran] todavía más”.[18]



          Ante las ofensas y vituperios, el presidente municipal hizo lo propio asustándoles con abrir fuego desde la azotea, cuando se escucharon los primeros disparos que, según él, salieron de la plaza del comercio y fueron respondidos con diez o doce tiros hasta que D. Francisco Bollaín intervino.



          Sobre la muerte de la niña y el hombre, algunos culparon a Amador por haber abrazado una religión distinta y ser enemigo jurado de los católicos, pues al ver que la población no quería convertirse decidió ir sobre ellos asegurándoles que todos eran enemigos del presidente. Igualmente culpaban a Genaro R. Chávez por haberlo escuchado decir a los soldados, que abrieran fuego si su madre iba entre la comitiva, lo que sucedió puesto que la Sra. Concepción Montañez madre de éste iba en un carruaje de D. Severo Cosío, vehículo que recibió algunos tiros[19].



Sin embargo, tras haberse realizado las investigaciones, encontraron que la bala causante de la muerte de la niña fue una bala perdida, mientras que la que hirió al hombre fue la de otro que apodaban como la “gata sucia”, quedando el suceso como un acto desafortunado que daba muestra de las tensiones entre los pobladores de Cos que aprovecharon un evento público para llevar a cabo un desfogue propio de las festividades, en las que a manera burlesca se grita y hace desorden como un modo catártico que permite continuar con la vida cotidiana, o bien, como el momento utilizado para desfogarse y gritar todo lo que en un acto solemne está prohibido.



Aparentemente el motín o intento de linchamiento iba en contra del principal representante de los protestantes en Zacatecas, un acto que se había estado fraguando con antelación. Se supo que Ildefonso Macías y otros acompañantes habían incitando a la población para que utilizaran los elementos que se les habían prohibido al igual que asistir armados; lo que pareció evidente cuando los rumores llegaron hasta Bañón o, cuando German R. Chávez advirtió a Juan Amador de lo que parecían estar organizado los fieles católicos.



Aunque este enfrentamiento guardó características específicas, hubo otros que dieron muestra de las mismas resistencias y que se expresaron no como motín, pero sí como intentos de linchamiento por la intolerancia religiosa en contra de los misioneros o colpotores de la Sociedad Bíblica que realizaba trabajos en el estado de Zacatecas. Tomás Westrup encargado de la sociedad bíblica en Monterrey, reportó los diferentes eventos que un misionero había pasado durante su paso por Valparaíso, Zacatecas, donde fue rodeado por hombres armados el día que comenzó a vender las biblias y amenazado de muerte.



El colportor escribió que lleno de miedo había entrado a su habitación donde tomó su Biblia y aceptaría el mensaje que ésta le señalara, la cual se abrió, según dijo, en el  Salmo 34 y 35: “el Señor me había revelado que no se permitiría que mis enemigos pusieran sus manos sobre mí”.[20]



Esa noche durante la cena, se le acercó un oficial con cuatro soldados armados pidiéndole que por órdenes del alcalde debía llevarle sus libros; en el trayecto, la calle estaba alineada a ambos lados por hombres armados con palos y piedras, lo que, según este colportor le hizo recordar a los apóstoles, pensando que se trataba de una prueba por ser un discípulo. Mientras caminaba acompañado por el oficial, la gente se amontonó tanto que éste temió por su tropa y pidió a la multitud que mantuviera su distancia hasta llegar a la residencia del alcalde.[21]



Cuando por fin lo hicieron, éste cuestionó al misionero frente a la turba, esperando saber de qué se trataban los libros que vendía, quien respondió diciendo que se trataba de “Las Sagradas Escrituras”, provocando que se volviera hacia la gente para cuestionarles:



¿Quién les ha informado de que estos libros son malos? -Nadie respondió-. Repitió la pregunta, pero sin recibir respuesta. Medio enojado dijo: ¿Dónde están los representantes del pueblo? O, ¿no hay ninguno? -Aquí está el hombre-. ¿No lo querían? y comenzó a voltear las hojas sin encontrar nada que decir, el alcalde observó: “Esto es lo que hará. Vaya mañana al ayuntamiento”. Y añadió: “Llevad al cura con vosotros, porque solo no podéis decir una palabra.[22]



 



A pesar del aparente apoyo que recibió del alcalde, las conspiraciones continuaron hasta el domingo siguiente que la conmoción fue mayor. Alrededor de medio día, un anciano le dijo al misionero: “La gente se reúne y habla de acabar con tus libros”. Mientras que salía en busca de papel para escribir al alcalde, vio una multitud cerca de la puerta sin saber que un simpatizante ya había ido en busca del guardia para que disipara junto a la fuerza armada el tumulto que gritaba al dueño de la posada, entregara al colportor. Al final, seis cabecillas fueron capturados y encarcelados como asesinos, mientras que el agente salía con escoltas del lugar.[23]



          Casos similares vivieron otros misioneros preparados por Juan Amador al salir a distribuir biblias en zonas limítrofes con San Luis Potosí y Jalisco,[24] ya que Villa de Cos se había convertido hasta entonces en el centro de operaciones de la ABS en el estado de Zacatecas y zonas aledañas, encontrando en este lugar un espacio donde planear y preparar a los próximos colportores; igualmente lo hicieron los misioneros presbiterianos que se establecieron desde los primeros años de los setentas, debido a la protección otorgada por los liberales y conversos Severo Cosío y Juan Amador.



 



[1] Silva Prada, Natalia, Estrategias culturales en el tumulto de 1692 en la ciudad de México: aportes para la reconstrucción de la historia de la cultura política antigua, PDF, p. 26.





[2] Balandier, Georges, op. cit., p. 21





[3] Ibid. P. 52





[4] Ibid. P. 17





[5] El Centinela. Periódico religioso social de literatura y variedad, Zacatecas, T. I. viernes 6 de agosto de 1869, núm. 3, p. 2





[6] Ibid. Viernes 17 de septiembre de 1869, núm. 9, pp. 1-2





[7] Ibid. Viernes 24 de septiembre de 1869, num. 10, p. 7





[8] Idem.





[9] Ídem.





[10] La Antorcha Evangélica. Periódico religioso. Villa de Cos, jueves 16 de septiembre de 1869, T. I. Núm. 2, p. 4





[11] El Centinela, viernes 31 de diciembre de 1869, núm. 24, p. 6





[12] Archivo de la Casa de la Cultura Jurídica (A.C.C.J.), Fondo: Zacatecas, Sub fondo: Juzgado de distrito, Año: 1867- 18870, Caja 4, Proceso Penal, 21 de mayo de 1869, exp. 1070.





[13] Idem.





[14] Idem.





[15] Idem.





[16] Ídem.





[17] Balandier, Georges, op. Cit., p. 19





[18] Silva Prada, Natalia, op. Cit., p. 27.





[19] Idem.





[20] American Bible Society, Reporte 54, 1870, p. 113





[21] Idem.





[22] Ídem.





[23] Idem.





[24] Véase en capítulo tres “Incursión de la American Bible Society y la Iglesia evangélica de Villa de Cos, Zacatecas.




 

 


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