Pocos asuntos suscitan tanto interés, cuando no morbo, como las cárceles inquisitoriales o las torturas que en ellas se sufrían.
Con respecto a la Inquisición, pocos asuntos suscitan tanto interés, cuando no morbo, como las cárceles inquisitoriales o las torturas que en ellas se sufrían. Me sigue llamando poderosamente la atención como en diferentes puntos turísticos de la geografía española se erigen pequeños ‘museos de la inquisición’, con una clara intención mercantil y escaso rigor histórico. Hacen pasar por nuestros ciertos métodos de tortura que jamás pisaron el suelo patrio. Pero a ello dedicaremos otro capítulo de esta serie.
Antes de tratar el asunto de las prisiones inquisitoriales se hace necesario un ejercicio de contextualización. Partimos desde la visión de personas del siglo XXI, donde los centros penitenciarios son centros de reclusión orientados, en el caso Español por mandato constitucional, hacia la reinserción del preso, y olvidando otros elementos de justicia retributiva. Bajo el paraguas de los Derecho Humanos, los reclusorios actuales disfrutan de todas las asistencias necesarias para una digna y saludable estancia en prisión. De hecho, es frecuente la crítica a su excesiva comodidad, comparada con otros centros asistenciales como los dedicados a la tercera edad.
Fueran civiles o eclesiásticas, las cárceles del XVI eran por lo general insalubres y asociadas a una alta mortalidad. Era práctica común el engrilletamiento continuo, elemento que ya en aquella época extrañara a los extranjeros que los sufrían o tenían conocimiento de ello. Más leña el fuego de la leyenda negra. Pero no sólo en cadenas acaba el instrumental carcelario. Otro elemento conocido y de uso frecuente era el conocido como ‘pie de amigo’, elemento rígido de hierro, tipo collarín, que obligaba a mantener el cuello en la misma posición durante larguísimos periodos de tiempo. H.C Lea nos cuenta como el Propio Agustín de Cazalla, quemado en 1559 fue hallado “en una celda oscura cargado de cadenas y con un pie de amigo”. No es este un elemento destinado a obtener confesión o tortura alguna, sino un instrumento dedicado sencillamente a elevar el sufrimiento.
A aquellos contumaces cuyas palabras pudieran alentar a la herejía al resto de reclusos, se les aplicaba una mordaza, instrumento dedicado a imposibilitar la articulación de palabra alguna.
Quizás después de detallar este trato sea tarea poco impactante hablar del sufrimiento psicológico que suponía el aislamiento generalizado de unos presos con otros, o las largas estancias en cárceles aislados de todo contacto humanos. Pero está ahí y no ha de obviarse. Como tampoco ha de obviarse el sufrimiento cruel de las mujeres encarceladas. Desamparadas y aisladas, quedaban a merced del carcelero varón. Escribe H.C. Lea “Pronto debió de haber ultrajes que llegaron al conocimiento de Cisneros, pues en 1512 comprendiendo el cardenal de las peligrosas oportunidades existentes, dio una orden amenazando de muerte a todo carcelero que tuviere trato carnal con una mujer presa”.
Es necesario hacer una distinción entre los dos tipos de cárceles inquisitoriales. “Cárceles Secretas era la denominación oficial del lugar de reclusión de las personas acusadas de herejía durante su juicio. Formaban parte del edificio de la Inquisición” (H.C. Lea). Podríamos asemejar a un calabozo actual. La Casa de penitencia o Prisión Punitiva, sin embargo, era aquella destinada a cumplir la pena impuesta por el tribunal.
Aunque parezca mentira, existen no pocas voces que defienden el sistema penal inquisitorial como algo verdaderamente avanzado y humanitario en su contexto. Sin embargo, otros defienden lo contrario y nacen no pocas historias y fábulas de uno y otro lado.
Eduardo Pallares, en su libro “El procedimiento Inquisitorial” (México, 1951), antes de pasar a relatar un elenco de circunstancias históricas que justifican su tesis, dice: “Los defensores de la Inquisición sostienen contra de pruebas irrecusables, que los procedimientos del Santo Oficio fueron un auténtico progreso en la historia de la justicia penal, porque aquél se destacó entre las demás jurisdicciones por la rectitud y humanidad de su manera de actuar. Esa tesis no resiste el análisis histórico”.
Como máximo exponente del romanticismo anti-inquisitorial, podríamos citar a Reinaldo González Montes, pseudónimo elegido para rubricar el libro de referencia acerca del protestantismo español durante siglos. Para conocer acerca de este texto recomiendo encarecidamente la edición de MAD Eduforma (2008), traducida y comentada por Francisco Ruiz de Pablos, donde en su parte inicial encontraremos un exhaustivo análisis de la obra por parte del catedrático, y acompañada de una más que extensa biblografía. Es de lectura obligada para todo protestante español.
Montes nos describe las prisiones inquisitoriales tal que así: “…el régimen de vida es tal que quienes no salen de aquella miseria para la hoguera, por lo general, o bien suelen expirar en aquel espantoso hedor de las cárceles, o bien por haber contraído aquel mal que llaman francés (en lenguaje corriente bubas), se consumen por completo cuando han salido, o bien caen en la locura por exceso de melancolía, o por último, a consecuencia del trato pésimo del cuerpo resultan ciertamente propensos a contraer seguidamente estas mismas enfermedades u otras más graves que, consumiéndose continuamente, arrastran una vida totalmente miserable y más dura que la propia muerte.”
Ante un evidente sesgo entre detractores y defensores de la Inquisición, cabe entonces acudir a las actas inquisitoriales y otras pruebas documentales acerca del tribunal de los Santos Padres.
Mi libro de cabecera, recomendado, imprescindible, es el que escribiera Ernst Hermann Johann Schäfer en 1902, conocido en el mundo académico como el Beiträge por el inicio de su nombre en alemán, lengua materna del autor. Su título: Protestantismo Español e Inquisición en el siglo XVI. De un rigor aplastante, ha sido una obra de referencia totalmente obviada en España, hasta que en 2014 fue traducido al castellano gracias al ímprobo esfuerzo de nuevo de D. Francisco Ruiz de Pablos, al que tuve el gusto de conocer e incluso asaltar para que me dedicara un ejemplar, al más puro estilo feria del libro. Sirvan estas líneas como humilde homenaje al que en 2010 fuera declarado Premio Unamuno “amigo de los protestantes”.
Schäfer, repasa el conjunto de actas inquisitoriales donde el paisaje que se nos dibuja difiere en sentido opuesto a Montes. De hechos como que los presos pudieran traer sus propias camas y sábanas, o que catalogara su alimentación como no escasa y a cargo de sus bienes, pudiera concluirse que el afamado rigor inquisitorial pudiera no estar justificado. Incluso nos dice que se permitía la conversación en tonos bajos, o que se les facilitaba papel para poder leer y preparar sus defensas, según las actas. Al ser tan elevado el número de penados y tan escasa la infraestructura carcelaria, se recoge como se había recluido a presos en casas particulares, o incluso de familiares en caso de condenas a cárceles perpetuas. Según las actas el número de fallecidos fue escaso, no así el número de evasiones causadas por su baja seguridad.
Parece evidente que, entre la pulcritud y excelencia relatada en las actas inquisitoriales, y la oscura leyenda derivada del relato de montes, pueda existir un más que probable término medio, donde las desigualdades de trato derivadas de la posición social o económica, el delito imputado o el propio comportamiento del reo, jugarían un papel esencial para determinar la calidad y cantidad de la dosis de prisión.
Schäfer, tras desmentir numerosos prejuicios carentes de fundamento, deja abierta la puerta a la especulación al afirmar que “no puede negarse que sea cierto que no haya podido haber habido también algunas celdas subterráneas en las que herejes especialmente contumaces eran temporalmente internados para ablandarlos”.
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