Dios es quien nos mueve; no obstante, debemos reflexionar sobre dónde seremos más fructíferos para la obra y dónde estaremos mejor reguardados en Dios para su honra y su gloria.
Un fenómeno poco estudiado es la movilidad de la membresía entre las iglesias evangélicas. Es bien sabido que las iglesias tienen, y esto no es malo, su perfil social de clase. Hay iglesias de barrios pobres, las hay de clase media, y también de clase alta. Sin embargo, estas iglesias, si son consecuentes con su llamado, están abiertas para todas las personas sin necesidad de establecer distinciones por asuntos de raza, color, clase, edad, sexo o cualquier otra diferencia de este tipo. La iglesia es una comunidad inclusiva establecida por el Señor en el que caben todas las personas.
Aunque en la realidad no sea siempre así, la iglesia cristiana está llamada a ser inclusiva y a superar todo tipo de discriminación o exclusión. Sin embargo, las iglesias definen su perfil y composición de acuerdo a diversos factores y uno de ellos es el lugar donde están ubicadas. Una iglesia ubicada en un sector residencial y muy exclusivo no tiene el mismo perfil de una iglesia ubicada en un barrio marginado de la ciudad. En ambas deben coexistir los mismos valores cristianos, el mismo amor, la misma devoción, la misma santidad y preocupación por la misión y el evangelismo, aunque se expresen en formas y estilos que subrayen visibles diferencias.
La verdad es que la congregación la componen sus miembros. Una iglesia de clase baja está compuesta comúnmente por obreros, trabajadores ocasionales, amas de casas, y abundan los desempleados, aunque como excepción haya algunos que otros profesionales o pequeños comerciantes. En una iglesia de clase media o clase alta abundan los profesionales, los hombres de negocios y personas destacadas y reconocidas en la sociedad, aunque casi siempre también hay, en menor medida, personas de clase económicamente baja que son bien acogidas.
Una iglesia con nombre reconocido y ubicada en un lugar céntrico y atractivo de la ciudad o en una zona de prestigio residencial crea un sentido de pertenencia social que algunos miembros exhiben con alarde y notable presunción. Sin dudas que esto forma parte de la proyección de la misma iglesia para atraer gente de clase media alta, incluso personas que han ascendido social y económicamente que provienen de iglesias más pequeñas y marginadas.
La gente tiende a ubicarse en la congregación donde se siente más cómoda. Las personas procedentes de iglesias socialmente marginadas que han crecido social o económicamente, regularmente cambian su lugar de residencia y se mudan a viviendas mejor ubicadas en el entorno urbano. Además, entran en relaciones con personas más exigentes social e intelectualmente, y entonces, al momento de invitarlas a sus iglesias prefieren hacerlo a una congregación más acorde con el nivel que en diversos sentidos tiene la persona invitada. De esa forma quieren evitar algunas preguntas incómodas de sus invitados en lo que tiene que ver con estilos y formas. Esta movilidad es posible gracias a que en la mayoría de nuestros países el evangelio ha llegado a todas las clases sociales.
Si esta movilización se ve de manera normal no debe generar mayores preocupaciones. Pero hay otros impulsos que mueven al trasiego de hermanos desde una iglesia marginal o barrial, compuesta por obreros y gentes de a pie, a una iglesia central y residencial de mayor nombradía y prestigio social. Predomina la creencia de que en estas congregaciones se van a sentir mejor y van a encontrar más valores espirituales y cristianos que los que tienen en la suya. Sienten que allí cada culto es espectacular y deslumbrante, que todo se llena de expectativas y está más acorde con la actualidad. Para ellos todo es más emocionante y generador de entusiasmo.
Hay algunas cosas que se tenían en la iglesia pequeña que con frecuencia se olvidan y hasta se ignoran. El hermano se trasladó de ser un agente activo y en crecimiento, a ser un espectador pasivo que está a expensas de los que otros hagan y digan. Su proceso de crecimiento y acción se detuvo. Quizás desde su iglesia de origen iniciaría su ministerio y conectaría con un propósito en Dios más relevante que el hecho de pertenecer a una iglesia grande y de prestigio social. Es probable que haya perdido ese cálido contacto con hermanos amorosos y solidarios con los que mantenía una relación viva y sobre todo sincera. Antes estaba más protegido contra acciones y prácticas mundanas porque se sentía más cuidado y obligado a rendir cuentas entre los suyos. Es probable que el hermano que se fue haya ganado más espacio social, pero que haya perdido otros agregados que son importantes en nuestra vida de fe.
En su iglesia pequeña no era un anónimo, lo querían de verdad, su aporte económico se podía verificar en las atenciones de necesidades más humanas y piadosas. Antes satisfacía necesidades, ahora está en riesgo de financiar lujos y caprichos de súper ministros. Lo que antes aportaba para resolver verdaderos problemas humanos, ahora lo hace para ampliar las comodidades y la buena vida de dirigentes religiosos que viven a expensas del lujo y el dispendio.
Sabemos, y es normal, que el crecimiento empuja hacia el desplazamiento, hacia la movilidad social ascendente, pero como creyentes, al momento de desplazarnos de un lugar de congregarnos a otro, debemos orar y pensar dónde Dios nos quiere, dónde somos más útiles, dónde nuestras vidas serán real y auténticamente más bendecidas. En definitiva, Dios es quien nos mueve; no obstante, debemos reflexionar sobre dónde seremos más fructíferos para la obra y dónde estaremos mejor reguardados en Dios para su honra y su gloria.
El afán de cambiar de congregación simplemente para ubicarse mejor socialmente y ganar mayor prestigio y sentido de pertenencia es un motivo sobre el que tenemos que reflexionar ante de movilizarnos del lugar y espacio donde el Señor nos ha llamado. No debemos llevarnos de la fiebre de estar en una congregación que nos sume prestigio e infle nuestro sentido de pertenencia. Debemos pensar desde qué iglesia podemos cumplir la misión que el Señor ha puesto sobre nosotros con mayor rendimiento y fidelidad a Él. Debemos tener presente que podemos pasar de actores activos donde estamos a espectadores pasivos donde vayamos.
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