El 10 de mayo de 1933, estudiantes nazis cautivados por la retórica de su líder Adolfo Hitler, quemaron miles de libros en la Bebelplatz en el centro de Berlín.
Es un objeto frágil. Altas o muy bajas temperaturas pueden dañarlo. La humedad lentamente lo va deformando, hasta que es imposible separar sus hojas. Los hongos lo carcomen y la polilla lentamente lo horada como eficaz taladro en dura madera. Esto puede pasar con un libro y así se han perdido valiosos ejemplares desde que los libros tuvieron el formato que conocemos hoy. Su antecedente es del siglo primero D. C., que se conoció como códice y consistía en hojas de pergamino o papiro cosidas para unirlas por uno de sus lados.
Adversarios como los mencionados, que pulverizan los libros y se llevan ideas fijadas en tinta y papel, irremediablemente continuarán demoliendo volúmenes por aquí y por allá. Pero el enemigo más letal de los libros ha sido la obsesión de los sectarios por erradicarlos, porque el conjunto de hojas impresas y encuadernadas transmiten propuestas e imaginarios considerados peligrosos por todo tipo de censores. En la ficción destaca la espléndida novela de Ray Bradbury, Fahrenheit 451, que narra los esfuerzos de un gobierno por quemar libros, creyendo que hacerlos desaparecer en las flamas evitará la transmisión de ideas nocivas. En la realidad, una obra de Fernando Báez, Historia universal de la destrucción de los libros, contiene episodios dantescos que dan cuenta de cómo fanatismos de distinta índole impulsaron hordas incendiarias.
El 10 de mayo de 1933, estudiantes nazis cautivados por la retórica de su líder Adolfo Hitler, quemaron miles de libros en la Bebelplatz, antes tuvo como nombre Opernplatz, en el centro de Berlín. Echando a las llamas obras de autores considerados anti alemanes por los inquisidores germanos, éstos buscaban purificar a su nación con la acción depredadora del fuego. Fueron incinerados libros de pensadores alemanes como Karl Marx, Heinrich Heine (1797-1856, para otro contexto escribió una frase que resultó premonitoria de lo que sucedería años después “Donde se queman libros se acaba también quemando seres humanos”), Thomas Mann, Sigmund Freud y Bertolt Brecht, entro otros. Entre los autores extranjeros cuyas obras fueron pasto de las llamas estuvieron los norteamericanos John Dos Passos y Ernest Hemingway, y el ruso Máximo Gorki.
La Babelplatz está rodeada de imponentes edificios, como la Universidad Humboldt, La Catedral de Santa Eduviges, el de la Ópera de Berlín y un hotel. En el centro de la plaza, donde en mayo de 1933 los nazis atizaron la hoguera con las obras de autores indeseables por el nacionalsocialismo, se ubica una plancha transparente, una especie de ventana en el piso. Lo que vi a través del grueso cristal y debajo me sacudió: estanterías sin libros, desnudas de obras colocadas una tras otra. Los entrepaños que solamente contienen aire son un potente recordatorio de la barbarie, pero también de que los objetos frágiles que son los libros, aunque reducidos a cenizas por el fanatismo hitleriano, no desparecieron sino que durante el régimen de horror alguien a hurtadillas leía obras estigmatizadas.
Junto al rectángulo transparente se localiza una placa que rememora lo sucedido el 10 de mayo de 1933, leerla fue una experiencia muy emotiva. Como un sencillo y personal recordatorio de que los horrores humanos no han podido, ni podrán, contra el frágil transmisor de conocimientos que es un libro, me senté junto a la losa transparente, saqué un libro que llevaba y me puse a leerlo un minuto en el mismo lugar donde la intolerancia extrema alzó llamas y las alimentó con miles de libros.
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