No estoy abogando porque nos pongamos una careta con sonrisa-profidén. Pero sí con vivir lo que de veras se ama.
Suelen suceder tantas y tan buenas vivencias en nuestra vida cristiana, que no siempre llegamos a comentarlas tan rápido como recién acontecidas. Esta que comento, transcurrida hace ya varias semanas, tiene que ver con el gozo con que regresaba de una nueva graduación de los alumnos de nuestra Facultad de Teología. Especial e Histórica graduación, no sólo por el hecho de conceder los dos primeros Máster con reconocimiento estatal, así como los diversos Grados en Teología, a la par de numerosos Diplomas y Certificados. Contento por la extraordinaria asistencia a tan elegante como vivo “Acto Académico”. Y gozoso recordando el buen artículo de nuestro Director Julio DÍAZ, con el título de “Dios está actuando entre los jóvenes de España”; gozoso, además, conociendo que en cada nuevo Curso, se matriculan más jóvenes deseosos de prepararse para servir al Señor.
Y con esa normal alegría, en mi asiento 13B del vagón 2 del Ave, aun sabiendo que llegando a casa tendría que trabajar de lo lindo para la Escuela Dominical, el mensaje dominical, el Avance de Agenda 3er trimestre y diez cosillas más, seguía sintiendo que la alegría es algo que cada uno lleva en sí mismo, sin darse cuenta de ello; y con tales emociones me dispuse a dormir, pues dos horas y 50 minutos dan mucho de sí, y en mi soñolencia recordé uno de mis escritos de ocho años atrás, que sin dar al tema la menor importancia, declaré que: “me sentía feliz y satisfecho de ser cristiano y además Pastor y que esperaba que esta alegría me durase siempre”. Lo decía con la misma naturalidad con que pude escribir que me gusta la música o que prefiero el sol a la tormenta, y como que en estos días disfruto viendo algunos partidos de Fútbol del mundial, casi nunca completos.
Y en aquel 2010, que ni siquiera me publicaba Protestante Digital comencé a recibir notas, y algunas llamadas (no tenía WhatsApp) felicitándome por haber dicho algo que, por lo visto, es sorprendente; algo que, según decían mis comunicantes, sólo se atreve a afirmarlo en público quien tenga mucho valor. Y “Desde el Corazón” me desconcerté de aquellas notas, sorprendido, sin acabar de entender que alguien crea que implica valor el decir cosas que a mí me resultan simplemente elementales. En rigor, yo no necesito coraje ninguno para decir mi nombre, los años que tengo o lo que soy. Pero por lo visto, los que me dejaron notas, felicitaciones telefónicas y otros detalles, parecían estar estupefactos por no haber escuchado casi nunca a Pastores que se sintieran felices de serlo. Es más, algunos parecían profesarlo en el eclesial ambiente e intimidarse en lo público, como si fueran unos hijos de Dios ilegítimos; e ilegítimos son todos los que sin llamamiento de lo Alto, ejercitan el papel de Pastores.
De pronto, la voz del tren que anunciaba que ya estábamos en el “Camp de Tarragona” me sacó de la ensoñación, y recordando aquellas notas pensé que hay más “Pastores Felices” que los que la feligresía cuenta, lo que sucede que éstos no lo proclaman desde sus púlpitos, y porque ahora lo que se lleva es presumir de “progresista”; “liberal”; “moderno” y se teme ser considerado como conservador y huir del epíteto “fundamentalista”. No me extraña que la falta de convicciones y el silenciamiento de que somos siervos del Altísimo, haya reducido el prestigio de la vocación pastoral, hasta tal punto que a la multitudinaria recepción de los refugiados de los barcos, se soliciten los servicios de centenas de psicólogos y nunca Pastores que tienen experiencia en la cura de almas y sienten amor por todas las personas, por imperativo bíblico. Y no es que estemos en el anticlericalismo de antaño, es que ahora priman la devaluación, la indiferencia y la ignorancia.
Los síntomas de esta bajada de apreciación a la vocación y ministerio Pastoral hasta la tercera división regional, pues ni siquiera se nos evalúa detrás de los políticos, son muchos, pero “Desde el Corazón” citaré un par de ellos: siendo los días en que escribo estas líneas, tiempos de exámenes, selectividades y final de carreras ya se distribuyen entre los estudiantes, folletos editados por el Ministerio de Educación, dedicados a presentar a los muchachos los Estudios y profesiones en España. Unos folletos y publicaciones en los periódicos supercompletísimos: ¿que el muchacho quiere ser Gastrónomo Artista?, busque en Ciencias Sociales y Judiciales, entre las 32 ofertas. ¿Que desea ser Diseñador Textil?, acuda a Ciencias de Ingeniería y Arquitectura y considere entre las 42 ofertas. ¿Que le encanta especializarse en Neonaciencia?, lea entre las 18 posibilidades en Ciencias. ¿Le apetecería ser entomólogo?, encontrará orientación en la 78. ¿Prefiere ser bodeguero, bailarín o cristalógrafo?, lo tiene en las páginas 66, 135 y 101, respectivamente. Así que no sólo se ofrecen las tradicionales profesiones -médicos, abogados, maestros, ingenieros-, sino también las más nuevas o estrambóticas: azafata de congresos, actor, ceramista, peluquero, sedimentólogo, terapeuta, sociólogo, especialista en calderería de chapa. Todo cuanto el graduando pueda desear. Pero, naturalmente, no busquemos en la letra P la profesión de Pastor; ni en la C, la de cura o la de clérigo, ni en la M la de misionero. Se tiene que recurrir a las Ofertas de Artes y Humanidades, con 26 ofertas, para informarse de la carrera de Teología, tras la de Paisajismo. O sea, que entre las 132 carreras ofertadas, la última es la de Teología, que naturalmente en este tiempo es, cuanto más, una vocación tolerada para la que no se ofrecen ni orientaciones ni detalladas posibilidades, como, por lo demás, tampoco se enseña a ser ladrón o atracador.
Pero el más doloroso síntoma que me hace pensar es que los mismos Pastores hayamos ido pasando de siervo de Dios, orgulloso de su ministerio, al desconcertado de ser lo que es. Como me angustia la pérdida de aprecio ‘moral’ y -¿tal vez como consecuencia?- el que muchos Pastores pongan en duda lo que se llama ‘su identidad sacerdotal’. Que ellos no acaben de ver muy bien para qué sirven y que tampoco lo entienda y valore suficientemente la comunidad.
“Desde el Corazón” no estoy abogando porque nos pongamos una careta con sonrisa-profidén. Pero sí con vivir lo que de veras se ama. Y saber que, aunque en la barca de la Iglesia entra mucha agua por las ranuras de nuestros egoísmos, es una barca que nunca se hundirá. Porque es muy probable que nosotros, como personas, no valgamos la pena. Pero el servir a Dios, sí.
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