Desde el punto de vista histórico, si se quiere, también literal, la resurrección no resulta un hecho elaborado por los propios seguidores de Jesús.
La fatídica jornada había terminado. El Señor Jesús había muerto. Fue sepultado al caer la tarde del viernes, y el sábado siguiente, más que el día de reposo habitual, fue un día de pesar y aflicción para sus seguidores más cercanos.
Esa muerte humillante y cruel después de un juicio retorcido y descaradamente parcial, no parecía a las mentes de sus más íntimos seguidores el destino natural de un hombre tan especial y único. Un hombre que doblegó todos los poderes conocidos. Sanó los enfermos, controló con sus palabras los fenómenos naturales e incluso levantó a otros de la tumba. Su verbo sin igual, sus enseñanzas excepcionales, su vida y todo lo que fue Jesús producían una fascinación especial sobre todos. Sin embargo, su muerte irrumpe con abrupto impacto sobre los suyos.
Ver ese gran líder morir bajo los denuestos y los improperios de hombres insolentes que desafiaban su autoridad y menospreciaban su persona era algo insólito y a la vez torturante para sus impotentes discípulos. Jesús murió ante los suyos, víctima de la intriga y la perfidia, del odio y de la incomprensión de una multitud rabiosa y vociferante que clamaba: ¡crucifícale! ¡crucifícale!
Esto martilló ese sábado sobre las aturdidas mentes de sus entristecidos discípulos. Ante tan profundo dolor, ante tanta desesperanza y desconsuelo, solo quedaba apelar al homenaje póstumo, ese culto fúnebre con que los vivos apaciguamos la angustia y la pena que nos deja la partida de un ser querido.
Para la época era habitual ungir los cadáveres con especies aromáticas para preservarlos de la corrupción y la descomposición. El día sábado, conforme a lo establecido en la ley, no era lícito hacer ningún trabajo físico, por eso los seguidores de Jesús aguardaron hasta el domingo cuando el alba aún no había despuntado, y se presentaron a la tumba con el propósito de ungir su cuerpo.
¡Sorpresa! La piedra estaba removida. Sin embargo, con actitud intrépida y pasos apresurados los discípulos entraron al interior. Sorpresa mayor aún: dice el relato bíblico que se le apareció un varón con vestiduras blancas y resplandecientes que les dijo: “Por qué buscáis al que vive entre los muertos, no está aquí, ha resucitado” (Lucas 24:5).
Aquí comenzó una de las grandes celebraciones que conoce la humanidad. Los seguidores de Jesús no iniciaron una furiosa cruzada para vengar su muerte; por el contrario, iniciaron una gran campaña para proclamar su resurrección. La singularidad de Jesucristo no está limitada solamente a las grandes cosas que dijo y que también hizo. Su muerte y su resurrección sellan su existencia como una vida inigualable, sin paralelo.
Los grandes fundadores de religiones tienen todas sus tumbas. Periódicamente sus seguidores realizan largas peregrinaciones para rendirle homenaje a sus líderes muertos. En cambio, Jesucristo no recibió ningún homenaje póstumo. A partir del momento que se iba a honrar su tumba Él aparece proclamando su resurrección. Luego de estos acontecimientos toda referencia a Cristo está identificada con su vida. Nosotros sus seguidores solo lo reconocemos vivo y accionando con poder a nuestro favor. El apóstol Pablo reflexiona y vincula la validez de la fe cristiana a la veracidad histórica de la resurrección. El afirma que si Cristo no resucitó vana es nuestra esperanza y vana es nuestra fe (I Corintios 15:17).
Desde el punto de vista histórico, si se quiere, también literal, la resurrección no resulta un hecho elaborado por los propios seguidores de Jesús. La resurrección es un hecho que se impone a la incredulidad de ellos. Es una realidad que obliga a los discípulos a cambiar de conducta, no sin antes haber derrumbado su perplejidad y escepticismo. Es precisamente la forma en que están presentados los hechos lo que valida y garantiza la verdad de la resurrección, y es en ella donde reside toda nuestra esperanza.
Quienes hemos creído en Cristo sabemos que el mismo poder que le levantó a Él de los muertos, nos levantará a nosotros un día no lejano. Por eso la cristiandad debe mantener en alto la bandera doctrinal de la resurrección blandiéndola siempre como un lienzo de victoria, porque ella representa la gran esperanza de los creyentes, que es resucitar con un cuerpo glorificado e incorruptible, tal como lo hizo nuestro Señor Jesucristo.
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