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Maná para el peregrino (XI)
 

Peleando la buena batalla

Pablo sabía que no era fácil que la paz de Dios gobernara los corazones. Que el amor a veces no era el vínculo perfecto. Pero ahí estaba él para decir que se despojaran del viejo hombre.

MUY PERSONAL AUTOR Jacqueline Alencar 17 DE MARZO DE 2018 09:00 h

Transitando por el camino, releo las cartas del apóstol Pablo. Y quisiera expresar, si es que se puede hacer de manera sencilla, que ese sentir pastoral de Pablo me impacta mucho. Es tan fuerte que hasta hoy, en este siglo XXI, yo misma siento vigentes cada una de sus palabras. Siento sus llamadas de atención en el momento oportuno, con contundencia, pero también siento su temple de pastor preocupado por las iglesias de cerca, así como otras plantadas en lugares distantes, incluso cuando estaba en prisión. Ya tenía bastante con sus propias tribulaciones; no obstante, quizá incluso escaso de vista, con frío, esperando que le trajeran el capote, se ponía a escribir, sin los ordenadores, la táblet...



Olvidándose de sus aguijones era consciente que los que corrían hacia la meta necesitaban, tal vez, de sus aplausos, ya que podrían doblar las rodillas y quedarse sin ‘la corona de laurel’. Por tanto, no cesaba de recordarles que estaba orando y pensando en ellos: Así lo expresa en su carta a los Tesalonicenses: “… Por lo cual también yo, no pudiendo soportar más, envié para informarme de vuestra fe, no sea que os hubiese tentado el tentador, y que nuestro trabajo resultase en vano” (1Tesalonicenses 3.5). Es más, en esta misma carta a los Tesalonicenses dice: “… por ello hermanos, en medio de toda nuestra necesidad y aflicción fuimos consolados de vosotros por medio de vuestra fe…”. Para mí, quiere decir que él siente alegría por andar ellos como verdaderos imitadores de Cristo, porque eran tan importantes para él que incluso le hacían olvidar sus propias aflicciones. Mas la clave estaba en ese: vuestra fe. “… acordándonos sin cesar delante del Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe…” -afirma-, sabiendo que la fe que salva era en ellos una fe que actuaba; es más, su fe se había extendido tanto que el apóstol dice: “... de modo que nosotros no tenemos necesidad de hablar nada…”.



Él les había predicado un Evangelio de palabra y de actos; había sido su modelo. Y ahora ellos se habían convertido en modelos que imitar por todos, no solo para los paganos sino para los cristianos de toda Grecia.



A sus destinatarios recuerda siempre esa nueva vida en Cristo que ahora tienen y les da pautas para desarrollarla. Les recuerda Su Obra en la cruz. Su resurrección, para que nada de esto haya sido en vano. Les desmenuza el Plan de salvación en la carta a los Romanos, tejiendo con paciencia las palabras. Les exhorta a ser luminares en el mundo, “donde no hay griego ni judío, circuncisión ni incircuncisión, bárbaro ni escita, siervo ni libre, sino que Cristo es el todo, y en todos”. Y que debían andar sabiamente con los de fuera… y que su palabra debía salir sazonada con gracia, sabiendo cómo responder a cada uno, o sea, con sabiduría. Se los recuerda porque sabía que no es fácil. Por eso me lo repito cada día. Y aun así no doy la talla.



Es destacable el hecho de que Pablo conocía muy bien lo que requerían los destinatarios de las cartas. Lo podemos ver en su forma de dirigirse a ellos. Sabía cómo hacer frente a cada situación por la que estaban pasando. Estaba informado, se había interesado por conocer su situación. ¿Quién no había de estar persuadido sabiendo de estos hechos?



Sabía que los Tesalonicenses necesitaban oír: “… Antes fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos. Tan grande es nuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido entregaros no solo el Evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas; porque habéis llegado a sernos tan queridos”. Y además con respaldo: “Porque os acordáis, hermanos, de nuestro trabajo y fatiga; cómo trabajando de noche y día, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os predicamos el evangelio de Dios. Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes”.



Se identificaba con los demás, que pasaban por altibajos. “Sé vivir humildemente, y sé tener abundancia…”, les dice a los Filipenses. Y a los corintios: “Porque yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios. Pero por la gracia de Dios soy lo que soy; y su gracia no ha sido en vano para conmigo…”. Señalando siempre que todo esto no era de él ni de ellos, para que no se gloriaran, sino que la gracia y la paz eran de Dios y de Jesucristo.



Reconociendo siempre la preeminencia del Hijo, reconciliador de todas las cosas, de arriba y de abajo.



No sé por qué me impacta tanto esta labor. La admiro. Y pienso que es de una responsabilidad inmensa, tienes que tener la guía de lo alto, el don, la vocación, la pasión, saber que el camino no es de rosas; ejemplo veo en Pablo de Tarso. Él sabía que no era fácil que la paz de Dios gobernara los corazones. Que el amor a veces no era el vínculo perfecto. Pero ahí estaba él para decir que se despojaran del viejo hombre. Y que del Señor recibirían la recompensa de la herencia, porque a quien estaban sirviendo era a Cristo.



Pablo sabía que no era fácil ser justo con los siervos, ni con los amos. Ni con el resto de la humanidad, pero con paciencia tejía palabras para recordarles que uno mayor había abierto un nuevo camino para que de dos pueblos se hiciera uno. Y era tan creíble que inspiraba confianza. Aun así, no niega que había peligros, dentro y fuera.



En mi mente sencilla, ¡ay de mí’!, no puedo entender que si ya tenía problemas, y estaba en la cárcel, o perseguido, apaleado, vituperado o traicionado, por qué no se preocupaba por alcanzar mayor bienestar, pues también había degustado el bocado amargo de la soledad: “En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado, sino que todos me desampararon; no les sea tomado en cuenta”. Así fue. Él no dejaba de pensar en cómo acompañar en espíritu o en persona a aquellos a los que había entusiasmado con la locura del Evangelio. Dando gracias por los tesalonicenses: “… de tal manera que habéis sido ejemplo a todos los de Macedonia y de Acaya que han creído”. Y a los gálatas: “¿Tantas cosas habéis padecido en vano?”. Se gozaba y lloraba con ellos. O se enfadaba, pero no dejaba de hacer.



Sin los medios de comunicación de hoy, ¡estaba al tanto de los logros y de las dificultades por las que pasaban las iglesias! O de las necesidades espirituales y materiales. Qué importantes eran esas misivas que iban allá donde eran requeridas. Ante palabras como estas: “Pero nosotros, hermanos, separados de vosotros por un poco de tiempo, de vista, pero no de corazón, tanto más procuramos con mucho deseo ver vuestro rostro…”. ¿Quién no se sentiría impelido a reflexionar si fuese necesario? Si no podía ir, enviaba a Tíquico, o a Timoteo, o a Epafrodito, sus compañeros de milicia, recomendándolos como si fuesen él mismo. Hay en sus cartas una amplia enseñanza sobre la amistad. Cómo destilan lazos indelebles de ese divino tesoro en las salutaciones y bendiciones finales de sus cartas, a tal punto que sientes esa despedida con ósculo santo. Y solo quieres ser dadivoso, generoso, rico en buenas obras (la fe primero, lo sé), atesorando buen fundamento para lo por venir… Qué fuerza la de esa palabra que ni el tiempo ha logrado borrar; aun si quisiéramos enterrarla volvería a brotar como verde retoño de primavera. O chorrearía de un panal como dulce manjar.



Algo que me asombra es que pedía que se compartieran las cartas entre las iglesias, que la información no quedara en poder de unos pocos. Que se ayudaran porque la coyuntura era compleja en esos momentos. Lo vemos organizando ayudas para la iglesia en Jerusalén, con cartas y de forma segura. En Hechos 20 recuerda que sus manos le habían servido tanto para sí como para los que estaban con él, pues “trabajando de esta forma se debe ayudar a los necesitados”, decía. “Más bienaventurado es dar que recibir”, señaló, incitando a toda buena obra (no olvido que la salvación es por la fe…). Y que teniendo sustento y abrigo debíamos estar contentados.



Seguro que hay mucho escrito sobre su talante pastoral, mentor excelente, pero otra vez digo que su preocupación y afectos se afinan cada vez más que lo leo. Conocía perfectamente la realidad, pues era un soldado de Jesucristo con un alto conocimiento de las costumbres y de la cultura de su época. Lo vemos hablando del trabajo, de las responsabilidades familiares, de las pensiones para las viudas, del amor al dinero y sus consecuencias. Con Pablo sale a la luz la esclavitud y su reflexión sobre ello. Enseña a los jóvenes como Timoteo dejando ejemplo para tiempos postreros. A los mayores, a los administradores de las iglesias. Sobre estar alertas y no dejarnos engañar. Llama a velar, a no acumular, a cuidar del rebaño, sirviendo al Señor con mucha humildad…



Pero, sobre todo, quería que al final pudiéramos decir: “He peleado la buena batalla, he acabado la carrera, he guardado la fe”.


 

 


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