Comprender que somos seres espirituales todo el tiempo nos permitirá buscar la dependencia constante de Dios a través de su Espíritu y no solo en momentos puntuales para acallar nuestras conciencias.
Ahondar en el conocimiento de la espiritualidad cristiana nos ayudará a conocer como el Espíritu Santo obra para santificación en la vida de los cristianos. La meta del creyente en Cristo es ser «perfecto», tal como el Padre celestial lo es (Mateo 5:48). Pero alcanzar este objetivo es un proceso que dura toda la vida. Y este proceso solo se desarrollará de una manera correcta cuando aboguemos por una genuina y precisa espiritualidad cristiana.
En la espiritualidad cristiana dos factores deben ser tenidos en cuenta: los principios doctrinales contenidos en la Sagrada Escritura —fuente principal de la espiritualidad cristiana— y los datos experimentales, entre los cuales no debe haber contradicción alguna. Doctrina y experiencia deben ir de la mano. Solo una doctrina verdadera puede producir una experiencia genuina. Un desmedido énfasis en la experiencia, minusvalorando el valor del conocimiento doctrinal, nos conduce a un inevitable fideísmo experiencial, sujeto a las modas cambiantes. Sin embargo, a menudo encontramos a creyentes que se glorían en su conocimiento, pero manifiestan un gran vacío de experiencia y de piedad. En este sentido, Teresa de Ávila afirmaba: «No diré cosa que no haya experimentado mucho».
La genuina espiritualidad cristiana es aquella que inexorablemente avanza con el tiempo hacia la madurez; hasta llegar a ser adultos en Cristo. Y para avanzar rectamente por este camino, sin desviarnos a diestra o siniestra, el creyente debe avanzar guardando un ritmo, un orden y una armonía entre: el conocimiento de Dios; la experiencia percibida en lo interior, pero que no se reduce meramente a lo personal, sino que, como garantía de su veracidad, se extiende y empuja a la transformación de este mundo roto y; la piedad, esa continua liberación del pecado personal y estructural que nos lleva a la obediencia, a ser como Cristo.
Las Sagradas Escrituras enseñan que la espiritualidad cristiana comienza cuando el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, hace del creyente su habitáculo. Dios concede, a aquellos que son sus hijos por la fe, su Espíritu (Romanos 5:5) y desde ese momento comienza una obra progresiva de perfeccionamiento moral y espiritual —deificación— que se consumará en el día de Jesucristo (Filipenses 1:6).
Los medios primordiales para crecer en la espiritualidad cristiana son la oración (1 Tesalonicenses 5:17), la meditación y obediencia a la ley de Dios (1 Juan 2:5; 3:24), el culto (Hechos 2:42-44; Hebreos 10:25), la abnegación (1 Pedro 2:11; Hebreos 11:25) y ejercer todas las virtudes bajo el impulso del amor (1 Corintios 16:14; Colosenses 3:14; 1 Juan 4:16). Quien no se esfuerza en ejercer estas disciplinas, no podrá crecer en espiritualidad. Que la espiritualidad del cristiano sea una obra del Espíritu no implica el quietismo humano. La espiritualidad, por tanto, es una sinergia, la colaboración del don gratuito de Dios con el esfuerzo voluntario y responsable del creyente.
Por otro lado, la espiritualidad del cristiano debe manifestarse a todos los niveles, es decir, no solamente al espíritu, sino también al cuerpo; no únicamente al plano intelectual y volitivo, sino también a las emociones. Quien presume de una espiritualidad que no se manifiesta en su cuerpo, intelecto y emociones, en realidad, carece de toda espiritualidad verdadera. La espiritualidad no es algo meramente subjetivo y abstracto, sino evidenciable y, de alguna manera, medible. También aquí es aplicable el dicho de Jesús: «por sus frutos los conoceréis» (Mateo 7:20).
Es importante señalar que no todas las manifestaciones aparentemente espirituales lo son realmente. Note que la iglesia de Corinto se jactaba de lo que, a simple vista, podría parecer la manifestación de unos verdaderos dones espirituales. Sin embargo, en la misma carta, el apóstol llama a los hermanos de aquella congregación «niños en Cristo» (1 Corintios 12:8-10) y «carnales» (14:20). De hecho, los «frutos» no evidenciaban ser espirituales, pues se peleaban entre ellos (1:10-11), se emborrachaban en la cena del Señor (11:21), permitían el adulterio (capítulo 5) y tenían problemas de doctrina (capítulo 15). Por tanto, debemos ejercitarnos en el discernimiento del bien y del mal, para someter a prueba nuestra propia espiritualidad (Filipenses 1:9).
Por último, cabría destacar que la espiritualidad cristiana no está limitada a un espacio o tiempo concreto. El apóstol Pablo enseña que nuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo (1 Corintios 6:19). Esto significa que el Espíritu está en nosotros de forma permanente, por lo que somos seres espirituales todo el tiempo. Uno es espiritual cuando está escudriñando las Escrituras, pero también cuando lee literatura secular; cuando acude al culto dominical, pero también cuando también cuando está viendo el televisor. Es por esta razón que el apóstol comentaba que ya sea que comamos o que bebamos, o hagamos cualquier otra cosa —por muy «secular» que nos parezca—, debemos hacerlo todo para la gloria de Dios, esto es, en el Espíritu (1 Corintios 10:31).
Entender esto nos ayudará a superar el tópico e infantil pensamiento de que uno solo es espiritual cuando está leyendo la Biblia u orando. Comprender que somos seres espirituales todo el tiempo nos permitirá buscar la dependencia constante de Dios a través de su Espíritu y no solo en momentos puntuales para acallar nuestras conciencias. Vivir en el Espíritu debe ser nuestra dinámica de vida. «Mas vosotros no vivís según la carne, sino según el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. Y si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, no es de él» (Romanos 8:9).
¡Que el Señor nos ayude a cultivar nuestra espiritualidad cristiana para ser más semejantes a Cristo!
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