Los creyentes no debemos caer en la trampa consumista de acumular tesoros en la tierra sino esforzarnos siempre por darle prioridad a todo lo relacionado con el reino de Dios y aquello que trasciende este mundo.
Como huertos junto al río, como áloes plantados por Jehová, como cedros junto a las aguas (Nm. 24:6)
No hay que confundir los árboles del áloe (Aquilaria sp.) con las plantas suculentas o cactus del género Aloe, como el Aloe vera. Las cinco citas de la Biblia se refieren precisamente a los primeros (Nm. 24:6; Sal. 54:8; Pr. 7:17; Cnt. 4:14 y Jn. 19:39).
Hay unas veinte especies de árboles de este género muy apreciados desde tiempos bíblicos ya que de su madera se extraía una resina para producir perfumes. Tal resina se produce como reacción defensiva de la planta a la infección por un hongo parásito.
Los áloes son árboles de hoja perenne oriundos de la India, Malasia, Indonesia y Filipinas. Su madera, blanquecina al principio, no tiene mucho valor pero cuando es oscurecida por el hongo Phialophora parasitica -proceso que puede durar en algunos árboles hasta 80 años- adquiere propiedades singulares que la convierten en la más cotizada del mundo.
En la actualidad, un kilo de esta madera puede llegar a valer más de diez mil dólares. De ahí que en la antigüedad sólo pudieran comprarla personas con alto poder adquisitivo, como reyes, emperadores o dignatarios. Se la conoce como “madera de Agar”, es muy pesada, se hunde en el agua y desprende olores perfumados con notas que recuerdan otras maderas de Oriente, la vainilla, ciertas frutas y flores frescas, así como el almizcle. A partir de ella se elaboran también algunos medicamentos tradicionales.
Los egipcios la importaban de tales regiones tropicales porque empleaban sus esencias en el embalsamamiento de los cadáveres. De la misma manera, los judíos de la época de Jesús también la usaban para los mismos menesteres.
Según escribe el evangelista Juan: También Nicodemo, el que antes había visitado a Jesús de noche, vino trayendo un compuesto de mirra y de áloes, como cien libras (Jn. 19:39).
El ser humano es muy dado a darle valor a unas cosas y quitárselo a otras. En la actual sociedad secularizada y materialista, existe una tendencia a mitificar lo material por encima de lo espiritual y trascendente.
Sin embargo, el Señor Jesús dijo: No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón (Mt. 6:19).
Cada criatura debe decidir por sí misma qué es lo más valioso e importante en su vida. Los creyentes no debemos caer en la trampa consumista de acumular tesoros en la tierra sino esforzarnos siempre por darle prioridad a todo lo relacionado con el reino de Dios y aquello que trasciende este mundo.
Tarde o temprano, lo material puede perderse, es capaz de comprometer nuestra fidelidad a Dios y además es susceptible de generarnos ansiedad. Pero, si los tesoros están en el depósito de la eternidad, jamás se perderán; contribuirán a mantener el interés por el Señor y eliminarán toda la angustia o ansiedad del corazón.
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