La «Sola Scriptura» es una garantía de que nada que se halle en oposición a las enseñanzas de Cristo y los apóstoles sea finalmente considerado un dogma por la Iglesia.
Cuáles y cuántas fuentes de revelación divina existen ha sido uno de los temas más controversiales entre la teología católico-romana y la teología protestante. De hecho, la identidad de la Iglesia de Roma como la de la Iglesia Protestante depende en gran manera de su posición al respecto. También, este aspecto es uno de los principales obstáculos para el diálogo ecuménico entre Roma y las Iglesias Protestantes.
La Iglesia de Roma asume dos fuentes de revelación divina: la Escritura y la Tradición.[1] Por su parte, los protestantes consideran que la Biblia, y sólo ella, contiene la revelación de Dios necesaria para la salvación. Además, las Escrituras serían la única fuente de doctrina cristiana, ya que los otros medios de revelación divina ya cesaron y los que hoy continúan, como la revelación natural, no son suficientes para adquirir el conocimiento de Dios necesario para la salvación.[2] De aquí surgió el principio formal de la Reforma; Sola Scriptura.
Por estas y otras razones, se hace necesario esclarecer el fundamento de dichos posicionamientos, así como sus significados e implicaciones para el cristianismo. Trataremos de dilucidar cuál o cuáles deben ser las fuentes de revelación para la vida cristiana.
POSICIÓN CATÓLICO-ROMANA SOBRE LAS FUENTES DE REVELACIÓN
La Tradición y las Escrituras fueron declaradas las dos fuentes de revelación en el Concilio de Trento, específicamente en la cuarta sesión celebrada el 8 de abril de 1546.[3] Las Escrituras estarían compuestas por el canon alejandrino –que incluye los libros del Antiguo Testamento considerados «apócrifos» por los protestantes–. La Tradición sería la enseñanza transmitida oralmente de una generación a otra; principalmente, por medio de los apóstoles y, luego, a la iglesia.
Roma argumenta que la Escritura no es suficiente, puesto que abre las puertas a toda clase de dudas y posiciones subjetivas. Como prueba de ello señalan que sólo podríamos creer con seguridad en la inspiración total de las Escrituras, en su infalibilidad, en su canonicidad, etcétera, si se tiene en cuenta la Tradición conservada por los Santos Padres y el Magisterio de la Iglesia, ya que la Biblia no habla claramente de ello.[4] C. H. Dodd reconoce que: «la exigencia de una absoluta libertad de interpretación abría la puerta a innumerables aberraciones. Un ejemplo extremo lo tenemos en la utilización de los oscuros escritos «apocalípticos», tales como el libro de Daniel en el Antiguo Testamento y el Apocalipsis en el Nuevo, que se convirtieron en el escenario autorizado de toda fantasía».[5]
Por otro lado, como bien señala Lacueva, existen dos tipos de Tradición: la constitutiva y la interpretativa. La primera es de la que venimos hablando en párrafos anteriores, mientras que la segunda es, según Roma, la única interpretación legítima de la primera.[6]
Además, la teología romanista apunta que esta autoridad de la Tradición es infalible, pues: Según la carta de san Pablo a Timoteo, la Iglesia es el pilar y la base de la verdad; los apóstoles y, consecuentemente, sus sucesores, tienen el derecho de imponer su doctrina. Quienes la rechazan serán condenados. Quienquiera que la rechace ha naufragado en la fe. La autoridad es, por tanto, infalible. Y tal infalibilidad está garantizada implícita pero directamente en la promesa del Salvador: "Miren, estoy con ustedes todos los días hasta la consumación de los siglos". En breve, la Iglesia continúa la misión de Cristo de enseñar, así como la misión de santificar. Su poder es la misma que Él recibió de su padre, y así como Él vino lleno tanto de gracia como de verdad, la Iglesia es una institución de verdad y de gracia. Su doctrina debe ser extendida por todo el mundo a pesar de tantas dificultades.[7]
Así, el Catecismo de la Iglesia Católica asevera que «para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, ‘dejándoles su cargo en el magisterio’».[8]
POSICIÓN PROTESTANTE SOBRE LAS FUENTES DE REVELACIÓN
La posición protestante podría resumirse en las palabras de Samuel Vila cuando dice: «…nunca damos a la tradición humana el mismo valor que a la Sagrada Escritura, y rechazamos toda insinuación o enseñanza, aun cuando fuere de siglos más o menos cercanos a la época apostólica, si las tales enseñanzas se hallan en oposición con lo que los propios apóstoles del Señor nos dejaron escrito en las sagradas páginas del Nuevo Testamento».[9]
Es menester reconocer que la tarea encomendada por Jesús a los apóstoles no fue la de escribir una serie de cartas que, posteriormente, formarían lo que hoy conocemos como Nuevo Testamento; sino la de «proclamar» o «predicar» el Evangelio (Marcos 16:15; Mateo 16:7). La Tradición Oral fue el primer medio de enseñanza apostólica y, evidentemente, ésta gozó de una total autoridad. Sin embargo, cuando los primeros escritos apostólicos fueron escritos éstos gozaron de una análoga autoridad a la tradición oral. Ejemplo de ello es el texto de Pablo a los tesalonicenses en su segunda carta: «Así que, hermanos, estad firmes, y retened la doctrina que habéis aprendido, sea por palabra, o por carta nuestra» (2 Tesalonicenses 2:15). Sin embargo, la tradición oral de los apóstoles tenía autoridad porque Cristo les había otorgado esta prerrogativa a ellos. Ellos, junto con los profetas de antaño, serían quienes establecieran los fundamentos de la fe (Efesios 2:20), sobre los que la Iglesia debía y debe ser edificada. Por tanto, sería la tradición oral de los apóstoles y los escritos apostólicos el depósito de fe al que el incipiente cristianismo debía de sujetarse (2 Timoteo 1:14).
En Judas 3 encontramos una exhortación a luchar por la «fe» (cuerpo de doctrina) entregado de una vez por todas a los santos: «Amados, por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra común salvación, me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos». Ésta es la única Tradición que podemos aceptar como protestantes y no aquella que pretende tener semejante autoridad tras el fin de la era apostólica. José Grau afirma que «la tradición de la que habla el Nuevo Testamento no es, pues, una corriente desbocada que se origina en los grandes acontecimientos redentores y que luego fluye incesantemente como la fe o la teología de la Iglesia. La tradición es una proclamación autorizada, confiada a los apóstoles como testigos de Cristo y como fundamentos de la Iglesia».[10]
De hecho, si la tradición apostólica constitutiva siguiera vigente sería la Iglesia –mejor dicho, el Magisterio Eclesiástico– la que gozaría de dicha autoridad y prerrogativa de infalibilidad. Entonces, ya no sería la Biblia la que iluminara a la Iglesia, sino que sería la Iglesia la que, por medio del Magisterio, ilumina la Biblia; poniéndose así, inevitablemente, por encima de ella. Ésta fue la razón por la que algunas confesiones reformadas declararon que «la regla infalible de interpretación de la Escritura es la propia Escritura; y por consiguiente. Cuando hay dificultad respecto al sentido verdadero y pleno de un pasaje cualquiera (sentido que no es múltiple, sino único) éste se debe buscar y establecer con la ayuda de otros pasajes que hablen con más claridad».[11] Y en el siguiente punto añade: «El Juez Supremo, por quien deben decidirse todas las controversias religiosas, y todos los decretos de concilios, opiniones de antiguos autores, y doctrinas de hombres y espíritus individuales deben ser examinados, y en cuya sentencia debemos descansar, no es otro que el Espíritu Santo, que habla en la Escritura».[12]
En este sentido, si, como afirma la Iglesia de Roma, sólo podemos tener confianza en el canon o en la infalibilidad de la Escritura por el Magisterio de la Iglesia, cabría preguntarse: ¿declararía la Iglesia de Roma al Evangelio de Mateo como canónico porque éste contenía un texto aparentemente a su favor? –en referencia a Mateo 16:18, «tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia»–. Este razonamiento evocaría a una respuesta argumentativa circular y falaz, en la que la Iglesia Católica conferiría autoridad y validez únicamente a aquellos escritos que le confieren autoridad a ella (la Iglesia de Roma).
No obstante, es necesario reconocer que «el libre pensamiento» al que ha dado lugar la Reforma conlleva una serie de graves peligros si no se crea una especie de filtro. Con razón el reformador Samuel Werenfels dijo: «Hic liberest in quo quaeritsuadogmataquisque, invenit et pariterdogmataquisquesua» («Es este un libro en que cada uno busca sus dogmas y, de igual manera, encuentra sus propios dogmas»).
Como el teólogo Juan Stam señala, la idea de la «Sola Scriptura» no era la de prescindir del estudio serio y crítico de las Escrituras, de la razón o de cualquier otro estudio importante, pues:
Queda claro que la “sola scriptura” no significa que conocemos la verdad sólo por la Biblia o que todo lo demás no importa. ¿Quién podría entender el éxodo sin saber algo de Egipto, o el exilio de los judíos sin saber algo de Asiria y Babilonia? Un famoso fundamentalista, R.A. Torrey, dijo sabiamente, “Quien conoce sólo la Biblia, no conoce la Biblia”. Por eso, Lutero apela a las escrituras, pero también a “razones claras” y a la conciencia. Después una correlación similar iba a ampliarse en “el cuadrilátero wesleyano” (escritura, tradición, razón, experiencia).[13]
Evidentemente, la autoridad de la Escritura debe estar por encima de cualquier pretensión de autoridad de una persona o institución, y debe ser la Biblia quien ilumine a la Iglesia. No obstante, la interpretación de las Escrituras no debe ser particular o antojadiza, sino crítica y seria. Podemos servirnos de la tradición, pero siempre como «sierva» (al servicio) de la Escritura y nunca por encima de ella. Confesamos, por tanto, que la Biblia es suficiente (2 Timoteo 3:15-17; 2 Pedro 1:19; Salmos 19:7-9).
El ex-católico y converso al protestantismo José Grau escribió:
La Reforma no trajo un evangelio «protestante», sino el Evangelio de la Iglesia de todas las edades. El principal apoyo, lo hallaron los reformadores en las Escrituras, pero siempre que pudieron citaron a los padres de la antigua Iglesia en su apoyo. […] Toda afirmación importante de la Reforma hallaba considerable apoyo en la tradición antigua de la iglesia católica.[14]
Como joven protestante he de reconocer que amo la tradición y reconozco un gran valor en ella. La fe cristiana es una fe histórica, por tanto, sus creencias deben hallar un considerable respaldo en la tradición histórica de la iglesia. El apóstol enseñó que la iglesia sería "columna y baluarte de la verdad" (1 Timoteo 3:15). Nuestra fe no es una fe particular, novedosa o ajena al mensaje apostólico, sino que debe estar fundamentada en las Escrituras y en el consenso histórico y general de la iglesia. Quienes subestiman o infravaloran la tradición desconocen por completo la historicidad de la fe cristiana.
CONCLUSIÓN
Tras el análisis anterior, no podemos colegir que la autoridad que Roma ha otorgado a la Tradición sea bíblicamente legítima, sino, más bien, todo lo contrario. La «Sola Scriptura» es una garantía de que nada que se halle en oposición a las enseñanzas de Cristo y los apóstoles sea finalmente considerado un dogma por la Iglesia. De lo contrario, podremos caer en el error de aquellos judíos que tanto se adherían a las tradiciones en tiempo de Jesús, «Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres. Porque dejando el mandamiento de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres» (Marcos 7:7-8a).
Una sumisión ciega al Magisterio de la Iglesia coacciona la libertad; promueve una rígida uniformidad, reservas mentales por parte de los más críticos; impide una honesta y novedosa formulación teológica por parte de teólogos particulares, etc.
En resumen, concluimos que es un grave error situar la tradición al mismo nivel que la Escritura; no obstante, creemos que la tradición tiene un papel significativo e importante que no debe ser minusvalorado.
BIBLIOGRAFÍA
[1] Así queda reflejado en el Catecismo de la Iglesia Católica, artículo dos.
[2] Esta línea de pensamiento reformadora puede comprobarse en la Confesión de Fe de Westminster y Catecismo Menor, capítulo I: De las Santas Escrituras (Confesión de fe de Westminster y Catecismo Menor. Edimburgo: El Estandarte de la Verdad, 1988, pp. 7-11).
[3]https://es.wikipedia.org/wiki/Concilio_de_Trento# Acuerdos_adoptados_en_las_sesiones
[4] Véase la Enciclopedia Católica Digital: http://ec.aciprensa.com/wiki/Tradici%C3%B3n_y_Magisterio_Vivo
[5] DODD, CHARLES HAROLD. La Biblia y el hombre de hoy. Madrid: Ediciones Cristiandad, 1973, p. 37.
[6] LACUEVA, FRANCISCO. Catolicismo romano. Barcelona: Editorial CLIE, 1989, p. 53.
[7] Enciclopedia Católica Digital: http://ec.aciprensa.com/wiki/Tradici%C3%B3n_y_Magisterio_Vivo
[8] Consúltese el artículo II, sobre Latransmisión de la revelación divina, del Catecismo de la Iglesia Católica.
[9] VILA, SAMUEL. A las fuentes del cristianismo. Barcelona: T.S.E.L.F., 1989, p. 143.
[10] GRAU, JOSÉ. El fundamento apostólico. Barcelona: Ediciones Evangélicas Europeas, 1973, p. 57.
[11]Confesión de fe de Westminster y Catecismo Menor. Barcelona: El Estandarte de la Verdad, 1988, p. 11.
[12]Íbid.
[13]http://www.lupaprotestante.com/blog/la-reforma-y-la-iglesia-protestante-de-hoy-2/
[14] GRAU, JOSÉ. Catolicismo Romano: Orígenes y desarrollo. 2ª edición actualizada de «Concilios» Tomo I. Barcelona: Ediciones Evangélicas Europeas, 1987, p. 532.
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