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Una historia de caballos

Se puede decir que hace alrededor de 5.500 años ya se criaban caballos en Kazajistán, país de Asia Central, y se usaban para montar, se consumía su carne así como su leche.

CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz 21 DE ENERO DE 2018 11:30 h


Porque Faraón entró cabalgando con sus carros y su gente de a caballo en el mar, y Jehová hizo volver las aguas del mar sobre ellos; mas los hijos de Israel pasaron en seco por en medio del mar. (Ex. 15:19)




El caballo (Equus ferus caballus) es un mamífero herbívoro domesticado que sólo posee un dedo en cada pata (solípedo). Por eso se clasifica en el orden de los perisodáctilos (número impar de dedos en las extremidades). A la hembra se la denomina “yegua” y a los jóvenes: “potros”, “potras”, “potrillos” o “potrancas”. Pertenece a la familia de los Équidos como los asnos (Equus africanus), los onagros (Equus hemionus) o las cebras (Equus zebra). Una de las características anatómicas fundamentales de todos estos animales es que carecen de músculos en sus patas por debajo de las rodillas y corvejones. Solamente tienen piel, tendones, ligamentos, cartílagos, huesos y un tejido córneo especializado para absorber los impactos, que son los cascos o pezuñas. Esta peculiaridad constituye una formidable adaptación de sus extremidades a la carrera. Se trata de animales perfectamente diseñados para correr.



En el año 1758, el gran naturalista sueco, Carlos Linneo, clasificó los caballos domésticos en la especie Equus caballus. Sin embargo, años más tarde se descubrió que los actuales caballos domésticos eran descendientes del caballo extinto, al que con posterioridad se le había denominado Equus ferus (caballo salvaje). Esto significaba que ambos debían pertenecer a la misma especie y, por lo tanto, había que crear un nuevo nombre científico. Según las normas de la Nomenclatura Zoológica Internacional, en situaciones como ésta, la prioridad la tiene siempre el primer nombre registrado (Equus caballus). Sin embargo, si se respetaba tal criterio, se llegaba a la paradoja de que a la especie silvestre más antigua se la trataba como si fuera una subespecie de sus propios descendientes. Lo cual era absurdo. De manera que se optó por llamar a la subespecie del caballo doméstico actual, Equus ferus caballus, cambiando así el orden de antigüedad de los nombres específico y subespecífico.



Cuando se estudia el origen de este animal, aparece enseguida la famosa serie evolutiva del caballo. A menudo, los museos muestran esqueletos que parecen probar una filogenia lineal directa, a partir de un pequeño animal del tamaño de una liebre (Hyracotherium), pasando por otros fósiles cada vez mayores (Mesohippus, Merychippus, Pliohippus), hasta llegar al género Equus del caballo actual. Esta serie se convirtió en un auténtico icono de la evolución que todavía continúa apareciendo en muchos libros de texto y hasta en las enciclopedias o portales on-line. Sin embargo, lo cierto es que los artículos científicos especializados cuentan una historia muy diferente ya que los nuevos datos, aportados por el análisis del ADN, no respaldan una transición gradual entre estos fósiles, como requiere la teoría neodarwinista, sino todo lo contrario, múltiples ramificaciones, discontinuidades y apariciones repentinas. Si la teoría de Darwin fuera cierta, los fósiles deberían mostrar el gradualismo por medio de numerosas formas intermedias que progresaran poco a poco desde antecesores a descendientes. Ligeras variaciones sucesivas en una sola línea de descendencia progresiva. Por el contrario, lo que se observa es un matorral muy ramificado con grandes saltos repentinos en el registro fósil. Estallidos de diversificación dentro de la familia de los caballos y de muchas otras especies animales.



En un trabajo científico publicado por el equipo de 22 investigadores, dirigidos por el Dr. Ludovic Orlando, de la Universidad de Lyon (Francia), en el que se comparaba el ADN antiguo de diversos équidos fósiles (que incluía caballos, asnos y cebras) hallados en cuatro continentes (América del Sur, Europa, Sudoeste asiático y Sudáfrica), se obtuvieron resultados inesperados que echaban por tierra la famosa serie evolutiva del caballo (1). Los datos del ADN desvelaron que équidos diferentes por su aspecto físico (clasificados como especies distintas) eran solamente variedades de la misma especie, ya que su genoma era muy similar. La serie del caballo se construyó en base al parecido morfológico de los esqueletos y a la suposición de que unas especies se habían transformado progresivamente en otras por medio de pequeños cambios imperceptibles. Sin embargo, los datos moleculares no corroboran esta serie en absoluto sino que evidencian más bien discontinuidades, estallidos de diversificación y radiaciones rápidas. Es decir, que estos animales aparecieron repentinamente en el registro fósil, sin formas intermedias anteriores, y rápidamente se extendieron por todo el mundo. Pero tales resultados van en contra de la prohibición fundamental de la teoría de Darwin de que la evolución pueda dar grandes saltos repentinos. Sin embargo, encajan bien con una creación especial de tipos fundamentales que posteriormente pudieran variar.



Cuando los investigadores intentaron introducir los datos proporcionados por el ADN antiguo de estos équidos fósiles para elaborar un árbol evolutivo, el resultado fue muy confuso y tan incoherente que no pudo realizarse. Esto quedaba agravado además por el poco tiempo de divergencia que había entre los distintos grupos estudiados. De manera que, actualmente, la cantidad exacta de especies fósiles de équidos sigue siendo una incógnita abierta al debate. Todo apunta a que los paleontólogos crearon demasiados grupos taxonómicos, tanto en el nivel de las especies como en el de los géneros.



Así pues, los caballos salvajes (Equus ferus) se hallaban extendidos por toda Europa y Asia en tiempos prehistóricos. Sin embargo, en tiempos históricos su número empezó a verse reducido al ser capturados por su carne y para ser domesticados. Solamente quedaron dos poblaciones de caballos salvajes de lo que habían sido enormes manadas. Una fue la del tarpán, que sobrevivió en Ucrania hasta 1851. Los pequeños caballos pintados en las paredes de las cuevas paleolíticas de Lascaux (Francia) se cree que eran tarpanes. La otra población fue el caballo de Przewalski, llamado también el caballo salvaje de Mongolia, que asimismo se extinguió por completo. Este animal lleva el nombre de su descubridor, Nicolai Przewalski, el explorador ruso que lo descubrió en Asia central en 1881. Se cree que sólo sobrevivieron unos 40 ejemplares a la Revolución rusa de 1918 y que posteriormente se degradaron hasta desaparecer mediante hibridación con caballos domésticos.



Por tanto, las más de 350 razas actuales de caballos domésticos deben proceder de alguna de estas dos poblaciones salvajes primitivas, aunque determinar cómo y cuándo surgieron es prácticamente imposible. Quizás la domesticación se hizo simultáneamente en varios lugares. Sólo se puede decir que hace alrededor de 5500 años ya se criaban caballos en Kazajistán, país de Asia Central, y se usaban para montar, se consumía su carne así como su leche (2). También en Armenia e Irán se domesticaron los caballos hacia el tercer milenio a. C. La arqueología ha revelado la existencia de un manual de cría caballar en escritura cuneiforme redactado por el hurrita Kikkuli en el siglo XIV a. C. y traducido al hitita y al acadio. Probablemente estos animales fueron introducidos posteriormente en el Antiguo Egipto por los hicsos ya que no suelen aparecen representados en sus monumentos funerarios antes de la XVIII Dinastía (1550 a 1295 a. C.).



La domesticación del caballo produjo un tremendo impacto en la historia de la humanidad ya que pronto se empleó para tirar de los carros de guerra, más que para la monta doméstica individual. Las conquistas realizadas por Gengis Khan y por los pueblos mahometanos habrían sido del todo imposibles sin los caballos. Los árabes se extendieron por todo el norte de África y España a lomos de estos animales. Sólo pudieron ser detenidos en Poitiers (Francia), en el año 732, debido a que los caballos que montaban los soldados francos eran más grandes y poderosos. También las monturas de los conquistadores españoles fueron determinantes en la conquista de América del Sur. En Norteamérica, los pueblos aborígenes aprendieron pronto el uso de los caballos y también los colonos procedentes de Europa conquistaron el Oeste gracias a los equinos, de los que dependían para el transporte y para la lucha contra los indios. De la misma manera, los rebaños de ganado vacuno pudieron ser controlados gracias a los caballos. Los que escaparon a las montañas dieron lugar a los caballos cimarrones, animales que vivían en estado salvaje pero que no eran animales salvajes ya que descendían de ancestros domesticados.



En la Biblia los caballos son muy conocidos ya que se citan en unas 175 ocasiones. El término hebreo empleado es sus, mientras que el griego es hippos y el latín equus. Todos se refieren al caballo domesticado procedente del oriente del mar Caspio. En el Antiguo Testamento son mencionados por primera vez como moneda de cambio en tiempos de José (Gn. 47:17), pero no figuran entre los presentes ofrecidos por el faraón a Abram (Gn. 12:16). Sin embargo, Ramsés II en el año 1300 a. C. fomentó la cría de estos animales y en tiempos de Ramsés III las caravanas egipcias llevaban caballos y comerciaban con ellos. Los hebreos fueron perseguidos durante el éxodo por “toda la caballería de Faraón, sus carros y su gente de a caballo” (Ex. 14:9, 23; Dt. 17:17), muy probablemente durante el reinado de Ramsés II.



Muchos años después, Egipto aparece como el principal suministrador de caballos del rey Salomón y de sus sucesores (1 R. 10:26-29). Sin embargo, durante bastante tiempo, los arqueólogos dudaron de la historicidad de Salomón y de que hubiera poseído realmente caballos -tal como dice la Biblia- ya que en aquella época supuestamente sólo se usaban dromedarios. Pero, años más tarde, en Meguido (Israel) sobre un montículo situado al sur de la cordillera del Monte Carmelo se descubrió una ciudad en la que habitó Salomón (965-928 a.C., siglo X a.C.), así como restos de muros de lo que fueron establos para caballos, identificados por el análisis de los restos orgánicos del suelo. Actualmente, una detallada maqueta así como una escultura metálica en Meguido (Israel) recuerdan la existencia de dichos animales en aquella época y confirman que, una vez más, la Biblia tenía razón.



También los cananeos poseían caballos desde el siglo XV a. C. y los utilizaban en la guerra  (Dt. 20:1, cf. Jos. 11:4; Jue. 4:3; 5:22, 28). Asimismo los sirios (2 Sam. 8:4; 1 R. 20:1; 2 R. 6:14; 7:7, 10) y los asirios eran temidos precisamente por sus renombradas fuerzas de caballería (cf. Hab. 1:8; Ez. 23:6; Nah. 3:3). Los caballos se usaban con fines militares en la época de Job (39:19-25) y se valoraba sobre todo su fuerza (Sal. 33:17; 147:10) en los combates de choque (Jer. 8:16; 47:3). Los ejércitos que poseían una gran caballería tenían asegurada la victoria sobre el enemigo (cf. Dt. 32:13; Sal. 56:12; Is. 58:14; Jer. 4:13). Esto hizo que, en ocasiones, los israelitas se equivocaran y confiaran más en su caballería que en Jehovah (Dt. 17:16; Is. 31:1; Os. 14:3). Los persas tenían la costumbre de sacrificar caballos al Sol (Jenofonte, Ciropedia 8, 3, 12), práctica que al parecer fue imitada por algunos monarcas judíos caídos en la idolatría, por lo que el piadoso y reformador rey Josías se desprendió de la caballería: Quitó también los caballos que los reyes de Judá habían dedicado al sol a la entrada del templo de Jehová, junto a la cámara de Natán-melec eunuco, el cual tenía a su cargo los ejidos; y quemó al fuego los carros del sol (2 R. 23:11). Después del exilio babilónico los judíos poseían unos 736 caballos (Neh. 7:68). El profeta Zacarías describe la era mesiánica como carente de hostilidades, en la que serán suprimidos los ejércitos y los caballos sólo servirán para usos pacíficos (Zac. 9:10).



Quizás, uno de los pasajes bíblicos más significativos en el uso de los caballos para la guerra sea el de los carros del faraón persiguiendo a los hebreos que huían de Egipto. El capítulo 15 del libro de éxodo presenta los cánticos de Moisés y María para alabar a Dios por haber liberado a Israel. Aquella victoria del pueblo elegido no ocurrió porque los hebreos la merecieran sino por la misericordia de Jehovah y la realización de sus planes eternos. Por eso, el creyente debe estar siempre agradecido al Señor porque tanto en las derrotas como en las victorias de la vida, los divinos planes se cumplen siempre en nosotros.  





1- Orlando et al., 2009, “Revising the recent evolutionary history of equids using ancient DNA”, Proceeding of the National Academy of Sciences, (9 de diciembre de 2009), doi: 10.1073/pnas.0903672106.

2- http://www.elmundo.es/elmundo/2009/03/05/ciencia/1236276536.html



 

 


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COMENTARIOS

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Respondiendo a

Antonio Cruz
23/01/2018
08:41 h
2
 
Que un investigador sea evolucionista, no implica que en sus trabajos publicados no puedan descubrirse detalles que contradicen el paradigma evolutivo, aunque él o ella puedan seguir siendo neodarwinistas. Descubrir tales detalles incómodos para la teoría, siempre resulta una labor interesante y legítima para quienes no comulgan con la evolución. ¿Acaso hay que dar sólo diseño? Agradezco el persistente interés que algunos muestran por leer y escudriñar mis artículos, aunque no los compartan.
 
Respondiendo a Antonio Cruz

Pablo de Felipe
22/01/2018
15:17 h
1
 
Pues no parece que la conclusión anti-evolución de Antonio Cruz coincida con la de los autores de la investigación que ‘cita’: Orlando y col. 2009 (http://www.pnas.org/content/106/51/21754.full.pdf?with-ds=yes), ni con una más reciente de 2013 (http://www.nature.com/articles/nature12323). Pero eso es algo a lo que ya estamos acostumbrados, como en la 'cita' de la Dra. Ponsà (http://protestantedigital.com/magacin/42208/Fusion_del_cromosoma_2_humano_aclaracion_a_Antonio_Cruz).
 



 
 
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