Cuanto más lo examino, más convencido estoy de que lo que llamamos “iglesia perseguida” es en verdad la “iglesia misionera” de hoy en día.
Estamos ya en 2018. Casi dos décadas desde el cambio de milenio. Hablar del siglo XXI ya no es nada nuevo y, aún así, a veces seguimos preguntándonos si estamos consiguiendo hacernos ya no al futuro, sino al presente de la sociedad en la que viviemos. “La iglesia en el s.XXI”, “Transmitir el Evangelio en el s.XXI”, “Cómo alcanzar a los jóvenes del s.XXI”, siguen siendo títulos comunes en talleres y congresos evangélicos. Síntoma, quizá, de que nos cuestan los cambios de paradigma.
Pero los tiempos cambian, y los conceptos también. La globalización impulsada por las innovaciones tecnológicas y la consecuente era de la información es un fenómeno que obliga a los cristianos a hacerse preguntas que hace unas décadas no tenían sentido. Por ejemplo, como diría el intérprete de la ley: ¿Quién es mi prójimo? ¿Quién es mi prójimo en una “aldea global” en la que las distancias se comprimen? O también: ¿qué es la iglesia? ¿Cómo entiendo el cuerpo de Cristo en un mundo globalizado? ¿Cuál es nuestra conexión y relación con otros cristianos en el mundo más allá de conocer de su existencia y orar por ellos?
Pero el cambio de paradigma que más me interesa subrayar aquí es el de la Gran Comisión o, más bien, lo que Ralph D. Winter apodó en Lausana como “la tarea restante”, esto es, la Gran Comisión llevada a efectos prácticos: llevar el Evangelio a todos los pueblos y grupos étnicos que todavía no lo han recibido. O lo que es lo mismo: ir “hasta lo último de la tierra” (Hch.1:8). Y en esto los tiempos modernos nos han tendido una mano que ya hubiesen querido los apóstoles. El vertiginoso estrechamiento del contacto entre los más de diez mil pueblos étnicos que habitan la Tierra ha puesto el Evangelio al alcance de pueblos y regiones que hace unas décadas los cristianos no sabíamos ni que existían.
Lo que antes se precisaba de un grupo de misioneros y una gran inversión por parte de las iglesias para llevar la Palabra de Dios, pongamos, a los achinenses musulmanes de Aceh en Indonesia, ahora basta con un tropiezo “accidental” (entiéndanse las comillas) con el Evangelio en una búsqueda de Google. O con un encuentro “fortuito” (de nuevo comillas…) con Cristo en un curso de formación profesional organizado por una iglesia de los cristianos Karo o Simalungun de la provincia colindante de Sumatra Septentrional. La obra sigue siendo de Dios y nosotros Sus medios principales, pero el abanico de formas y oportunidades parece crecer vertiginosamente con la esperanza de que un día “será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones (ethnos); y entonces vendrá el fin” (Mt.24:14)
Y aquí es donde entra en juego la iglesia perseguida. No sé si es porque forma parte de mi trabajo y quizá, sin querer, esté magnificando la importancia de la iglesia perseguida en la Gran Comisión, pero cuanto más lo examino, más convencido estoy de que lo que llamamos “iglesia perseguida” es en verdad la “iglesia misionera” de hoy en día, es decir, la iglesia que tiene en sus manos la llave para que el Evangelio de Cristo llegue a los pueblos que todavía no le conocen. Cuanto más leo las historias que llegan continuamente de nuestros contactos y colaboradores en esos países, más sensación tengo de que la iglesia perseguida es el eslabón más importante a día de hoy, siglo XXI, para llegar hasta lo último de la tierra.
Porque si lo pensamos bien, ¿quién está más cerca de aquellos pueblos étnicos (miles todavía) que nunca han escuchado la Palabra de Dios? ¿Quién comparte más códigos culturales con dichos pueblos? ¿Quién sabe mejor que nadie cómo hablarles de Cristo sin conducirles a una occidentalización ni deformar la cultura de su pueblo? Sin duda, la respuesta son aquellos hermanos y hermanas en la fe que pertenecen a culturas vecinas o con códigos culturales similares.
Y en la gran mayoría de casos, estos hermanos viven en contextos de persecución y forman parte de lo que conocemos como la iglesia perseguida. De hecho, a aquellos que hayan estudiado Misionología en mayor profundidad, les resultará curioso hacer una comparativa entre el mapa de la denominada ‘Ventana 10/40’ (la franja del mundo con mayor número de pueblos no alcanzados) y el mapa de la Lista Mundial de la Persecución. Excepto por los países Latinoamericanos (México y Colombia), los países donde existe mayor persecución a los cristianos coinciden precisamente con los lugares donde el Evangelio todavía tiene mucho camino que recorrer.
Es por eso que debemos mirar más allá de los lemas (“Puertas Abiertas: sirviendo a los cristianos perseguidos”) y considerar la tan importante labor que desempeñan Puertas Abiertas y otras organizaciones, iglesias y denominaciones que trabajan con los cristianos de estas regiones. No se trata solo de servir a los cristianos perseguidos. Es más, diría que lo principal no es servir a los cristianos perseguidos. Lo que está en juego aquí es el Reino de Dios y la luz de Cristo entre las naciones. Fortaleciendo a los cristianos perseguidos no solo conseguimos dar sustento, aliento y fuerzas a nuestros hermanos en la fe, sino que les capacitamos para llevar adelante la gran responsabilidad que tienen ante ellos, diciéndoles: “no estáis solos, estamos con vosotros, somos uno en Cristo”.
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