Hay una realidad universal que se da en todos los seres humanos; que describió el gran psiquiatra Viktor Frankl como “la presencia ignorada de Dios”
Para crecer en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo, lo primero que hay que hacer es alimentarse: “Porque debiendo ser ya maestros, después de tanto tiempo, tenéis necesidad de que se os vuelva a enseñar cuales son los primeros rudimentos de las palabras de Dios” (Hebreos 5:12).
El término primeros es el mismo vocablo en griego que el que encontramos en el Evangelio de Juan, “en el principio” (Juan 1:1), y se refiere a lo ontológico, a lo básico, a lo fundamental.
Y continua el texto: “y habéis llegado a ser tales que tenéis necesidad de leche, y no de alimento sólido, y todo aquel que participa de la leche es inexperto en la palabra de justicia”.
Pero para que todos podamos participar del alimento sólido, es necesario ir modificando la dieta alimenticia de manera lenta y progresiva, de tal forma que el organismo la pueda recibir para ir creciendo en homeostático equilibrio. La comparación se toma de la alimentación de un niño recién nacido.
Si a un bebé se le da alimento sólido se le puede producir diversos trastornos, incluso la muerte. La alimentación debe modificarse de manera progresiva y adecuada a la edad del niño para que su desarrollo psico-somático se efectúe sinérgicamente.
La alimentación deficiente produce enfermedades, tales como el raquitismo, que fija las deficiencias del desarrollo del cuerpo y de la mente para toda la vida: “y todo aquel que participa de la leche es inexperto en la palabra de justicia, porque es niño, pero el alimento sólido es para los que han alcanzado madurez, para los que por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal”.
Los hombres y mujeres de edad madura a los que se refiere Pablo no son unos cuantos privilegiados, sino que se refiere a cualquier creyente que tenga los sentidos ejercitados. Si no se ejercita el oído no se puede oír bien, si no se ejercita el ojo, no se puede ver bien….
“Sentidos ejercitados”, estos términos se traducirían literalmente del griego por “medios de percepción”. Precisamente Orígenes en su comentario al libro de Cantares resalta claramente el ejercicio de los sentidos.
Imaginémonos que la esposa, que puede representar alegóricamente a la Iglesia, o en un sentido místico al alma, es una persona (colectiva o individual) a la que le funcionan perfectamente los órganos de los sentidos: el oído, la vista, el olfato, el gusto y el tacto.
El esposo, que representaría a Dios o a Cristo, su funcionamiento organoléptico es perfecto. Si no ejercitamos los órganos de percepción no vamos a crecer en el desarrollo de nuestra personalidad: “ocupaos de vuestra salvación (gr -desarrollad o trabajad- Filipenses 2:12b) con temor y temblor”.
Cada creyente está llamado a crecer en su relación con Dios independientemente de los dones que el Señor le haya concedido, y ese crecimiento repercute en su beneficio y en el de sus hermanos en la fe, dado que forma parte de un mismo cuerpo que es la Iglesia.
En la medida que cada miembro de la Iglesia crece, ésta crece. Cuando no ejercitamos nuestros sentidos y nos encontramos con el alimento sólido de la Palabra de Dios, no podemos digerirlo, y para suplir nuestras necesidades vamos en busca del alimento elemental (la leche) para seguir siendo niños, infantilizando nuestro devenir existencial como creyentes y permaneciendo en un estado de inmadurez anímica y espiritual, hasta terminar el recorrido de nuestro devenir biológico-existencial.
Volvamos a la primera cuestión que se plantea en la primera carta a los Corintios: ¿Cómo se consigue el desarrollo espiritual para llegar a ese conocimiento místico que nos conduce a la posibilidad de explorar lo más profundo de Dios?
¿De dónde nace tal conocimiento siendo que el Espíritu Santo mora en la esfera de la intimidad del creyente? La fuente de semejante sabiduría no está fuera de nosotros, sino dentro de nuestro corazón, como decía San Juan de la Cruz: “Dios está escondido en el alma”.
En el capítulo segundo de 1ª Corintios dice en el verso nueve: “Cosa que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman”.
Es decir, existe un conocimiento oculto en la profundidad del ser que ha recibido la gracia salvífica de Dios: tesoros ocultos en los recovecos más inextricables de nuestra esfera anímico-espiritual, como diría G. A. Bécquer.
Esta es una realidad universal que se da en todos los seres humanos; es también lo que describió el gran psiquiatra Viktor Frankl como “la presencia ignorada de Dios” y que yo defino como “la represión de la Imago Dei”.
Salomón nos habla de la realidad trascendente que reside reprimida en el estrato más profundo del corazón humano: “Dios todo lo hizo hermoso en su tiempo (Heb-eth-tiempo cronológico); y ha puesto eternidad (Heb-el deseo vehemente por la eternidad o por la vivencia del tiempo indefinido) en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin”.
En el estrato más profundo del inconsciente colectivo de los seres humanos existe el deseo vehemente de eternizarse sin que el hombre tenga consciencia de la fuente de donde mana ese deseo.
Quizá estas realidades teológicas nos ayuden a entender el profundísimo texto de Proverbios: “sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón, porque de él mana la vida”. Una traducción más literal del texto hebreo, versa así: “Más que toda cosa guardada, guarda tu mismo corazón; porque manan de él, las salidas/corrientes de la vida” (V. M.).
Esta realidad trascendente y transformadora de los contenidos de la conciencia fue explicitada por Jesús de Nazaret, cuando dirigiéndose a un auditorio religioso (pero vacío de la experiencia soteriológica y salvífica) afirmó:
“Si alguno tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán/fluirán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él” (Juan 7:38-39a).
En mi opinión, la conversión de una persona consiste en hacer consciente lo inconsciente. Cuando la Palabra de Dios, impulsada por el Espíritu Santo, alcanza los niveles más profundos de la esfera de nuestra intimidad, se abre la puerta que separa lo consciente (el Yo) de lo inconsciente (el Ello o ID), y los contenidos inconscientes (entre ellos la Imagen de Dios reprimida) ascienden al campo de nuestra conciencia inundándola de trascendencia metafísica y satisfaciendo el deseo vehemente de eternidad que se demanda desde los estratos más profundos de nuestro ser.
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