Con su pomposidad imperial la Iglesia secularizada gozaba martirizando con fuego; al procurar extinguir a los fieles seguidores de Jesucristo, no hizo más que sentar las bases para la Reforma del siglo XVI.
Con este artículo vamos redondeando la idea que surgió un año atrás: escribir una serie sobre los reformados anteriores a Martín Lutero y su influencia en la concreción de la Reforma del siglo XVI (01). No es cosa fácil debido a la enorme cantidad de tales fieles a lo largo de dieciséis siglos.
En pocos días más, al menos en Occidente, se recordarán 500 años desde que Alemania se convirtiera en el centro geográfico de un cambio fundamental para el llamado ‘cristianismo’.
El tan reclamado regreso a las fuentes en la persona y obra de Jesucristo no nació, sin embargo, con Martín Lutero. Una pléyade de fieles cristianos le precedieron.
Desde la iglesia apostólica del siglo I miles murieron atormentados por mantener su fidelidad al Señor y a Su Palabra. Dos de esos cristianos que no fueron rebeldes a la visión celestial cierran esa galería de reformados por la obra de la cruz.
Tal como lo expresara el apóstol Pablo esa visión les guiaba a cumplir con la misión encomendada (02). Es evidente que esas piedras vivas de la única iglesia que Cristo edifica habían entendido las palabras proféticas de Isaías respecto del Siervo sufriente:
“Jehová el Señor me abrió el oído, y yo no fui rebelde, ni me volví atrás.” (03)
JERÓNIMO DE PRAGA
Como ocurriera con Juan Hus, su compañero Jerónimo de Praga fue quemado vivo el 30 de mayo de 1416. ¿Quién fue, en vida, este Jerónimo?
Nacido en la república checa, en 1379, era un poco más joven que Hus. Hombre enérgico e impetuoso, pasó a menudo los límites de la prudencia. Más rico en experiencias que Hus había viajado por diferentes países de Europa.
Gracias al don de la palabra se le abrieron las puertas de centros intelectuales como las universidades de Praga, París, Colonia y Heidelberg. Los títulos que le confirieron lo hicieron altamente apreciado en toda Bohemia; esa región desde donde el Sacro Imperio Romano Germánico dominaba Occidente gracias a las minas de oro que administraba a discreción.
Jerónimo llegó a conocer los escritos de Wicliffe en Inglaterra; los tradujo y difundió en su país, contribuyendo de este modo a la propagación del evangelio. Por esta razón, fue citado a comparecer ante el concilio de Constanza en abril de 1415 para responder a cargos idénticos a los que se habían hecho a Juan Hus.
Se presentó y con valentía protestó contra la prisión de su amigo, pero viendo el peligro que corría huyó de la ciudad. No obstante, fue prendido antes de llegar a su destino y encerrado en un calabozo.
Después de un año de sufrimientos se dio por vencido, y se retractó de sus enseñanzas. Los secuaces de Roma lo disfrutaron muy poco; avergonzado y profundamente arrepentido de su debilidad, pidió ser oído de nuevo. Con gran sorpresa del concilio hizo un elocuente elogio de Juan Hus y censuró duramente a sus verdugos. Este fue el comienzo del final para su corta vida.
Poggio Bracciolini (04) fue testigo ocular del proceso y ejecución. En una carta a su amigo Leonardo Aretino (05) dio a conocer la grandeza de ese hombre condenado por Roma.
Dice entre otras cosas: "Desde mi regreso a Constanza mi atención ha estado del todo fija en Jerónimo, el hereje bohemio, como es llamado. La elocuencia y el saber que este hombre ha empleado en su defensa son tan extraordinarios que no puedo menos que darte un sucinto relato. Para decir la verdad, nunca conocí el arte de hablar llevado tan cerca a los modelos de la antigua elocuencia.
Era en verdad sorprendente oír con qué fuerza de expresión, con qué fluencia de palabra y con qué excelentes razonamientos, él contestaba a sus adversarios: y no fui menos impresionado por la gracia de sus modales, la dignidad de sus acciones, lo mismo que por la firmeza y constancia de su comportamiento.
Cuando Jerónimo, después de algunas dificultades, consiguió ser escuchado, empezó su discurso con una oración a Dios, cuya asistencia patéticamente imploró. Entonces recordó que muchos hombres excelentes, en los anales de la Historia, fueron oprimidos debido a falsos testimonios y condenados por juicios injustos.
Diferentes opiniones en materia de fe siempre se han levantado entre los intelectuales, y siempre se creyó que esto era beneficioso a la verdad más bien que al error, cuando se lograba poner de lado al fanatismo. Tales fueron las diferencias entre Agustín y Jerónimo: y aunque sus opiniones eran no sólo diferentes sino contrarias, nunca se les tachó de herejía.
Todos esperaban que él se retractase de sus errores o por lo menos se disculpase; pero no se le oyó nada parecido. Declaró francamente que no tenía nada de que retractarse. Hizo un gran elogio de Hus, llamándolo un varón santo y lamentó su cruel e injusta muerte.
Estaba dispuesto, dijo, a seguir los pasos de aquel bendito mártir y a sufrir con constancia cualquier cosa que sus enemigos le hicieron. Firme e intrépido estuvo delante del concilio, concentrando toda su personalidad; y en lugar de temer a la muerte, parecía que la deseaba.
Los hombres más notables de los tiempos pasados probablemente no fueron superiores a él. Si la historia es justa este hombre será admirado por toda la posteridad.
Con rostro radiante y con firmeza más que estoica, afrontó la desgracia, no temiendo ni a la muerte ni a la forma horrible en que se le presentaba. Cuando llegó al sitio de la ejecución se quitó la capa, hizo una corta oración frente al poste en que fue atado con cuerdas húmedas y una cadena de hierro, y fue envuelto en leña hasta la altura del pecho.
Viendo que el ejecutor estaba por encender la pira a sus espaldas le gritó: ‘Trae la antorcha de este lado. Cumple tu misión delante de mi faz. Si hubiera temido a la muerte la hubiera evitado’.
Cuando la leña empezó a arder, cantó un himno, que la violencia de la llama apenas pudo interrumpir. Así murió este hombre prodigioso. Este título que le doy no es exagerado. Fui un testigo ocular de toda su conducta. Interprétese como se quiera su vida, que su muerte, fuera de toda duda, fue una noble lección."
LA GUERRA DE LOS HUSITAS
Los bohemios no pudieron tolerar el gran ultraje que se les hizo en Constanza. Liderados por el estratega Juan Zizka, su alma y jefe, se levantaron en armas contra el emperador y contra el papa.
De todas partes del país acudían los campesinos cansados de sufrir los abusos del clero romano y el yugo de los extranjeros que tiranizaban el país. Se reunían en grandes multitudes en las cercanías de Praga, celebraban sus cultos al aire libre, y participaban de la Santa Cena bajo las especies de pan y vino.
Algunas veces el número de los comulgantes era de cuarenta mil. Los curas, por su parte, empezaron a ofrecer la seguridad del cielo a quien diese muerte a un hereje bohemio.
Los husitas arremetían con heroísmo bajo el impulso de los dos sentimientos más fuertes del hombre; el de la libertad y el de la fe. Derribaban los altares, destruían las imágenes, abolían las órdenes monásticas y convertían en cuarteles los conventos.
El programa revolucionario era radical y muy avanzado, basado en los principios de justicia proclamados en el Evangelio. Pedían la igualdad de derechos para todos los habitantes sin distinción de cuna, riqueza, instrucción, profesión o sexo.
La mujer disfrutaba de los mismos derechos que el hombre. El gobierno debía ser republicano y el poder supremo debía estar en poder del pueblo. La sociedad en aquel tiempo estaba encajada dentro del molde férreo de una iglesia apóstata, de modo que todos los que gemían oprimidos soñaron con la implantación de una sociedad cristiana regida por los preceptos fraternales del nuevo Testamento.
Hubo momentos en que se creyó que toda Europa sería invadida por las huestes triunfantes de los husitas. Pero las energías fueron agotándose y el poder de los imperiales se hizo sentir. La revolución social fue vencida.
Sin embargo, las raíces del árbol destroncado echaron nuevos retoños, y en 1457 los seguidores de las doctrinas de Juan Hus se organizaron bajo el nombre de ‘Iglesia de la Unidad’ de los hermanos moravos. Estos son conocidos aún hoy como celosos misioneros, gente pacífica, que flamean el estandarte de la verdad en los confines del orbe.
JERÓNIMO SAVONAROLA
La Italia de fines del siglo XV ya era cuna del renacimiento que se expandía despertando en todo el mundo un vivo deseo de conocer las lenguas clásicas; estudiar a los autores casi olvidados durante el Oscurantismo de la Edad Media; y, principalmente, efectuar la gran reforma en la Iglesia imperial profundamente caída de su pureza primitiva.
Esa caricatura eclesiástica era un instrumento de ignorancia y tiranía. Las doctrinas enseñadas por Cristo y sus apóstoles habían sido mistificadas, conduciendo a Ia masa nominalmente cristiana a una lamentable relajación de costumbres fomentada por el clero; este pisoteaba la moral y ética evangélicas y ridiculizaba la disciplina neotestamentaria.
Siempre hubo una minoría de personas de fe sincera que trabajaba para que la causa del Señor fuese restaurada. En los concilios de Pisa, Constanza, Basilea, y finalmente en el de Trento, se intentó modificar el tenebroso status quo; pero no lo lograron porque la mayoría de sus líderes eran los mismos que lo habían impuesto y tenían gran interés en perpetuarlo.
Nieto de un médico en la entonces floreciente corte de Ferrara, Savonarola (06) era miembro de una familia pudiente. Desde niño reveló un espíritu serio y capacidad de pensador.
En los años de su adolescencia tuvo pasión por las obras de Virgilio y Platón; sus conocidos presentían que llegaría a ser alguien importante para la humanidad. Ingresó a un convento de frailes dominicanos en la ciudad de Boloña, tras un rechazo sentimental.
Desde allí buscaba ganar el favor de Dios con penitencias, meditando constantemente frente a un cráneo humano sobre la vanidad de la vida, absorto en las prácticas devocionales y en el estudio de la filosofía, teología y sobre todo de las Escrituras.
Por leer a los profetas y la manera en que daban voces contra la corrupción reinante en sus días, llegó a convencerse que la vida de fe genuina se desarrolla en el duro campo de batalla y no en el estéril encierro del claustro.
El aumento diario de su amor a la Biblia lo convertiría en un reformador. Aconsejaba estudiarla a los que querían servir a Dios. Les decía:
"Nadie, sabio o ignorante, puede comprender la Escritura si no tiene en él un rayo de la luz de la cual emana. Hay que acercarse a ella con un corazón puro, concentrando las fuerzas del espíritu, porque ella nos muestra las realidades más sublimes. Empezad por escapar de las garras del pecado y de los pensamientos mundanos; pedid a Dios su luz, después de haber conseguido el silencio interior y exterior.
La luz divina os dará mayor claridad que los más eruditos comentarios. Ella os revelará el significado de vuestras experiencias, ella os hará sacar consecuencias útiles para la obra en que estáis empeñados. Se trata de leer lentamente, pensando en cada palabra hasta que uno se haya apropiado de la letra del pasaje. Solamente entonces es cuando convendrá penetrar en el sentido profundo del pensamiento de los autores sagrados. Creedlos porque ellos no pueden errar. No leáis solamente para aprender sino también para obrar. Pedid a Dios que el conocimiento adquirido produzca en vosotros la práctica del amor".
Fue enviado a Florencia para enseñar a los novicios del convento dominicano de San Marcos, con treinta y siete años de edad. Su palabra se oía en un lenguaje rústico, franco y directo y en un tono de severidad y gravedad que contrastaba con la mayoría de los predicadores florentinos.
Su primera aparición en el púlpito fue mal recibida por los acostumbrados a formar juicios sobre el valor literario y académico de los sermones y no para recibir instrucción en la Palabra de Dios.
Savonarola no subía al pulpito para agradar a los que no quieren oír la sana doctrina, sino para exponer la verdad con claridad. Esto le llevó a sentir un profundo desaliento.
A pesar de ello, en el año 1486 se decidió a predicar en la Lombardía y entonces empezó a ganar popularidad. Perseveró en su estilo rústico y firme imitando a Amos, a Nahúm y Juan el Bautista; clamaba para despertar las conciencias dormidas y llevar las almas a los pies del Salvador.
Estaba persuadido de que Dios lo había levantado para esta misión. Muchas veces tenía visiones y oía la voz de Dios que le mandaba no callar; decía:
"No puedo callarme porque la Palabra de Dios es en mi corazón como un fuego ardiente; si no le doy escape consumirá hasta la médula de mis huesos. Los príncipes que reinan sobre Italia son azotes que Dios ha enviado para castigarla.
Sus palacios son el refugio de bestias feroces, monstruos de la tierra, cargados de crímenes y perversidades. Malos gobernantes que no cesan de crear nuevos impuestos para chupar la sangre del pobre pueblo.
Esto es la Babilonia (07), oh mis hermanos, la ciudad de dementes y malvados que Dios destruirá. Id a Roma y veréis como los grandes prelados sólo se ocupan de poesía y elocuencia.
Gobiernan la iglesia guiados por astrólogos. Lo exterior está bien ornamentado, sus ceremonias son deslumbrantes, abundan los candelabros de oro, los cálices preciosos; pero en la iglesia primitiva los cálices eran de madera y los prelados de oro; hoy ocurre al revés. Los prelados romanos han introducido entre nosotros fiestas del infierno, no creen en Dios y se burlan de nuestra santa religión, ¿Qué haces, Señor? ¿Por qué duermes? ¡Levántate y ven a libertar a tu iglesia de las garras del demonio, de los tiranos y de los malos sacerdotes! ¿Has olvidado a tu iglesia? ¿Has cesado de amarla? ¡Apresura el castigo a fin de que pronto volvamos a ti!"
Al fin, en Florencia descubrieron que era más provechoso escuchar a un predicador como era Savonarola que a la pulida palabrería sin vida ni mensaje. Las iglesias resultaban pequeñas y se levantaron galerías en la catedral para contener a las multitudes de oyentes.
Desde las aldeas vecinas acudían caravanas de labriegos, haciendo largas caminatas durante la noche para conseguir un sitio conveniente. Sus sermones no eran sólo acusaciones contra los príncipes y prelados sino exposiciones de las Sagradas Escrituras.
Savonarola presentaba a la persona del Redentor y, con frecuencia, hablaba de la doctrina paulina de la justificación por la fe:
"Si Cristo no te absuelve, ¿quién podrá absolverte? Aprende, oh hombre, que entrarás en el paraíso si tú lo quieres, porque Cristo nos precedió. Donde está la cabeza, allí están los miembros. Aprende también esto: no entrarás al paraíso en consideración a tu estado natural, ni por el oro o la plata que poseas. Dirige tus miradas al crucificado, piensa en el amor que tuvo al morir por ti, si quieres ser salvo. Confía en él. El enderezará tu corazón torcido. Él lo socorrerá aunque lo has ofendido millares de veces. Te perdonará como perdonó al ladrón en la cruz. Cree solamente. Llora por tus pecados, promete abandonarlos, confórtate participando del banquete de Cristo".
Un oyente que recogió y publicó los sermones de Savonarola dice que muchas veces no podía terminar de predicar porque era invadido de profundos llantos.
Cuando Lorenzo de Médici (08) enfermó mandó llamar al monje y le preguntó qué tenía que hacer para ser salvo. Este le habló claramente del arrepentimiento y de la fe en Cristo, exigiéndole que restituyese los bienes mal adquiridos.
Estaba dispuesto a hacerlo, pero al exigirle que devolviese la libertad a la ciudad de Florencia y renunciase a la influencia que ejercía sobre ella el enfermo se dio vuelta y no quiso escucharle más. Poco tiempo después pasaba a la eternidad.
El legado de este siervo de Dios fue de enorme influencia en la cultura europea. Hemos llegado, finalmente, a Martín Lutero. A quinientos años de su histórico alegato ya hemos afirmado que no quiso separarse de la Iglesia católica, que no buscaba competir con el Vaticano, que no quería se llamase ‘luteranos’ sino ‘cristianos’ a sus seguidores, que no fue el fundador de la iglesia evangélica, que solo obedecía a las órdenes de Jesucristo; de todo ello, ya hemos hablado en la serie. En el próximo cerraremos este artículo. Será hasta entonces, si el Señor lo permite.
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Notas
Ilustraciones. Izquierda: Jerónimo de Praga en la hoguera http://araceliregolodos.blogspot.com.es/2016/06/jeronimo-de-praga-es-quemado-en-la.html
Derecha: Ritratto di Girolamo Savonarola - Fra' Bartolomeo, 1498 (Pinterest).
01. La 1ª entrega fue el 01/10/17: http://protestantedigital.com/magacin/40402/Jesucristo_el_primer_reformador La serie está inscripta en los escritos que, con el nombre de El Pensamiento Cristiano, refiere a los libros que contribuyeron al desarrollo cultural en la vida cristiana del autor. Esta se basó en la obra ‘La Marcha del Cristianismo’ de J.C.Varetto, siendo el presente artículo una adaptación del capítulo I del segundo volumen, páginas 13 a 19.
02. Hechos 26:19,20.
03. Isaías 50:5.
04. Gian Francesco Poggio Bracciolini (1380 – 1459) fue un humanista italiano. Estudió en Florencia y fue a Roma alrededor del año 1402. El papa Bonifacio IX hizo de él uno de sus secretarios apostólicos.
05. Leonardo Bruni (1370 - 1444) llamado ‘Aretino’, fue un humanista, historiador y político italiano.
06. Girolamo María Francesco Matteo Savonarola (1452 – 1498), religioso dominico, predicador italiano, confesor del gobernador de Florencia, Lorenzo de Médici, organizador de las célebres hogueras de las vanidades donde los florentinos estaban invitados a arrojar sus objetos de lujo y sus cosméticos, además de libros que consideraba licenciosos, como los de Giovanni Boccaccio. Predicó contra el lujo, el lucro, la depravación de los poderosos y la corrupción de la Iglesia católica, contra la búsqueda de la gloria y contra la sodomía, sospechando que estaba en toda la sociedad de Florencia, donde él vivió.
07. Savonarola no menciona aquí a la Babilonia geográfica registrada en el NT por el primer evangelista (Mateo 1:11, 12, 17), por el primer mártir Esteban (Hechos 7:43) y por el apóstol Pedro (1ª Pedro 5:13); sino a la citada en sentido figurado por el apóstol Juan en la visión por la que se le ordena escribir sobre ‘las cosas que has visto, y las que son, y las que han de ser después de estas’ (Apocalipsis 1:19; 14:8; 16:19; 17:5; 18:2,10,21).
08. Lorenzo de Médici (1449 – 1492), también conocido como Lorenzo el Magnífico por sus contemporáneos, fue un estadista italiano y gobernante de facto de la República de Florencia durante el Renacimiento italiano.
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