Desde la crispación y el “calentón” difícilmente conseguiremos que brille Cristo, que era manso y humilde y cuya principal preocupación eran aquellos que estaban delante de Él.
Durante los últimos meses he permanecido en silencio y particularmente haya podido ser más patente en este medio.
Por una parte ha tenido mucho que ver con el propio cansancio personal, el cuesta arriba de los finales-inicios de curso… y me he tomado una especie de “semi-sabático” de algunas cosas, entre ellas, escribir de manera pública.
Pero me atrevo a decir, y no es sin buena dosis de pena, que hay una parte muy grande de ese silencio que puedo explicar, más que por cansancio, por un agotamiento emocional muy intenso que asocio clara y directamente con el tono de crispación general que desde hace un tiempo percibo en nuestros círculos a colación de varios asuntos “potentes” que venimos enfrentando… y lo que nos queda por llegar.
Las cosas no han sido nunca fáciles fuera para nosotros, los cristianos. Y cuando digo “fuera”, me refiero a los entornos que no comparten nuestra fe, que son todos los demás, en los cuales seguimos siendo “raros”, “sectas”, “puritanos”, “fanáticos” y otros mil calificativos por el estilo.
Eso lo asumíamos todos los que, mal que bien, de vez en cuando procuramos acordarnos de aquellas palabras del Maestro que nos avisaban de que “en el mundo tendréis aflicción”. Pues eso. Que con esa aflicción contábamos y no ha de sorprendernos, aunque de vez en cuando nos siga pillando “fuera de juego”.
La cuestión es que dentro, y cuando digo “dentro” me refiero a nuestro propio entorno, con toda su diversidad e idiosincrasia, nunca habíamos alcanzado, creo, el grado de incomunicación, agresividad, crispación y desencuentro que estamos teniendo que presenciar de un cierto tiempo aquí.
Donde antes podíamos acercarnos incluso a espacios como este, donde nos sentíamos en una especie de “oasis”, alejados por un momento del mundanal ruido, en un tono de pluralidad, pero a la vez de convivencia, hoy nos encontramos “desencontrándonos” constantemente y siendo esto no la excepción, sino más bien la norma.
La idea del oasis se me hace, a mí al menos, ya lejana y prácticamente un sueño en todo medio en el que cualquiera pueda decir lo que quiera y como pueda (y eso que me consta que en este medio en particular, sin hacer censura, se cuida mucho el tono de lo que se publica y comenta).
Hablo de redes sociales, grupos de whatsapp, espacios de televisión y radio… y no me atrevo a decir que nunca más recuperemos el espacio de quietud, pero me temo que venimos cruzando líneas que son de difícil retorno, la verdad.
Desde luego, la unidad nunca fue el fuerte del pueblo de Dios. Ya en su momento sabemos que había contiendas por saber quién era de quién, si de Pedro, de Apolo, o de Pablo. ¡O de Cristo mismo!, porque efectivamente en aquel tiempo, como en este, muchos defienden y con razón (aunque no siempre con las mejores formas) la sana doctrina.
Porque, sí, efectivamente hemos de procurar no desviarnos de ese camino marcado, que es uno, pero tal y como Pablo les decía a los de Corinto, “No hay tal cosa como un Cristo dividido”, incluso habiendo los que dicen “Yo sigo a Cristo”. (1ª Corintios 1:12 y 13).
No sé si nuestro problema es de contenido o solo de formas. Por supuesto, cuando dos facciones o partes mantienen principios diametralmente opuestos, tildándose de todo tipo de cosas unos a otros, alguna cuestión de contenidos habrá.
Pero me preocupan mucho más las formas, sobre todo en aquellos que son la mayoría de los que se creen muy seguros de su contenido. Y no vienen siendo cada vez menos, sino más, no los que estén en posesión de la verdad, que es una sola, sino los que la defienden de cualquier manera y caiga quien caiga por el camino.
O quizá solo hablan más alto, no lo sé… Mi confusión, he de confesar, ha sido mucha en este tiempo. Pero, honestamente, a mí me desanima muchísimo todo esto y no sería franca si, al menos, desde una forma tranquila y sopesada como pretendo que sea esta, no lo expresara en cierta medida.
Porque no es especialmente difícil encontrar a ciertos hermanos, y no son pocos, haciendo en un primer minuto un llamamiento al mundo a volver al Señor “desde el amor” (y así lo parece) y al minuto siguiente hacer sangre con sarcasmos e ironías acerca del mismo asunto.
Esto, hecho en las redes, es como hacerlo, además, con un gran megáfono en la mano y a base de mazazo (sustituyamos la maza por una Biblia y la imagen nos resultará mucho más familiar). Y es que, francamente, no me imagino al Señor Jesús en esos mismos términos. Quizá me equivoque, pero por más que lo intento, no lo veo.
Algunos quizá piensen, y pudiera ser que tengan razón, que una verdadera actitud de madurez por mi parte estaría en ignorar estas cosas, en asumir que son y serán así siempre, que hay creyentes más y menos maduros y que es algo que tenemos que asimilar, sin más.
Eso, honestamente, me suena mucho más a resignación que otra cosa y probablemente es mucho más fácil de decir que de hacer. Al menos en mi caso, que creo que estamos llamados a no conformarnos a las formas de este siglo y a renovarnos en nuestro entendimiento constantemente.
Lo de mirar para otro lado también me suena a que la cuestión no es solo cómo somos de maduros en “encajar” estas cosas ignorándolas o no, sino que quizá tenemos que empezar a reconocer y reconocernos que hay cosas que edifican y otras que no.
Es tan sencillo y elemental como eso: estamos llamados a edificarnos y a apartar de nosotros aquello que no lo hace. Y es que lo que no edifica produce, al menos en mí, un desánimo difícil de manejar cuando los mazazos no dejan de sucederse.
Y no sé qué clase de bien haría callándolo por más tiempo. Por no hablar de la clase de tropiezo que estamos pudiendo ser para que tantos alcancen y vivan de forma plena el Evangelio de la Gracia.
Miedo debería darnos recordar que a los tales, a los que pudiendo edificar decidimos ser de estorbo para el crecimiento, más nos valdría tener atada al cuello una piedra de molino, antes que favorecer que alguno de estos tropiece.
Los tiempos que vivimos no nos ayudan demasiado, parto de esa base, pero aunque esto puede ser explicación, no puede ser nuestra excusa. En esto, supongo, estaremos todos de acuerdo (quizá sea de las pocas cosas en las que aún podemos decir que coincidamos).
La crispación está por todas partes, desde el paso cebra de la esquina de nuestra calle hasta las cuestiones políticas más sangrantes que vivimos en nuestro país en estos días.
Por otro lado, están las dichosas redes sociales y medios digitales, que creo que flaco favor nos están haciendo en muchas ocasiones y con los que estoy cada vez más inquieta. Porque han supuesto una verdadera pistola en manos de muchos que tienen el dominio propio y el entendimiento de niños de guardería, y el número de cadáveres en la cuneta crece y crece por momentos, sin que parezca que vaya a terminar pronto.
Por otro lado, los evangélicos parecemos tener, de un tiempo aquí, temas que no solo abordamos desde la preocupación, que me parece bien, sino desde la verdadera obsesión. Porque se han convertido en “monotemas” de los que parece imposible tomar al menos cierta distancia sin que se le acuse a uno de ser tibio.
Y no es una cuestión de tibieza lo que nos mantiene a esa “cierta distancia”. No es una cuestión de contenidos, ni de criterio, ni de falta de puntos de vista, que los tenemos, y pudiera ser que, incluso, hasta mejor argumentados que algunos que gritan muy fuerte, pero iluminan muy poco. Es una cuestión mucho más simple, y de nuevo, relacionada con las formas.
Con las formas y con el amor. Porque nos hemos decidido a no jugar con esas mismas normas que han elegido los que quizá no tienen otro Señor que su propio intelecto u opiniones y que piensan que si pueden decir “algo” (lo que sea), pues entonces deben decirlo, y hacerlo además a todas horas, y por todos los medios, y en todo momento, edifique y ayude, o deje de hacerlo.
Nos mantenemos con cautela porque creemos que muchos de estos temas se pelean desde la mansedumbre y básicamente de rodillas, porque desde la crispación y el “calentón” difícilmente conseguiremos que brille Cristo, que era manso y humilde y cuya principal preocupación eran aquellos que estaban delante de Él, como ovejas que no tenían pastor.
Aquí no se trata de decirlo todo, a todos y a como dé lugar. Hemos confundido, creo, la responsabilidad de hacernos oír con que se nos oiga a todas horas diciendo todo tipo de cosas, con cualquiera sea la consecuencia, buena o mala, de tales pronunciamientos y en cualquier medio que se nos ponga por delante.
El espíritu del Evangelio queda, perdónenme, demasiadas veces muy alejado de nuestras aparentes “defensas” de la sana doctrina y nos creemos que la forma de brillar es estar haciendo constantemente denuncia a grito pelado desde foros que, lejos de alcanzar de manera efectiva, cercana y cálida a aquellos que se pierden, no hacen sino ponernos en un dudoso escaparate en el que, una vez más, como tantas veces a lo largo de la Historia, solo quedan patentes nuestras miserias, que son muchas, porque a los más enfermos y perdidos vino Cristo a salvar en primer lugar.
Es más, me temo que creemos que las redes e internet, por ser aparentemente más efectivos en cuanto a su alcance de masas en tiempo real, pueden sustituir lo que en el ministerio de Jesús siempre fue la manera por antonomasia de presentar las buenas noticias: el tú a tú, las conversaciones directas con personas que, sí, efectivamente eran pecadoras, y Jesús no amparaba ese pecado (pensemos, si no, como ejemplo, en la famosa conversación en el pozo con la mujer samaritana), pero que podían encontrar en Él la misericordia y el perdón que verdaderamente salvan. Jesús hablaba en ese momento con una única persona, pero la alcanzaba de manera efectiva mediante Su verdad y el amor con el que la acompañaba. Y eso era lo que convertía a Jesús en alguien ciertamente distinto y cautivaba las almas.
Quisiera, de verdad, que pudiéramos tener la carga de emplear en alcanzar a las personas desde el tú a tú aunque solo fuera el 10% de la dedicación que ponemos en “mostrar la verdad” y “alcanzar a muchos” desde las redes y los medios digitales.
Y además, tener la plena convicción de que este “asunto digital” debería ser mucho más que un “entretenimiento santo” para quienes parecen no hacer otra cosa más allá y que, creo firmemente, confunden los términos.
Lo hacemos muchas veces, y esto no es nuevo. De la misma forma que en nuestros foros de iglesia con frecuencia confundimos la hiperactividad, el hacer muchas cosas (obra social, actividades para el barrio y otras que son muy importantes, pero que no sustituyen lo esencial a lo que hemos sido llamados) con predicar el Evangelio, en este caso confundimos la “defensa de la verdad” con un circo al que, quizá nos hemos acostumbrado, tristemente, pero que queda muy lejos del carácter de luz en medio de la oscuridad que, deberíamos recordarnos, tenemos como llamado.
Y esto, por fuerte que nos parezca, se puede asemejar más a una estrategia del enemigo que a otra cosa.
Jesús no fue tibio, para quienes pudieran tener alguna duda. Tampoco fue un radical descerebrado, dicho sea de paso. Con Él, los trapos sucios quedaban al descubierto, qué duda cabe, porque miraba en la profundidad de las personas y no negaba su pecado para congraciarse con ellas.
Pero la condena y la represión, el juicio y el castigo estaban siempre unidos como en un tándem a la gracia y a la misericordia, y los unos no podían estar sin los otros. Él sabía no sacrificar ni lo uno, ni lo otro.
Y si nosotros queremos hacer lo mismo, no tenemos más remedio que dejarnos guiar y orientar por Él, sujetándonos a Su verdad, sin duda, pero también al amor con el que Él trataba los asuntos del día a día, los grandes temas, los espinosos, los que parecían imposibles de manejar. Y lo radical de su enfoque era, precisamente, el amor.
Hemos de reconocernos que hay “mucha carne” en la manera en la que manejamos nuestros asuntos, mucha alimentación del propio ego cuando escogemos algunas formas de “defensa” del evangelio, y quizá tengamos un día que enfrentar que sea el Señor mismo el que nos diga que “esto o aquello” lo hicimos “en Su nombre”, pero que Él nunca nos pidió tal cosa, ni otras parecidas.
Nos toca revisarnos en conciencia, me temo. Me ha costado un tiempo pronunciarme sobre algunas de estas cosas y no sé si tendré que permanecer callada un tiempo más hasta que vea claro cómo pronunciarme sobre otras.
Tampoco es que mi palabra sea ley, nada más lejos de mi intención. Pretendo que la prudencia esté entre mis consignas, aunque muchas veces no lo conseguiré, y quiero desde aquí lanzar mi agradecimiento profundo a muchos que, desde esa consigna permanente, edifican a la iglesia y a mí como parte de ella, mediante sus artículos y comentarios en este y otros medios públicos y más privados.
Comparto con los lectores aquí y ahora estos asuntos, sin embargo, porque han sido y son algunas de mis inquietudes profundas en estos tiempos recientes.
Estas líneas pretenden ser una llamada a la calma, a la mesura, al dominio propio y a la consideración sopesada de si no nos estamos distrayendo con algunas batallas muy aparentemente flagrantes en detrimento de otras que son de absoluta trascendencia para un mundo que se pierde.
Ojalá lo haya conseguido en alguna medida…
Sigo reflexionando…
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